A muchas se nos presenta en nuestro imaginario el deseo de descansar, dejar el agotamiento y el hastío de una vez por todas, cumplir ese anhelo no concedido en un contexto donde a nosotras, las mujeres que maternamos, nos toca la peor parte.
¿Nos toca? ¿La elegimos? ¿La aceptamos como uno de los tantos desafíos personales que nos imponemos?
Coquetear con la muerte es un juego de seducción irremplazable, esa bocanada de aire fresco que nos despabila del agobio y la angustia, que nos corre de las responsabilidades ineludibles. Pero ¿cuánto hay de deseo real en ese toma y daca con la carta guardada? ¿Qué se nos juega cuando la muerte, sin rodeos, impone los plazos arbitrariamente? ¿Cuánto nos pesa la obligación o decisión de vivir por los otros, por los que criamos o nos criaron, por las causas justas, por las otras mujeres?
La tarea de cuidar y el camino de militancia que comenzamos nos necesitan a cualquier costo. Entonces seguimos, con lo que queda de carne sobre nuestros huesos.
Cecilia Solá, escritora y militante por los derechos humanos, conoce al dedillo el color de la carne secada al sol en las rutas chaqueñas, de cada mujer asesinada. Sabe de trapear pisos inundados de sangre recién arrancada de alguna piba. Lucha hasta que la voz se le hace un hilo. Mientras, la muerte lee una revista en el hall de entrada de su casa.
“Yo tengo fecha de caducidad”, nos cuenta. Después de una intervención y quimioterapia, el cáncer hizo metástasis y se volvió mucho más agresivo. El médico fue quien habló de escasos meses de vida. “Me sometí a la medicina tradicional machista sin estar convencida. Hoy me arrepiento”, cuenta.
Las decisiones sobre nuestros cuerpos, aún en mujeres en las que el empoderamiento nada en sus venas, sigue siendo una cuenta pendiente. ¿Hasta dónde podemos elegir cuando el espiral comienza con la supuesta responsabilidad no ejercida de priorizar nuestro autocuidado? La postergación de chequeos médicos, controles y estudios específicos para prevenir ciertas enfermedades es una constante a la hora de realizar una anamnesis de las pacientes.
En general no nos queda tiempo para nuestra salud, primero los hijos, los adultos mayores a cuidar, las dobles o triples jornadas laborales precarizadas, hacen que la salud pase a un tercer o cuarto plano en la rutina anual. Entonces, qué le vamos a torear al hombre hegemónico con el saber sin fisuras en la punta de la lengua.
“Las mujeres argentinas se preocupan más por la salud de su familia que por su propio cuidado. Dejan la prevención en el último puesto de prioridades, allí al final de la lista, luego de muchas otras causas que califican mejor que su salud”, explica el Dr. Rubén Kowlyszyn, oncólogo clínico.
“No tengo tiempo”, es el principal argumento de muchas mujeres. En todo el mundo, las mujeres, en comparación con los hombres, dedican de 2 a 10 veces más tiempo al cuidado de hijos, adultos mayores y familiares enfermos.
Las mujeres somos las cuidadoras por default. La tasa de participación de las mujeres en actividades domésticas no remuneradas es del 88.9 por ciento mientras que la de los hombres es del 57.9 por ciento. El 83,2 por ciento de las mujeres son las responsables del cuidado de adultos mayores, mientras que sólo el 16,8 por ciento de los hombres asumen esa tarea.
“La maternidad nos va a demoler hasta el último día de nuestras vidas. Fui mamá muy chiquita, tenía 20 años. Yo sentí siempre una enorme obligación. La maternidad la transité como una ráfaga. Fui madre porque nadie me dijo que podía no parir”, continúa Solá.
Hoy se resiste a la idea de cambiar de roles en la tarea de los cuidados. Aquella obligación inapelable de vivir por los hijos en el medio del campo, ser docente, trabajar a destajo para darles de comer y construir una familia más o menos digna a los ojos de una sociedad miope, la siente de carácter intransferible y se niega a pensar en poner el peso de la enfermedad sobre los hombros de sus hijos.
Un diagnóstico irreversible para una medicina que no pudo con las respuestas, la pone en jaque. El deterioro de la salud tiene un correlato en aquel cuerpo deseante y deseado. ¿Hay lugar, en un escenario de estas características, para pensar en el goce?¿Cómo es mirarse al espejo y no encontrarse en la imagen de devuelve?
“Yo ya no me miro al espejo, me maquillo mecánicamente. No me miro al espejo ni en ropa interior ni desnuda desde que empezó todo esto. Peso 35 kilos. No me siento cómoda con mi cuerpo”, continúa.
Mientras tanto, una fuerza descomunal la devuelve a las calles cada vez que el sistema destruye a mujeres e infancias. Su militancia se imprime en su piel y en las páginas de su última novela, Serpientes en el Espejo: un recorrido brutal, escrito con una belleza infinita, por el entramado de redes de trata, abuso de poder, connivencia policial y judicial, femicidios, en el que lo colectivo y la amistad es la única forma de resistir un poco más en un camino que parece sin salida.
“Yo necesito que algo te haga hervir la sangre frente a lo que pasa. Entonces mi comunicación es para eso, para hacerte emocionar”. Nada, ni su falta de fuerza física, ni el bastón que debe usar para desplazarse, son impedimento para plantarse en un escenario y hacerlo temblar.
¿Qué nos importa cuando la imagen de un final cercano se hace nítida?
“No sé si me importa una huella. Si alguien me va a recordar que me recuerde como alguien que intentó ser lo mejor posible con lo que tenía. Que nunca jamás hice daño a propósito. Tengo en mis manos la última elección: vivir o morir. Yo no elegí parir o no parir. Yo no elegí casi nada en mi vida, ni siquiera la profesión porque ser docente fue producto del hambre. Hoy, casi al borde de mi vida, soy por primera vez libre”.