A lo largo de la historia se ha comparado al clítoris con el pene, olvidándose de la vagina. Se ha querido saber dónde estaba ese famoso botón donde se escondía el intríngulis de la evidencia del orgasmo femenino, tanto se quiso saber de esa zona clitoriana que los estudiosos lo llamaron aparatosamente Punto G. Hoy se puede ubicar, hasta contabilizar acciones pragmáticas para encontrar ese tesoro milimetrado en esa pared anterior de la vagina “a tres centímetros de la abertura” como miden los científicos norteamericanos que escriben en grandes y pequeñas revistas científicas que han investigado en miles de mujeres, la localización exacta.
Lo que nos es tan claro es el lugar que ocupa la imaginación, el deseo y la prohibición en el goce sexual y la necesidad de una narratología erótica para alcanzar eso insondable y asombroso de la naturaleza humana que es la vagina.
Los cuentos eróticos siempre han sido fuente de inspiración para la entrada a esos lugares tan misteriosos. La vergüenza de tantos siglos de moralidad represiva se sigue destronando, a pesar de los movimientos reaccionarios, empujados por los movimientos feministas, y el conocimiento de cómo el poder se entromete en nuestros cuerpos y goces.
Sería lindo recorrer la historia, ir por ejemplo al siglo XVIII, a Francia, a un tiempo considerado modelo del arte de amar y de gozar. Su literatura erótica fue muy prolífica, no solamente por el llamado movimiento del libertinaje sino también porque aparecieron nuevos géneros literarios como los cuentos de hadas eróticos y de genios hacedores de deseos, literatura que fueron fuente de inspiración del material erótico-pornográfico del siglo XX.
Esos cuentos insuflaban la imaginación, mientras se preparaba el acto o luego de llevarlo a cabo, dejaban alguna enseñanza acerca de la virtud y el gozar. Entre los vestidos de la época, entre los corsetes, se llevaban esas palabras que inspiraban tanto pedagogía de la imaginación y el deseo, como una de las posibles entradas a lo desconocido del goce femenino.
La pedagogía del libertinaje incluía a una aprendiz, una virgen “liberal” por lo general, a quien le enseñaban en acto cómo animarse a gozar. A diferencia de la sexología que nació a finales del siglo XX que era heteronormativa, necesitada de un hombre y una mujer no vírgenes, pero sí ignorantes de los puntos de la imaginación necesarios para gozar, tomó en sus manos “científicas” la educación sexual al igual que en el siglo XVIII lo realizaba de una manera diferente el libertinaje. Las páginas más brillantes de este movimiento fueron obras de autores perseguidos, encerrados, que debían ocultarse bajo el anonimato. El Marqués de Sade fue uno de los autores más renombrados. Sus libros eran llevados bajo la ropa. Esta literatura caía bajo la prohibición de la autoridad.
Hoy hablar de lo sexual no lleva a ninguna cárcel o prohibición, todo lo contrario, aparece en los grandes medios de comunicación, hoy lo sexual pareciera sólo una forma de “manoseo adecuado” entre hombre y mujer heteronormativos que los deje más o menos satisfechos a ambos o alguna más que al otro y otra… después de sendos y múltiples orgasmos. Los órganos genitales no son instruidos sino constreñidos a una vida sin color.
Se cuentan historias de aquellas época, una de Diderot, quien animiza al órgano femenino que comienza compulsivamente como una segunda boca a contar lo que realmente pasa con la dueña de ella y con ella misma, los verdaderos deseos y ansias que la recorren. Un sultán del Congo le confiesa a un genio que se aburre y que le gustaría conocer las aventuras de las damas de la corte, el genio le entrega un anillo de plata y le dice: “Todas aquellas que dirijáis el anillo contarán las intrigas en voz alta, clara e inteligible... por medio de sus joyas”. Un sinónimo más de una larga lista, quizás ninguna otra palabra tenga tantos: pochola, cachucha, almejita, coño, cholga, la cola de adelante, cotorra, cajeta, concha y tantos otros.
A pesar de no creerle al genio, prueba el anillo y ¡cuál es su sorpresa! cuando comienza a oír murmurar bajo la falda el sexo de cada mujer a la que apuntaba. Las cosas que se iba enterando. Una la hace tomar baños astringentes de agua de mirto desde hace quince días para hacer creer a su futuro esposo que era virgen. ¡Qué tiranía con el goce de la mujer, eso de la virginidad hasta el matrimonio! Por suerte en aquella época, el matrimonio era a los catorce años, aunque pensándolo bien, en realidad era un abuso, era la obligación social de tener sexo con el hombre que pudiera aportar una gran dote, elegido por el padre y la madre para su bien, que tuviera una inmensa dote.
El famoso sultán va probando en treinta mujeres su anillo, comienza a anotar no solo lo que cuentan con sus joyas sino cómo reparten su tiempo entre una boca y otra, esas mujeres que, medio desesperadas, enseguida ponen bozales a sus bocas secretas para impedirles hablar. Una vagina cuenta una historia, cómo su ama está tejiendo su himen para aparecer como virgen frente a su prometido. ¡Qué escabroso!, por la vagina ha pasado la humanidad, y pasaron y pasan todas las exigencias sociales y sobre todo la increíble presión social que cayó y sigue recayendo sobre las mujeres.
Algo pasó con el ser humano que lo llevó a pensar que solamente el goce sexual se realizaba en el acto sexual, atravesando alguno de los agujeros femeninos, una limitación que hizo separar el acto del goce, y todo ello porque la historia no es sino la historia represiva que recayó en los órganos genitales y, sobre todo, en el asombroso e insondable goce de la vagina.
Martín Smud es psicoanalista y escritor.