"Me dan miedo los gatos. Para mí, un gato es un puma", dijo la entrevistadora antes de entrar a mi casa con el camarógrafo. Le respondí que yo amaba a los gatos pero le daba toda la razón: un gato es un animal temible. Para que fuese posible la nota, mi querido Didí, un metro de gato atigrado bastante poco amigable con los extraños, se quedó en mi dormitorio. Recién lo liberé una vez que la entrevistadora estuvo ya a salvo, puerta cerrada de por medio. Me quedé pensando por qué algunos amamos lo feroz. 

Recordé un documental de Werner Herzog del que me habló con entusiasmo un amigo porteño en la última visita que le hice antes de distanciarme de él y de su pesimismo amargo, de su convicción de que toda ciudad es una jungla. Me había relatado dos escenas, las más despiadadas: Herzog escuchando el audio del video sin imagen donde se registra cómo el hombre que amaba a los osos termina devorado por uno de ellos. El horror sonoro le es ahorrado al espectador, que solo llega a ver la expresión del cineasta soportándolo con estoicismo. La otra era el primer plano de los ojos de un oso grizzly y la voz en off del director, aseverando que en esos ojos sólo veía hambre. Mi amigo repetía extasiado, de memoria, aquella frase, que luego supe resumía su visión del mundo. Aquella tarde me volvió su recuerdo y me imaginé que en Herzog hallaría respuestas a mi pregunta.

Una búsqueda breve me deparó la buena noticia: El hombre oso / Grizzly Man (2005) puede verse completa gratis, con buenos subtítulos en castellano, en una página rusa (Grizzly Man (2005) | Documental Subtitulado Español) y sin subtítulos en un sitio de documentales gratis (Grizzly Man (2005) | Watch Free Documentaries Online). Y está en MUBI, además. Un extradiegético rasguido de guitarra estilo country, que parece venir desde un fogón, pone un clima de calidez a un espacio abierto como de western donde dos osos pastan mansamente en una composición perfecta. El protagonista entra por la izquierda, se acuclilla a la derecha del cuadro, mira a través de sus gafas oscuras a la cámara montada en un trípode por él mismo (o por su única compañía humana, su novia Amie Huguenard, siempre fuera de cámara) y habla. Él es Timothy Treadwell, el hombre oso. Durante 13 veranos, el avión conducido por Willy Fulton los dejó con carpa y provisiones en el Parque y Reserva Nacional Katmai, en el sur de Alaska. Herzog editó las 100 horas de filmación de Tim, que completó con entrevistas propias a sus allegados y enriquece con comentarios en off. Trata con inmenso respeto al bueno de Tim, quien a medida que se explaya en cámara me desagrada cada vez más: tierno al principio, un amoroso con los zorritos salvajes a quienes les habla dulcemente, y al final un pelotudo. "Pasa un límite que nosotros no pasaremos", observa Herzog, con acento alemán, al pie del video en el que Tim grita su paranoia contra los guardabosques que lo cuidan. La voz en off habla del personaje como si describiera una fuerza de la naturaleza, con algo de la distancia del documentalista que relataría los comportamientos de los animales en una nota de National Geographic. Pero Tim no es un animal más para él, ni un humano más; acaso un ser sui generis, un hermoso monstruo, una singularidad inclasificable.

Para Herzog, Tim es ante todo un documentalista: le elogia sus hallazgos improvisados, muestra cómo su furiosa plegaria por lluvia para que los osos puedan obtener peces del río parece resultar en un aguacero. También lo ve como un romántico, un ingenuo que humaniza la naturaleza impiadosa y que paga caro su optimismo. Pero entre la moraleja nihilista y el espaldarazo de un realizador a otro se abre un espacio salvaje, imprevisto, y es allí donde tal vez aguarden las respuestas. Tim ama a los osos, que son feroces, y Herzog admira la extraña mezcla de ferocidad, talento, dulzura y estupidez de Tim. Si me apuran diré que se puede situar a Treadwell en la tradición literaria de misantropía naturalista que desde Walden (1854) de Henry David Thoreau a esta parte y antes aún, desde las Ensoñaciones del paseante solitario (1782) de Jean-Jacques Rousseau, hasta Into the Wild (1996, donde Jon Krakauer narra la odisea de Chris McCandless), idealiza a la naturaleza como un espacio de pureza inocente no corrompida por la civilización, al punto de zambullirse en ella dejándolo todo atrás, a veces con consecuencias trágicas.

Y todo eso no me responde nada. Siento que hay en El hombre oso, sin embargo, capas más profundas que se van develando a medida que Herzog degusta el cáliz sacrificial de Treadwell. Con su cabellera rubia peinada en un indestructible corte Príncipe Valiente, y sus diatribas proferidas ante la cámara desde lo profundo de un mundo nada humano, Tim me hace acordar a alguien; y a Herzog también. "Conocí a alguien que también..." dice en off el veterano cineasta haciendo una comparación con el personaje de Tim. Y si venimos viendo su filmografía, si leímos algo de sus memorias, ya sabemos de quién se trata: detrás de Tim Treadwell se esconde mal un fantasma. ¡Piedra libre a Klaus Kinski! 

Tim Treadwell murió en 2003; Kinski había muerto en 1991. Protagonizó cinco películas dirigidas por Herzog (Nosferatu, Aguirre o la ira de Dios, Woyzeck, Fitzcarraldo y Cobra verde). Publicó una autobiografía titulada Yo necesito amor. Era, él también, una fuerza de la naturaleza. Sospecho que Herzog amó la ferocidad de Kinski como Tim amó la ferocidad de los osos. En las palabras de amor de Tim a los osos (¡Podrías devorarme! ¡Pero yo te amo!), acaso encuentra Herzog una retorcida redención: ¿realizó El hombre oso porque necesitaba perdonarse haber amado la ferocidad de Kinski? Entonces no, no se esconde el fantasma de Kinski detrás de Tim, sino detrás del oso. O de ambos. Tim es Herzog y es Kinski, es el devoto de la ferocidad y es el misántropo que se fusiona con lo no humano o lo reivindica a expensas de la civilización. Una verdad atávica más allá de lo social, un Urwald, un bosque primoridial, tal la utopía estética del expresionismo. Y la dupla Herzog-Kinski es digna representante, en cine, de la tradición del expresionismo. 

Treadwell era americano, y mucho más dulce que Kinski; es un cineasta, como Herzog. Quizás en El hombre oso haya logrado Herzog un clivaje necesario para su salud mental, una división de objeto: separar al Kinski que él amaba y admiraba, el Kinski artista (Tim Treadwell, para Herzog, es también y ante todo un artista) del Kinski feroz, amenazador, representado por los osos. Sólo en ese plano que me señaló mi antiguo amigo, el de los ojos del oso, se atreve Herzog a bajar una línea filosófica. Cuyo pesimismo extremo se contradice con los datos que acaba de dar en el plano anterior: el oso que osó comerse a Tim y a Amie era uno desconocido, muy mal llevado, que no se entendía bien con él. Los otros osos, los que lo conocían y le estaban habituados, en esos trece veranos no lo tocaron. Hubo ahí alguna inhibición, no diré un respeto, pero sí cierta modulación del hambre ciega que Herzog cree leer en sus ojos. ¿Por qué amamos, entonces, lo feroz?

¿Acaso proyectamos en lo feroz nuestra sombra y la sombra de aquellos que amamos?