¡Tengo un magún!, dije en medio de la noche lavagnesa.
Me sorprendió tanto que saliera de mi boca esa expresión que, con magún y todo, me incorporé sobre la cama, prendí la luz del velador y me quedé inmóvil unos cuantos segundos.
Qué raro, susurré. De chica se la escuchaba decir a mi abuela cuando andaba preocupada y con el ceño fruncido.
De inmediato agarré el celular y googleé, sin mucha certeza acerca de lo que hacía. ¿Era magún? ¿Magum? ¿Magú? “Tengo un magún”, escribí.
Qué extraño lo que sucede con algunas voces que escuchamos infinidad de veces en la infancia y que asociamos a una manera de estar o a un pequeño racimo de emociones y de las que nunca nos hacemos preguntas.
Es tanto lo que sabemos sin saber.
Cuando mi abuela decía que tenía un magún yo sabía que eso no era bueno porque ese día no habría tarareos en la cocina o en la sala de coser, tampoco habría cuentos a la hora de la siesta en el camastro ubicado en la esquina de la misma sala sobre el que un tragaluz nos iluminaba il pensiero.
Mi abuela Ada, la de la costura, la de la memoria ida, la de los ojos titilantes, la de los ñoquis, la que no me va a dar la ciudadanía legal porque el trámite es por vía paterna, se me presenta en medio de la noche italiana.
Lavagna es una pequeña ciudad que bordea el fiume Entella en su costa este. Del otro lado del río se emplaza Chiavari, más grande, más vistosa: una típica ciudad turística del centro de la región de Liguria, cuya capital es Génova. Tiene mar, tiene río, tiene montañas.
Ambas ciudades hubieran sido indistinguibles para mi mirada novata si no hubiera sido por el río que las separa y porque, con un par de caminatas, se cae en la cuenta de la existencia de un espíritu diverso en cada costa.
Lavagna es pequeña, acogedora. La casa que alquilamos no mira al mar, pero sí al río que nos recibió marrón y desbocado, había allerta rossa la noche que llegamos, y que cuando recuperó su cauce adquirió el color verde que solemos ver en las fotos de viajes, que de tan verdes parecen retocadas.
Verdes como los ojos de mi mamá, que también decía que tenía un magún cuando andaba angustiada.
Mi bisabuelo Gioacchino y mi bisabuela Vittoria, por parte de mi papá, son de la región de Ancona, en la costa este de Italia. Vinimos a parar cerca de Génova, en la costa opuesta, porque para obtener la ciudadanía lo importante es la agilidad de las comunas, no la localización de los antepasados y, en lugares más pequeños, hay más chances de que eso ocurra.
Busco la distribución del apellido de mi abuela materna en Italia. Piemote y Liguria. Génova. Las antepasadas de mi abuela eran de esta zona a la que fortuitamente vine a caer en búsqueda de un papel que dirá algo acerca de las migraciones cruzadas y forzadas.
A un lado y al otro del océano la idea de una vida mejor, la dificultad con el idioma y la presencia, sin embargo, de una lengua común: el río del inconsciente aflora en la noche extranjera.
Tener un magún, dice Christián Carman, “no es una angustia cualquiera. Es, todavía hoy, un eco lejano del dolor que sintieron antepasados, unas noventa generaciones atrás, cuando vieron destruida su ciudad”.
Y explica que: “Cerca del 200 a.C. los romanos y los cartagineses se enfrentaron en una guerra feroz. Aníbal, el Terrible, comandaba las tropas cartaginesas. Hacía quince años que resistía en las afueras de Roma, pero no lograban entrar. Entonces, su hermano decidió ir en su ayuda y una tarde del verano del 205 a.C., desembarcó con doce mil infantes y dos mil caballeros a bordo de unas treinta naves en el puerto de Génova, que apoyaba a Roma. Los genoveses no estaban preparados. Fue una masacre. La ciudad quedó destruida en pocos días. El hermano de Aníbal continuó su camino hacia Roma. En Génova, sólo quedaron algunas mujeres con sus niños que, llorando entre el fuego y los escombros, empezaron a reconstruir la ciudad. El hermano de Aníbal se llamaba Magone, Magón, o Magún. Tal fue la angustia que produjo que, cuando las mujeres sentían esa sensación de falta de energía vital o de sentido de la vida, empezaron a decir que “tenían un Magún”, ahí, en su pecho, destruyendo su interior”*.
Si fuera un poquito mística diría algo acerca de la tana ancestral o de la bruja que hay en mí.
Sólo siento que mi abuela habló en mí y me produjo un llanto amable que me permitió dormir sin sobresaltos y que me hizo soñar con océanos de aire y mar que cruzan tierras siempre extranjeras.
31 de enero de 2025, Lavagna, Génova, Italia.