Para Juana Libedinsky, con la torpeza del amor correspondido.
Andrew Becket está sentado en el estrado declarando como testigo de su propio juicio. El mismo que le iniciara el buffet del cual formaba parte como abogado. Es un break en la película (Filadelfia), porque su abogado comienza a hacerle preguntas sobre sus comienzos, sus ilusiones, sus expectativas, sus valores, sobre lo que pensaba de ese hombre que había sido como un padre y ahora lo miraba con una ternura que borraba todo lo inmediato. Todo lo que habían vivido juntos.
Andrew cuenta que ama la ley, su estudio, su respeto y cuidado, y que muchas veces siente algo parecido a la felicidad cuando comprende que con su aplicación hace justicia. Es un amor verdadero, porque espera ser correspondido, aunque acepta que no debe ni puede corresponderse con sus ambiciones personales.
En su último caso, el que había desatado la decisión de prescindir de sus servicios porque había presentado sus conclusiones en un término que ponía en riesgo su viabilidad del mismo, el presidente del jurado oral les anticipa a los demás integrantes del jurado la paradójica dualidad del caso más importante y trascendente que había llevado adelante Andrew y su mediocre e irresponsable compromiso de quien asumiera la decisión de elegirlo a él para después prescindir de sus servicios como abogado: si tenemos a los aviones más caros y mejores, les pregunta a los otros integrantes del jurado, ¿mandaríamos a un piloto sin conocimientos o a alguien que hayamos comprobado sus capacidades?
Al final de la película, cuando Andrew ya no está, escenas de su infancia acompañadas por una melodía de Neil Young lo muestran jugando con sus hermanos vestido de cowboy, apagando las velitas de una torta de cumpleaños, proyectando su pasado y su presente en esa fiesta de despedida en la que también sus amigos se habían disfrazado para pasar un buen rato. ¨A veces creo que conozco de qué trata el amor, y cuando veo la luz sé que todo estará bien. Tengo mis amigos en el mundo, yo tenía mis amigos cuando éramos niños y niñas y compartíamos nuestros secretos… Ciudad de amor fraternal, lugar al que llamo hogar, no me des la espalda, no puedo estar solo. El amor dura. Alguien está hablando conmigo. Llamándome por mí nombre. Dime que no tengo la culpa. No tengo por qué avergonzarme de mi amor, Filadelfia…¨.
Cada vez que vez que miro o recuerdo ésta o cualquier otra película tengo la certeza de que no hay diferencias entre la realidad y la ficción.
Y esa certeza la encuentro en el sentimiento que me despiertan. Y me digo cómo sería posible que no. Por las mismas razones que Andrew amaba la ley, Juana siente su amor hacia el periodismo, y en esa mezcla que trazan imágenes, hechos o circunstancias, busca su manera de hacerlo cada día mejor.
Tal vez sea solo una pretensión, pero sé que muchas veces se encuentra con actos periodísticos, y saber que pueden ser parte de lo que escribe hoy la hace muy feliz.
El periodismo, pero principalmente los periodistas, le enseñan y la alientan a darle otro valor a su vida, a creer en los suyos y a defenderlos y a expresarlos, y a no dejarse manipular por nadie ni creer en las intenciones de nadie aunque éstas los representen, porque el trabajo que siempre debe hacer un buen periodista es contrastar sus fuentes, datos, hechos, acontecimientos, para recién después de comprenderlos y analizarlos dar su opinión.
Le enseñan y confirman que por naturaleza un periodista es crítico. Crítico de sí mismo mientras lee una noticia, porque no se conforma con lo que le ofrece la realidad.
Wendell Holmes era un estudiante de abogacía cuando escribió lo que escribió sin saber que muchos años más tarde integraría la Corte Suprema de Estados Unidos a finales del siglo XIX: ¨Cuando nosotros, casi los primeros jóvenes que hemos sido criados en una atmósfera de investigación y rechazamos las respuestas dadas, al entrar en la lucha, ¿podemos evitar sentirlo como una tragedia? ¿Podemos evitar encerrarnos en nuestros cuartos e implorar poder no pensar?¨.
Era un estudiante que dejaba sus estudios en Harvard para ingresar como voluntario en la guerra y escribía ese fragmento desconociendo la escisión de un mundo perpetuado por la incertidumbre o atemporalidad del presente.
Por supuesto, esa íntima reflexión llevaba el devenir de una historia milenaria que retornaba con la duplicidad implícita de pautas, entendimientos, individualidades, sociedades o conceptos pulsando la tragedia pública y privada que tanto había costado asir en los espacios cotidianos y en aquellos acontecimientos que ponían a prueba la existencia de cualquier ser humano.
Un periodista no es diferente de lo que se espera un ciudadano crítico acostumbrado a vivir en democracia: evitar las respuestas dadas. Profundizar en los temas que redundan en la alteridad aguda de las relaciones humanas (y por eso mismo en la necesidad de sostener una ética), y cuestionar a quienes encarnan la verticalidad del poder.
Porque no es lo mismo un Estado que un gobierno (ni las leyes de una Constitución que una teoría económica o política), y porque esa diferencia sustancial nos permite cuestionar a quienes desdibujan sus diferencias y se las apropian.
En ese camino de aprendizaje siempre constante, Juana se da cuenta que madura emocionalmente, y que debe aceptar la soledad que implica equivocarse, porque no existe nadie que pueda eximirla de ese examen inevitable.
En un texto de Tomás Eloy Martínez que alguna vez leyó, y en el que se hablaba de Susana Rotker y se decía que su trabajo había crecido y ella era más aguda o sensible, Juana siempre reconoció lo que le gustaría poder hacer. Ambos ya no están. Pero en esa magia que no sabemos explicar los reencuentra diariamente en los periodistas que lee, escucha y ve, y de quienes aprende y sabe que va a seguir aprendiendo. Siempre.