Ciertamente, hay pensamientos que se piensan a sí mismos, que se piensan solos, tal vez siempre sea así pero no nos damos cuenta. Ajenos a uno mismo, a pesar del esfuerzo que hacemos por sentirnos dueños de lo que pensamos. Si empiezo de este modo la sesión es que la cuestión que me tiene tomado viene haciendo su trabajo de zapa, a veces me canso... yo me canso pero... qué decirte... la cosa sigue sin mi anuencia, eso es lo peor, lo que se piensa a sí mismo no pide autorización. Esto es un problema porque uno se reconoce en lo que piensa, cree no ser más ni menos que eso, y sin embargo... Algo de esto se me ocurría, a propósito de lo que quiero contar, mientras venía. No, no me puse filosófico, es algo que pasa con el soñar. ¿Se sueñan a sí mismos los sueños? No pagan entrada, nos asaltan dormidos. Esta evidencia me llevó a algo más... sí, ya lo sé, recién dije que no me ponía filosófico y estoy al borde... En fin, digo algo evidente pero que pasamos por alto a pesar de que se trata de algo decisivo. Es habitual manifestar que algo no se nos ocurriría ni en sueños... No obstante, tengo un sueño, dijo Kirchner al asumir como Presidente. ¡Ni soñando!, nos ofuscamos si pretenden imponernos lo que nos contraría, y así sucesivamente. Hete aquí lo que pocos se preguntan: ¿contamos, confiamos, nos apropiamos de nuestros sueños? Que yo sepa, el diván es único sustento para atenerse a un sueño si no nos acucia la urgencia. ¿Cómo? ¿Que el diván mantiene vigente lo que al inaugurar el siglo XX Freud publicó con el título La interpretación de los sueños? Sí doc. Y como no se trata de preámbulos sino de que mientras hablo estoy pendiente de cómo diré lo que me parece decisivo pero es volátil como un sueño escurridizo, qué digo, imperceptible... Lo sé, doc., no es necesario que otra vez me lo señale: el dislate filosofante es mi debilidad, quizá mi tendencia cuando algo me muerde el culo... No envidio el culo a los filósofos.

Pasa que esta madrugada desperté de un sueño, tal vez un sueño me despertó... y al volver a la vigilia una mujer se escabullía, deshilachándose. Un vaho de mujer arrasado por un viento entrado al dormitorio que dejó la estela de un sentimiento de celos... de celos retrospectivos, doc. El reloj me indicó que eran poco más de las tres de la madrugada. Ajena a mi desventura Irina, mi mujer, dormía a mi lado. Envidié su placidez, sospeché de ella. Sí, doc., hay oxímoron en mujer y placidez.

No sé si es adecuado mentar celos retrospectivos, no se me ocurre otro modo de referirme a lo que sentí. Las noches anteriores yo había querido tener sexo con Irina, ella se había negado aduciendo que últimamente no se estaba sintiendo bien. No había razones para celarla, no obstante... fue lo que sentí a la madrugada. No somos pibes, un asunto celotípico a esta altura del partido carece de entidad... o debiera. En pocos meses cumplo los ochenta, Irina no me va en la zaga. Pero a diferencia de lo que dicen mis amigos, Irina y yo no hemos perdido... en fin... no hemos perdido, gran palabra, el partido sigue jugándose. No hemos dejado de coger. ¿Que quien coge tiene la sensibilidad abierta y los celos son evidencia de que el erotismo es nuestra parte problemática? Sí, doc., pero hay algo... los celos retrospectivos.

Volviendo al sitio del que irse no es posible: un errático, errabundo sueño de mi vida me despertó avivando una retrospectiva de celotipia. Usted sabrá decirme, doc. si Freud consideró el íntimo encuentro de los soñantes. ¿Qué sueño iluminaba el deseo de Irina cuando yo, desasosegado despertaba del mío? ¿Qué sueño de su sueño? ¿Qué de lo por mí soñado iluminó esa sonrisa esbozada que al despertar vi en su rostro y que... lo sé, hace cincuenta años me enamoró? Irina es esa sonrisa, sombra de un sueño. Rezagado, rebelde al rezago, rebelde a imágenes que no capto, una música desvaída persistía con su letra, un bolero: Supiste esclarecer mis pensamientos, me diste la verdad que yo soñé, ahuyentaste de mí los sufrimientos en la primera noche que te amé. Hoy mi playa se viste amargura... ¿Cuál? ¿Cómo? Sin amargura, a mi lado, con placidez Irina y sin embargo... Éramos tres, yo con los compases que se impusieron al despertar, mi sueño desvaído e Irina a mi lado, abstracta como sombra de sonrisa. Sí, doc., nadie más abstracto, inmediato y lejano como una mujer, lejana y próxima como cuerpos entrelazados, que en un sueño sonríe. Próxima como la que por años comparte cama, ajena como el sueño que la proximidad comparte. ¡Qué digo... imparte!

Desasosegado, me levanté. En vez del previsible vaso de agua me serví un whisky. Sentado en la cocina recordé la vez que hace años percibí, en el transcurso de una reunión, que sentada frente a alguien ella insinuaba, como en un batir alas de mariposa, un abrir y cerrar de piernas. ¡Y qué contundente puede resultar una insinuación! Recuerdo mis celos, mis devaneos cuando la increpé, y también otras veces que fueron evidencia de mis dislates... otras veces, otras voces, algo hablaba por mí. La reconozco, ahí está, la perentoriedad de mi madre con sus proclamas sobre la fidelidad. De a poco fui sabiendo que esa moralina dirigida a mí eran dardos para las orejas de mi padre. Lo mío, presumo que como con tantos hijos, fue estar al medio, emparedado jamoncito, familiar relleno de sándwich. Todavía recuerdo la vez que en mi adolescencia mi madre me advertía del riesgo en la relación con las mujeres, porque todas eran... a lo que interrumpiéndola le dije: “mamá, vos sos mujer”, y ella, impasible, respondió: “yo soy tu madre”. Nunca le fui infiel a Irina, quizá menos por devoción hacia ella que por adecuación a mi madre. ¿A quién debiera serle infiel si me atreviera? Vaya pregunta. Sí doc., esto atañe a mi padre con mi madre, a mi jamónica crianza, al aleteo de mariposa de Irina, a mi refrenada condición erótica a pesar del enervamiento... y siguen las firmas.

En lo que concierne a Irina y a mí, han sido años de pasión, convivencia, sospechas y reencuentros. Pero lo de anoche fue impactante. La sonrisa en sombra de su dormida, tranquila sonrisa, mi desasosiego, quizá sueño de su sueño, enigma recursivo... y el tiempo de despertar a la volátil consistencia que al envolvernos nos destina, nos desatina.

Carlos D. Pérez es psicoanalista.