Hay gente que se cree cualquier cosa, sobre todo cuando les conviene creérselas. Está el blanco pobre que se siente superior al morocho por lo único que tiene, el color de su piel. Está el nieto de inmigrantes pobres, analfabetos, pateados por los nobles, que llegó a la clase media y ahora mira desde arriba al criollo. Está el que viaja sólo como turista y cree que los negros tienen que ser alegres y obsequiosos, o son delincuentes. Debe ser fácil la vida vista con estos lentes, una fuente de consuelo en un país sudaca y marrón como este: no serás nada, pero ahí están todos esos por abajo tuyo.
A la vez, esta mirada permite tener certezas enormes sin el esfuerzo de pensar o estudiar. El racista manda fruta como si estuviera bajando el Sinaí con las tablas de la ley, cómodo en su pereza mental. Un ejemplo lo dio esta semana el ex concejal PRO de Mar Chiquita Sergio Santana, que se quejó del "turismo marrón" que tomó la costa atlántica. Es un clásico, muy popular desde los tiempos en que el peronismo "arruinó" la Mar del Plata de palacios con hoteles sindicales y laburantes en la playa. Santana invirtió todo su capital fenotípico, de pelo oscuro y ojos claros, agregando que se refería a los "negros de m" que, aclaró luego, quiere decir "negros de mente".
Que se sepa, el ex concejal de pueblo no es neurobiólogo o psicoanalista como para conocer los tipos de mentes posibles. Hincha de River, padre de cuatro, sus redes sociales no lo elevan como un modelo de refinamiento intelectual o elegancia. Esto, si lo que quizo decir es que hay gente vulgar y desordenada, de mente "negra". Algo de eso amagó cuando se refirió a los turistas que ensucian y matan delfines para sacarse una foto. Esto es, se comportan como... negros.
Esto es mero prejuicio y ni siquiera sutil. Lo mismo que quien nos preside ahora, Javier Milei, diciendo que la homosexualidad lleva, in extremis, a la pedofilia. Milei, diría una amiga viajada, "tiene issues" con estas cosas de vaselina, empomar al rival, dejarlo hecho un mandril. No siendo psicoanalista habilitado, no es cosa de arriesgar diagnósticos, pero es llamativa tanto la insistencia como las conclusiones a las que llega. Alguien podría avisarle que no todo pedófilo es homosexual, ni de lejos, y que las niñas están tan en peligro como los niños de los predadores.
Pero esto sería tensar la pereza de gentes a las que les gusta opinar sin estudiar o reflexionar. Algunos se dedican a explicar la vida de los demás según algunas manías u obsesiones propias. Un ejemplo gracioso fue un médico norteamericano de mediados del siglo 19 que se especializaba en temas digestivos. El hombre estudiaba duro el tema, no muy entendido en la época, pero además le gustaba la teoría política y mezcló todo en uno de los grandes asuntos de su época, el exterminio de los indios. Un debate era si las Primeras Naciones merecían existir o debían ser desaparecidas de una vez, con lo que nadie paraba de hablar del carácter indio. El médico puso su granito de arena, explicando que los indios eran agresivos y poco confiables porque sus mujeres no sabían cocinar. Allá van los bravos a cazar sus búfalos y vuelven cargados de buena carne y pieles. Sus mujeres mal cocinan el botín y los guerreros sufren dispepsia. El buen médico resolvía el drama de la resistencia indígena a la limpieza étnica como un caso de indigestión colectiva, solucionable con Alka Seltzer.
En el fondo, el problema es el pensamiento racialista, precursor del racismo. El racialismo quiere explicar las actitudes de la gente por supuestas características étnicas que todos, todos los miembros de un grupo compartirían. En sus versiones suaves, el racialismo te explica que todos los alemanes son puntuales, los rusos borrachos, los chinos misteriosos, los negros buenos bailarines, los mejicanos siesteros. En sus versiones duras, los negros son menos inteligentes que los blancos y tal vez menos que los marrones que le molestan al ex concejal Santana. El racialismo explica que el blanco, civilizado y más inteligente, tiene que hacerse cargo de las razas inferiores, guiarlas hacia la civilización, acompañarlas en su crecimiento. El paternalismo racialista es la base del colonialismo, como versificó Rudyard Kipling.
La realidad, por supuesto, ofende a estos pensamientos tontones. Los conquistadores españoles concluyeron que los indios no sabían defenderse de sus aceros y caballos. Había quedado claro, tanto en México como en el Inkari, que las armas de madera, piedra y bronce eran inferiores a las hojas toledanas, pero los castellanos no se explicaban por qué sus enemigos no se adaptaban tácticamente, excepto por alguna estupidez innata. Pedro de Valdivia se comió el sapo al tratar de tomar el sur chileno, cuando se encontró que los araucanos tenían arboledas de madera dura y esperaban a la caballería con enfiladas de picas afiladas que reíte de Flandes. Unos años después, el competente pero mal informado Juan de Garay se encontró refundando Buenos Aires en 1580, rodeado de indios a caballo. En cuarenta años, los mapuche habían aprendido a criar y domesticar los pingos que le escaparon a Mendoza, habían inventado sus aperos y tacuaras, y se habían hecho ganaderos. A gatas los pudieron correr hasta Chascomús y la Patagonia siguió libre por más de tres siglos.
A los Milei y los Santana de esta vida los ayuda, además, la extraordinaria repetición de tonteras en las aulas de este mundo. Todavía nos explican, docentemente, que la primerísima ciudad del mundo fue Sumer, en la Mesopotamia iraquí, y las primera momias vienen de Egipto. Pero resulta que no fueron los sumeros ni los egipcios, sino los marroncitos de por acá: la pequeña ciudad de Norte Chico, en la costa peruana, le lleva varios siglos a Sumer, y las momias de Atacama un par de milenios a las faraónicas. Los textos siguen errando, tranquilos, porque a tanto gringo y a tanto sudaca que quiere ser gringo le gusta lo que ya aprendió.
Es ideológico, nomás. Los agrónomos de este mundo saben algo que debería estar pintado en los muros, que hace cinco mil años los paleo-indios de Oaxaca, en lo que hoy es México, inventaron una planta de la nada. La creación del maíz es un misterio que se sigue debatiendo con furia en los ambientes científicos -hay que ver cómo discuten los doctorandos- sin que nadie le mate el punto al otro. El misterio es que por cada cultivo que conocemos hoy, hay una planta silvestre, original, que fue domesticada y modificado por la mano humana. Hay arroz salvaje, negrísimo y duro, hay mijo y trigo, hay cebada y lentejas. Todavía hoy, en las alturas de Turquía se puede caminar viendo hectáreas de trigos y cebadas silvestres, intocadas por cultivadores. En la masa continental euroasiática, el tema fue mejorar el rendimiento y adaptar las plantas a climas diversos.
Pero no hay un maíz salvaje, no hay una planta que obviamente sea su ancestro. Las teorías van de un ancestro extinguido, del que no se encuentran ni rastros paleobiológicos, a una modificación de una granífera remotamente parecida, el teosinte, a una fusión del teosinte con alguna otra granífera todavía no identificada. Hace cincuenta siglos, los campesinos de Oaxaca crearon una planta que no puede reproducirse sola, como todas las graníferas, sino que tiene que ser plantada a mano. El maíz permitió un boom poblacional, impulsó el sedentarismo y dio base a las primeras civilizaciones americanas, con los olmeca a la cabeza.
Sin blancos y sin marcianos, pese a Von Daniken.
Los marrones inferiores siguen dando lecciones científicas. Resulta que la manera tradicional de cultivar el maíz es en una milpa, un lote despejado y carpido en el que se planta un mix de plantas. El maíz va junto a calabazas, melones, paltas, porotos varios, tomates, chiles, batatas, tubérculos de jícama, amarantos y mucuma, una legumbre tropical. Las plantas toman del suelo lo que necesitan y ponen lo que producen, equilibrándose de un modo tan perfecto que los arqueólogos encontraron milpas que llevan entre tres y cuatro mil años en producción, sin fertilizantes artificiales. Los agrónomos, que temen un colapso general de los suelos cultivados a escala industrial, están viendo si se puede llevar este modelo indio tradicional de cultivo a escalas masivas.
Pero a Santana le molestan en la playa. Tal vez deberían veranear en milpas tierra adentro, donde no tenga que verlos.