El cuento por su autor

En los años noventa existía una tira en Cartoon Network que se llamaba La vaca y el pollito. Tenía la gracia de lo bizarro y un humor absurdo que calaba por lo delirante. Sus seguidores, chicos y grandes, admirados y felices de ser siempre sorprendidos por sus peripecias inimaginables, no se perdían un episodio. Cow and Chicken tenía como personajes principales a Pollito, un hermano filoso y a veces malhumorado, y Cow, su hermana soñadora e impetuosa que lo irritaba -aunque él siempre terminaba protegiéndola. Vivían en una casa como la de cualquiera de nosotros porque sus padres, “Pa” y “Ma”, no eran personas animales sino humanos convencionales (en algún momento se desliza que eran padres adoptivos), y cuando aparecían para expresar siempre algún lacónico lugar común se les enfocaba solo las pantorrillas y los pies, como demostración de que no eran gravitantes en la historia. La trama se salía del molde y corría libre, desbocada. Eran épocas en las que no existían los benditos algoritmos y la creatividad desatada de David Feiss estaba muy lejos de ser domesticada.

Mientras escribía el cuento me vino a la memoria un episodio muy particular en el que Cow o Vaca cree que se convirtió en algún tipo de líder espiritual y Chicken o Pollito está desesperado porque cree que, en su búsqueda frenética de adherentes, su hermana se volvió chiflada o desvaría. En un momento, una fila de fieles creyentes, convencidos de que ella es el camino, comienzan a seguirla repitiendo un mantra: “Somos los seguidores de la cabeza de Vaca/ Somos los seguidores de la cabeza de Vaca/Somos los seguidores de la cabeza de Vaca”.

Ante el vacío, surge la desesperación por adherir a algo o a alguien, ser reconocido en un endogrupo, y cualquier megalómano puede sentir la tentación de erigirse en un líder o un maestro.

En el cuento que llamé “Maelstrom”, una palabra usada por Flaubert en una de sus cartas, se encaran búsquedas, caminos posibles ante el temor de lo informe, la consolidación del sentido en el pensamiento mágico; aparecen también la ordenada inexpresividad de los bots que siguen pautas férreas y la ambivalencia de los humanos sobreadaptados, dominados por las contradicciones, que antes de ser desplazados se autoexcluyen. Y en ese desierto, el lenguaje indómito en movimiento constante, irremplazable en sus posibilidades y en su vitalidad renaciente, no se deja fijar.

Maelstrom

C’est un maelstrom de platitudes, de mensonges et de bêtises!, le escribe Flaubert a su hermano Achille en 1857. La publicación de Madame Bovary había causado reacciones en los inefables comisarios de las buenas costumbres y lo acusaban de inmoral. ¡A Flaubert! Un escándalo.

Clara había abierto el libro apenas el ómnibus inició su movimiento. Mientras el resto del pasaje se acomodaba para dormir, vio la terminal reventada de gente y, con las últimas luces del día, el amasijo de construcciones de ladrillo que crecían hasta seis pisos de altura en las callecitas de la extendida villa de Retiro. La velocidad mínima producía el efecto anestesiado de la cámara lenta pero no le restaba intensidad. Quiso pensar algo sobre ese desarrollo descomunal pero las cartas prometían ser tan feroces como la del escándalo Ema Bovary y no pudo parar hasta que el motor se detuvo. Era de día y habían llegado a destino: Capilla del Monte. Le regocijaba leer cómo Flaubert se defendía con fuerza y descalificaba la reacción inesperada como “un pandemonio de lugares comunes, mentiras y estupideces”. Un momento altísimo de esa correspondencia insuperable, porque cada una de las cartas estaba llena de ideas y reflexiones sobre el arte de la ficción. En ese intercambio vibrante también reconstruía las claves y los códigos de la época. El misógino que casi no salía de su torre de marfil en Croisset, que cambió la forma de escribir y de leer novelas, que combatió el cliché, exigía economía en cada frase, le mot just, la peculiaridad, la sobriedad y la precisión, la agudeza en los detalles. Irreductible.

El viaje al que la llevó el libro en cuestión encontró el ritmo del arrullo en el desplazamiento suave por la ruta, ninguna frenada que interrumpiera el rapto del mundo y los dilemas a los que la convocaba Flaubert en las cartas a Baudelaire, otro transgresor que renovó la forma. Hacía muchos años que Clara quería conseguir estas cartas en la edición en papel, ni en París las reeditaban… Le sorprendió el uso de la palabra “maelstrom”. ¿Ya se usaba a mitad del siglo 19? Enseguida pensó: “El mot juste, claro, una vez más”. No había en francés un término que describiera con exactitud el efecto huracanado del ataque violento de los moralistas a su Ema Bovary. A Baudelaire lo habían condenado por Las flores del mal ese mismo año, lo acusaban de obsceno, de “cantar a la carne sin amarla”, y él había pagado una multa de 300 francos y eliminado seis poemas de la próxima edición. Flaubert vivía en provincias, conocía bien cómo se esforzaban en sostener un orden hipócrita y fatuo. Las apariencias. ¿Se podía juzgar con la vara moral una obra de ficción, la belleza o la fealdad? ¿Cómo defenderse de un juicio tan absurdo? Él admiraba a Baudelaire también por redoblar la apuesta: había quitado los poemas prohibidos pero no se había replegado, había agregado otros treinta y otros más. ¿Por qué molestaba tanto lo que Baudelaire mostraba? ¿Qué era tan perturbador?

Clara viajaba a Córdoba a pasar los últimos días del año con Emilia y Pablo. Los queridos amigos se habían ido a vivir lejos de la gran ciudad, cansados, como tantos, de los ruidos tóxicos, la irritabilidad de los intercambios en la calle, la gente que pronostica un apocalipsis por semana y la visión perturbadora de las familias de homeless, que cada día ocupaban una esquina más. Vivían en una casa en lo alto de una de las Sierra Chicas, en el norte del valle de la Punilla, desde donde se veía el cerro Uritorco. La cercanía y la visión del Uritorco se interpretaba como algo exclusivo y benéfico y esa zona de la provincia había sido declarada como un vórtice concentrado de una energía muy poderosa. Nadie sabía bien qué se quería decir con “energético”, porque no había prueba científica de sus efectos, pero a esa condición de la energía tan famosa sus amigos le atribuían un mejor humor, que las luces de las estrellas brillaran más intensamente y que los estados de ánimo se estabilizaran con “una calidad de vida superior”. La salud se había transformado en un tópico persistente inagotable, y los beneficios de los efluvios de ese enclave particular no solo rozaban lo fisiológico, sino también lo espiritual y, por qué no, lo esotérico. Cada año llegaban miles de turistas anhelantes en busca de la tan ansiada “energía” y, además, por sobre todas las cosas, a escalar el cerro. Sencillamente porque estaba ahí y porque se presumía que las cualidades benéficas aumentarían cuanto más próximo se estuviera de su materialidad. Frotarse contra la roca magmática en algún momento de las siete horas que duraba el ascenso y el descenso los llenaba de ilusión.

A punto de cumplir cuarenta años, excitados con la idea de la vuelta a la naturaleza, Pablo y Emilia se habían instalado en el Valle de la Punilla y habían alquilado una casa de piedra, amplia y luminosa, por dos años. Emilia era traductora y Pablo diseñador gráfico -los dos se habían convertido en free-lancers a distancia. Prescindir de la adrenalina de la ciudad, renunciar a los oros varios a conquistar, a aquellas promesas reservadas a algunos en sus múltiples representaciones los embarcaba en una aventura virtuosa. Desde el primer momento evitaron hablar de los ovnis y de las corrientes esotéricas porque no estaban convencidos de la existencia de ese plano, aunque Pablo, secretamente, no lo descartaba del todo; Emilia prefería mantener cierto escepticismo. No participaban de actividades colectivas ni de las excursiones a un río al que todos iban en busca de alguna señal (prometía transformaciones).

La hostería quedaba a dos kilómetros de la casa, una distancia prudencial para mantener la independencia de las actividades de todos. A Clara le sorprendió no encontrar a nadie en la recepción, tampoco en el comedor o en la sala, porque le habían dicho que estaban completos, la suya era la última habitación disponible. Mucha gente venía en esas mismas fechas desde pueblos vecinos a festejar el fin de año a la fiesta famosa en la plaza central. En la recepción vio que colgaban llaves de cinco habitaciones y dedujo que los otros pasajeros ya habían salido. En cuanto se acomodó en el cuarto verificó que hubiera buen wi-fi y se tiró en la cama a dormir. Se despertó casi al atardecer y recién entonces se dio cuenta de que no había pegado un ojo en las doce horas de viaje, abducida por las cartas de Flaubert. Estaba ansiosa por ver a sus amigos en su etapa serrana. Más despabilada después de una ducha, miró por la ventana del cuarto y le gustó que diera a la parte de atrás, silenciosa. Tampoco encontró a nadie cuando salió y dejó la llave en el mostrador. El aire ligero del atardecer la recibió en el jardín y se sintió muy contenta de estar ahí. Cruzó a los saltitos por las lajas del sendero hasta la calle, verificó en su teléfono la ubicación que le había mandado Pablo y se lanzó a caminar con trancos largos los dos kilómetros hasta la casa de piedra. Se dijo en voz alta: “¡De pronto siento más energía!” y lanzó una risita. Emilia y Pablo la esperaban ansiosos. “Teníamos miedo de que te agarrara la noche”. “No hay luz en el camino”. “A la vuelta te llevamos con el auto”. “Sos una terca, no me dejaste que te fuera a buscar al micro”.

Clara los encontró contentos (ella también estaba emocionada de verlos después de un año); enseguida notó que había desaparecido la tensión en la mirada de Emilia y que unas canas nuevas matizaban el pelo larguísimo marrón oscuro; le pareció que Pablo había engordado. Recorrió la casa muy rápidamente y vio el Uritorco desde la ventana ubicada estratégicamente como un mirador hacia el sur: el cerro se alzaba como una mole imponente y callada. No le gustaría tener esa presencia como testigo de su cotidianidad, aunque podía imaginar que no siempre había estado ahí y ese movimiento la alivió. Los escuchó con gusto contar mil y una anécdotas sobre las costumbres locales, los vecinos del pueblo y los que habían llegado desde la capital, como ellos. Ella quería captar el ánimo benéfico del lugar y sus rutinas. La belleza de la naturaleza estaba a la vista. Les contó entusiasmada su fascinación con la correspondencia de Flaubert: los usos inequívocos de nuevos términos que él generaba en el lenguaje y la posibilidad de crear una nueva realidad con esas palabras. ¿Conocía Emilia la etimología de “maelstrom”? Terminaron derivando hacia el extraordinario Diccionario de lugares comunes y la ironía feroz, y a la vez sentimental, en el gesto de querer combatir la estupidez humana.

Al llegar de vuelta a la hostería vio que solo colgaba la llave de su habitación, las de las otras habían desaparecido y dedujo que estarían todos durmiendo. Al día siguiente se despertó temprano por las voces excitadas de los otros pasajeros en el pasillo y puertas que se golpeaban. La señora que le sirvió el desayuno le contó que todo se alborotaba los últimos días de diciembre, por eso la dueña entraba y salía envuelta en preparativos; los otros pasajeros habían ido al Uritorco, en un ascenso no muy difícil porque se trepaba por un sendero o picada. Le preguntó si ella iba a subirlo. Clara le contestó: “No creo. Vine a visitar a unos amigos y no estoy equipada, además no somos amantes de las alturas”.

Pablo y Emilia pasaron a buscarla para recorrer el pueblo y mostrarle la plaza donde se haría la gran fiesta de fin de año, con música y baile para todos los gustos; se despediría a la Nochevieja siguiendo el calendario gregoriano, desde las 20:00 hasta las 6:00 del 1 de enero. La única consigna era ir vestidos con ropa clara y con algo rojo. A Clara le llamó la atención la cantidad de oferta de “una nueva espiritualidad” en los puestos de la feria de artesanos. El trato era atentísimo; en un local de aromaterapia y chucherías la vendedora le dio la bienvenida con una inclinación de cabeza y cuando Clara se decidió por unas pulseras para llevar de regalo se las envolvió y se las entregó como si fueran una ofrenda. Tomaron un café en un bar y el mozo, tanto cuando traía algo a la mesa o se alejaba, pedía permiso, una amabilidad que le resultó sobreactuada a Clara, incluso cuando intentó recomendarles paseos o meditaciones en un dojo en la base del cerro sin que nadie se lo pidiera. Pablo y Emilia le aclararon que ellos no eran turistas, que vivían ahí, y el muchacho se disculpó por la intromisión. En la calle Pablo aclaró que nunca iban a tomar café al pueblo, no tenían el hábito, rara vez salían de la casa, y agregó: “En realidad casi no hemos cambiado las rutinas de Buenos Aires”.

A la tarde Clara pasó por la hostería a ducharse y cambiarse de ropa. Como siempre reinaba el silencio. Al mirarse en el espejo del baño notó la nariz y los hombros enrojecidos y calientes: el sol no se sentía por la sequedad del clima pero su efecto no era benévolo. Cuando salía de la habitación oyó un ruido inesperado y se asomó a la recepción: los vio entrar, atropellados y triunfales. Serían diez o doce, todos acalorados, cada uno con bastón de caminata de aluminio; al cruzarlos con una mirada rápida registró los borceguíes recién estrenados, los rompevientos atados a la cintura, jeans impecables, anteojos de sol espejados y mochilas livianas. Decidió no detenerse a dejar la llave en el mostrador, dijo un “buenas tardes” general y se escabulló hacia el jardín.

Esa noche mientras cenaban un risotto de hongos, especialidad de Pablo, Clara comentó que, aunque le parecía un poco afectado, le gustaba el trato personal tan dirigido o directo, por contraste con la experiencia cada vez más frecuente en la capital. Había ido a visitar a un amigo y al presionar el timbre del portero eléctrico en la entrada al edificio vio, a través del vidrio, una pantalla vertical de tamaño considerable donde se proyectaba la imagen de un empleado sentado detrás de una mesa de escritorio. El encargado de la seguridad se sentaba en esa silla durante horas y vigilaba los metros de calle que abarcaba desde su ángulo de visión y observaba quién entraba y quién salía. ¿Era de carne y hueso? No podía asegurarlo, parecía un bot. El amigo no lo mencionó al darle la bienvenida y ella no se animó a preguntarle, quedaría ridículo demostrar tanta falta de discernimiento. Esto mismo lo veía cada vez más, proliferaba en los edificios de pretendida modernización, hasta que se animó a preguntarle a una amiga en confianza. Le contestó algo que la desconcertó: “Seguro que es un humano que se hace pasar por bot”. El hombre imitaba al robot en la mirada muy fija de huevo duro, en los gestos lentos, incluso la piel anaranjada, compacta como la cera, tenía un brillo artificial muy logrado. El tipo prefería que la gente creyera que era un robot.

Eso la alarmaba, confesó Clara. Que la gente fuera adoptando rigideces y convenciones que los dejaban a salvo del contacto humano siempre imprevisible, azaroso. Advertía que la incorporación de la IA a cada acto o área del pensamiento iba penetrando la vida diaria de la ciudad y de los amigos que gozaban y padecían al mismo tiempo el mundo evolucionado en cada uno de sus planos: notaba que determinaba los intercambios y, en lugar de lograr que los bots se parecieran cada vez más a los humanos, los humanos se iban pareciendo a los bots. Los imitaban, al principio de una manera graciosa o burlona pero después el modo quedaba adherido, era un lenguaje contagioso y no se lo podían sacar de encima. Se asumían formatos más cómodos (¡”se formatean!”, gritó Clara). Se hablaba a través del chateo, cada vez más escueto y monosilábico, lleno de fórmulas esquemáticas, con menos variedad de palabras, no con el ida y vuelta inesperado de la conversación, donde se juegan las modulaciones y los tonos y el entendimiento es más directo. El chat era como hablar por señas.

“Sin embargo, nadie te hace hacer nada, no estás obligada”, dijo Pablo. “Son las personas que prefieren ser conducidas las que se prenden en las corrientes”. Emilia escuchaba en silencio hasta que lanzó con una carcajada nerviosa: “¡Ahora todo es contact-less!”.

Cuando la llevaban en el auto de vuelta pensó en el libro que la esperaba en la mesa de luz. ¡Qué felicidad reencontrarse con los dilemas de las cartas de Flaubert y Baudelaire! Siempre era más agradable pensar los problemas de otro tiempo.

Al día siguiente Emilia y Pablo le cuentan que un conocido acaba de volver de la ciudad con novedades. Las oficinas públicas habían empezado con la eliminación de los recepcionistas y los habían remplazado por robots, y muchas empresas privadas los imitaban. Clara pegó un respingo. Emilia agregó: “Lo paradójico es que robot viene de robota, en ruso y en checo quiere decir trabajo duro, prestación personal”. “Si encontramos la paradoja, diría Flaubert que no estamos aceptando las cosas como dadas, estamos pensando y estamos vivos”, agregó con una sonrisa cómplice.

Esa noche, ya en la cama, Clara no podía dejar de pensar en la imagen de los robots copando las recepciones. ¿Qué sería estar vivos? Ellos, Emilia y Pablo, se habían apartado de un mundo ruidoso que no paraba de reproducir formatos entre las personas, con los espacios y las cosas. Aunque pareciera voluntarioso, prendía la fantasía de olvidarse de esos modos predeterminados y, en cambio, proponer configuraciones propias, elásticas. Sin embargo, la aspiración final no podía ser alcanzar una vida saludable, con “calidad de vida”… Una buena vida era otra cosa. Tal vez justamente eso, la lección de Flaubert: un desafío, abrir caminos, algo nuevo por vivir.

Al apagar la luz y cerrar los ojos recordó que ya era 31 de diciembre, el último día del año, y la plaza se estaría vistiendo de fiesta para recibirlos.