En un lapso muy breve de tiempo, nos acaban de dejar tres figuras fundamentales de la vida cultural, el pensamiento político y el movimiento peronista. Me refiero a Horacio González, Mario Wainfeld y Eduardo Jozami. Una pérdida irreparable de un grupo de compañeros que he tenido la suerte de que me honraran con su amistad.

Sus aportes intelectuales y militantes fueron enormes, pero en estas líneas me interesa reflexionar sobre la participación que especialmente los dos primeros tuvieron en la experiencia de la revista Unidos; posiblemente la mejor publicación que surgió de las filas del peronismo desde la posdictadura hasta la fecha. Esa revista comenzó a circular en los albores de la década del 80 y tuvo como director a Carlos "Chacho" Alvarez, dirigente meritorio en aquellos años que decidió recluirse luego de su renuncia a la vicepresidencia en el año 2000 y la extinción de la fuerza que él mismo había prohijado, el Frepaso.

En un singular formato de revista-libro, transitaron en sus páginas dos inquietudes primordiales. La primera de ellas, auscultar en toda su densidad al peronismo luego de la derrota electoral de 1983 en manos de Raúl Alfonsín. Aquel insólito resultado no exigía únicamente consideraciones coyunturales o tácticas, sino una indagación más penetrante sobre el acontecimiento de un movimiento por primera vez vencido en elecciones libres y transparentes.

La fibra cultural del peronismo siempre lo llevó a autopercibirse como una mayoría esencial e imbatible, solo alterada por la violencia o el fraude. Apalancado en las baterías argumentales del historicismo revisionista, el aparato hermenéutico nacional y popular consideraba a los comicios como mera consagración de una veta idiosincrática de la nación acallada en ocasiones por las confabulaciones oligárquicas.

Unidos tuvo el rápido talento para advertir de que se estaba en presencia de mutaciones mucho más profundas que un mero traspié, y que se imponía por tanto una revisión sesuda y sin medias tintas sobre los senderos que habían conducido a un inesperado ciclo de la política nacional. Visto en perspectiva, aquella presunción devino muy certera. La mayoría automática del peronismo había muerto para nunca más volver. Así lo atestiguan los éxitos posteriores de De La Rúa, Macri y Milei.

Pero además, el triunfo de Alfonsín implicaba el inicio de un nuevo clima cultural en la política argentina, que podríamos llamar sumariamente liberal (en estos días lo denominaríamos progresista). Esto era por cierto bien entendible, dada la devastación ocasionada por la dictadura militar. Si en la prosapia nacional-popular el Estado era la consumación ético-institucional de una comunidad virtuosa, en los años del horror el Estado se había convertido en el tétrico brazo ejecutor de una espantosa masacre.

Alfonsín introduce una revalorización de las libertades civiles, una cartografía axiológica ajena por cierto no solo a la que había hegemonizado a la nación en el período previo al golpe, sino además no fácilmente conciliable con la épica comunitarista y antiimperialista del peronismo clásico. Nuevamente el aporte de Unidos fue señero y perdurable, pues temas como la alternancia competitiva entre partidos, los derechos de las minorías o una mayor injerencia del mercado en la toma de decisiones económicas se incorporaron con desconocida centralidad en el debate público nacional.

Y el segundo asunto que obtuvo fuerte dominancia en la revista, con obvia sintonía con el anterior, es el balance autocritico de la debacle del FREJULI. Casi todos sus integrantes habían integrado la izquierda peronista (en el sector denominado “Lealtad”, escisión de Montoneros que se desencadena luego del enfrentamiento de esta organización con el General Perón). Es claro que la correntada liberal de Alfonsín entroncaba con los horrores despóticos de la dictadura, pero también con el descalabro y la desembocadura violenta de los conflictos del gobierno luego derrocado.

Unidos por tanto hizo el notable esfuerzo para por un lado no suscribir un repudio injusto a la impronta igualitarista de los 70 (que el radicalismo desplegaba en base a la teoría de los dos demonios), pero a su vez asumir sin indulgencias el vanguardismo y la ceguera histórica de las organizaciones juveniles.

Sin embargo, en esta oportunidad nos preocupa detenernos en el nombre que eligió esta relevante publicación. Unidos provenía de una muy conocida sentencia que Perón pronuncia justamente en los últimos años de su vida. “El año 2000 nos encontrará Unidos o Dominados”. Ese concepto, es imprescindible señalarlo, no era solo un aguerrido estilete retórico de un Conductor agitando a sus seguidores, sino la expresión máxima de un nudo vertebral de su arquitectura doctrinaria.

Recordemos que Perón elaboró su visión del Conflicto y de la Conducción a partir de la impecable lectura de la obra de Carl Von Clausewitz. El teórico prusiano de la guerra había establecido una inescindible relación entre ésta y la política observando con detenimiento la Revolución Francesa y los constantes éxitos militares de Napoleón Bonaparte. Era la condición de ejércitos de ciudadanos dotados de un ideal emancipatorio lo que explicaba su eficacia frente a tropas mercenarias de un Antiguo Régimen solo preocupado en preservar los privilegios de nobles y señores feudales.

Pues bien, Perón afirma que tanto la guerra como la política son una “lucha entre dos voluntades contrapuestas”, y es justamente el Conductor el encargado de agrupar y orientar el conjunto de fuerzas morales diversas que se expresan en el campo de batalla (o en el drama de la historia política de una nación agredida por los imperialismos de turno).

No obstante, en este punto la influencia principal no es Clausewitz sino Colmar Von Der Goltz, quien a fines del siglo XIX redacta un libro de honda repercusión en el pensamiento de Perón (“La nación en armas”). Se retorna allí a la yuxtaposición entre guerra y política, sosteniendo que un desenlace victorioso en la contienda empuja a un compromiso estricto de todos los miembros de la nación en esa conflagración decisiva. De otra manera, la vasta diversidad de un pueblo (de intereses materiales, de ideologías) debe subordinarse a un objetivo superior para doblegar la poderosa voluntad beligerante del enemigo. Un antagonismo clave (Mao Tsé Tung lo llamará años después “contradicción principal”) exigía deponer diferencias secundarias detrás de una encrucijada sustancial.

La traducción al léxico doctrinario de Perón es evidente. Ya en el plano de la Conducción Política, implica dejar por fuera de nuestro lado de la trinchera solo a un pequeño núcleo de Vendepatrias. Veamos un ejemplo (entre tantos otros). José María Rosa (nacionalista católico) y Rodolfo Puiggrós (marxista leninista). Alas heterogéneas pero fructíferas del movimiento nacional de liberación.

Volviendo a Unidos, en su número 11 Horacio González publica un artículo extraordinario (“La revolución en tinta limón”), donde se interna en la correspondencia entre Perón y John William Cooke que se sucede entre 1956 y 1966. Horacio tenía una especial predilección por Cooke y en esa polémica no solo anidan riquezas teóricas (los posibles entrelazamientos entre nacionalismo y socialismo, entre la Revolución Cubana y el peronismo, entre clase y pueblo), sino que contiene además un debate álgido acerca de la estrategia para retornar al poder en el marco de la llamada "Resistencia”.

Arturo Jauretche también interviene en ese dilema, sosteniendo la importancia de recomponer el Frente Nacional del 45, lo que conllevaba entre otras cosas reconvocar a los sectores medios que se habían apartado disgustados con las arbitrariedades de Perón.

Cooke, que sentía gran respeto por el exforjista, discrepa severamente con él en esta materia. El peronismo no habia caído por su sectarismo, sino por sus ambivalencias ideológicas y su heteróclita composición de clase. Entusiasmado por la Revolución Cubana a partir de 1959 la toma como referencia aplicable; lo que incluso lo inclina a idear paulatinamente que el retorno al poder no será vía elecciones sino a través de una insurrección armada.

Pues bien, mientras Cooke reclama homogeneidad ideológica (detrás de un marxismo celeste y blanco) Perón no abandona las lecciones de las teorías prusianas de la guerra e imagina una polifónica sumatoria de voluntades dispuestas a desplazar a la dictadura y relanzar un proceso guiado por las conocidas tres banderas.

Es difícil dictar un veredicto sobre este desacuerdo, pero cabe decir esto. En un punto ambos estaban completamente equivocados (tras las bambalinas de la historia no se incubaba algún tipo de socialismo sino una brutal reconversión capitalista comandada por el General Videla). Sin embargo, visto ese sangriento desenlace la razón parece estar del lado de Perón. Pues a mayor poder de ese (agazapado) enemigo mayor amplitud demandaba el Frente de Liberación. Cabe aquí la pregunta. ¿Si la “izquierda” y la “derecha” peronista hubieran atisbado la magnitud de ese peligro, habrían mantenido el fraticidio que abrió las puertas del infierno?.

Por supuesto que (valga la paradoja) Unidos nunca hizo de la Unidad un fetiche. Basta con señalar que provocó una drástica ruptura con la llegada del menemismo, al que acusó (con absoluta razón) de ser una grosera malversación de los principios más elementales del peronismo. No parece ser este el escenario actual, donde algunas discrepancias devienen nimias frente al predominio de la ultraderecha. Allí está por lo demás el Presidente Milei, que se vanagloria al tomar como ejemplo a los gestiones del riojano.

Todo proceso de unidad requiere resolver dos problemas. Cuál es el límite de la diversidad y, especialmente, quien la conduce. Visto el funesto gobierno que padecemos, los límites deberán ser flexibles; y respecto de la conducción recuerdo una frase de Néstor Kirchner: “El peronismo es como un gran barco con muchos camarotes. El tema es quien maneja el timón”. El timón, creo, debe quedar en manos de Axel Kicillof, que ha mostrado hasta aquí consistencia ideológica y capacidad para oxigenar socialmente al kirchnerismo.

 

Las absurdas internas que carcomieron al Frente de Todos, las enigmáticas rencillas que mellan al gobernador de Buenos Aires y la calamitosa diáspora electoral del peronismo santafesino invitan a pensar que algunos dirigentes veneran a Perón en el momento de las efemérides, pero practican poco y nada una de las principales enseñanzas de su sabia doctrina.