No son las certezas sino las inseguridades las que dan origen a las formas más sofisticadas del pensamiento. Admitir que los conceptos que hemos acumulado no son suficientes para vincularnos sabiamente con el mundo es el paso inicial para una aventura intelectual más fructífera que aquella que apenas insiste en lo que acreditamos como indudable. Es en algún sentido natural que para ubicarnos en un presente desconcertante solo repitamos la tranquilidad de lo ya conocido, pero el costo a pagar es alto. Todo lo que de inédito tiene el costado mutante de los acontecimientos se nos escurre quitándonos capacidad para una acción menos confundida.
Esto bien lo sabía Domingo Faustino Sarmiento, que cuando escribió Facundo dedicó sus primeras páginas a enfatizar cuánto lo agobia un misterio que dramáticamente lo atraviesa. Ese enigma radical es el que da nacimiento a eso que denominamos Generación del 37, talentoso grupo de jóvenes publicistas que por aquel entonces mixturan entusiasmo y consternación. Entusiasmo por construir una nación que permanecía inconclusa luego de más de 20 años de declarada la independencia, y consternación porque las luces de la modernidad que habían alimentado esa gesta libertadora resultaban ahora pisoteadas por el abominable y persistente poder político del Brigadier General Juan Manuel de Rosas. Empantanamiento reaccionario como imprevisto desenlace de un movimiento de la historia del que se aguardaba otro destino sustancialmente más placentero.
Dos elementos agudizaban el espesor de estas desgracias, pues por un lado esa macabra primacía no era fugaz ni producto de un mero descuido de sus adversarios, y por el otro su consistencia aparentemente imperturbable no era solo consecuencia del despliegue de un aparato represivo, sino fundamentalmente del afectivo y durable acompañamiento de las mayorías populares.
Esa perturbadora coyuntura demandaba entonces audacias teóricas, pues si algo había caracterizado al impotente y derrotado Partido Unitario era la apelación a instrumentos filosóficos evidentemente caducos. Aferrados al universalismo abstracto de la razón iluminista, los rivadavianos combatían a ciegas, desbordados por un fenómeno que, aunque deforme y deplorable, no dejaba de expresar una singularidad histórica que debía ser más juiciosamente indagada.
Será entonces el romanticismo el movimiento de ideas que llegará para auxiliarlos, poniendo a su disposición un conjunto de herramientas de comprensión ciertamente más eficaces que las hasta allí disponibles. Si el mundo está poblado de misterios, si las anomalías invaden el espacio social, serán el contacto místico, la emoción religiosa y fundamentalmente las potencialidades interpretativas del arte las encargadas de suplir las limitaciones de la ciencia cartesiana. El Facundo es claramente un célebre emergente de ese cruce de heterodoxias, yuxtaposición insólita de ensayo, biografía y novela volcada a penetrar con mayor agudeza el curso de una nación extraviada.
Ahora bien, ese llamamiento al elemento estético como develador de incógnitas tuvo en aquel tiempo otras expresiones igualmente notables. Pensemos en una que nos interesa aquí especialmente, El Matadero de Esteban Echeverría. Escrito a fines de 1830 pero dado a conocer por Juan María Gutiérrez en 1871, en ese pilar de la literatura latinoamericana del siglo XIX circulan preocupaciones análogas a las del sanjuanino. Sin embargo, Echeverría introduce allí un énfasis especialmente intenso, pues no sólo lo motiva la interrogación por las características del fenómeno rosista, sino además el señalamiento del brutal enfrentamiento que desgarra a la nación en ciernes.
Recordemos brevemente el contenido del relato. Un joven unitario, desprovisto de la divisa rojo punzó y del luto que se exigía tras el fallecimiento de Encarnación Ezcurra, se aproxima a caballo en tiempos de cuaresma a un Matadero controlado por mazorqueros. Estos advierten su irreverencia, lo capturan, lo humillan y le provocan la muerte tras su agónico estallido de ira. Echeverría no escatima detalles para exhibir en cuanto se diferencian los personajes, en un contexto narrativo donde abundan la sangre y el estrépito. Hablan distinto, visten distinto y por supuesto optan políticamente distinto; por lo que el dramatismo del final y el antagonismo incito al relato patentiza el estado de radical incomunicación entre esas dos argentinas.
Unitarios y federales, civilizados y bárbaros, urbanos y rurales, eruditos y plebeyos sometidos a una enemistad insoluble que solo puede resolverse por la eliminación física de una de las partes. Aunque por cierto Echeverría procura destacar la absoluta animadversión que le ocasiona el rosismo gobernante, no deja a su vez de indicar en cuanto le disgusta el desempeño de aquellos que lo combaten. He ahí el jinete unitario, desprevenido y desubicado, símbolo rotundo de la escasa perspicacia para erosionar la hegemonía de la barbarie.
Aquí, por tanto, la ficción opera como acentuación, el arte como ampliación superlativa respecto de un orden de cosas ya insostenible, la literatura como utensilio romántico para denunciar un país que requería soluciones quirúrgicas hasta allí inexploradas. Esa sanación será llamada Dogma Socialista, tercera posición sostenida en el valor de la fraternidad que llega para garantizar una modernidad que los federales desprecian y los unitarios buscan implementar sin ubicuidad histórica.
Mundos incompatibles decíamos, drásticas axiologías en colisión que desembocan asiduamente en la violencia y obstaculizan cualquier sesgo de mínima armonía. Pues bien, vale ahora una pregunta. Este conflicto primordial, ¿es un episodio exclusivo de estas tierras latinoamericanas o funciona como encarnación local de una filosofía de la historia de alcance universal?
Como respuesta, convoquemos nuevamente al arte. Pero ya no a la literatura sino al cine y particularmente al cine norteamericano. Estética de masas, claro y de otras comarcas. Y traigamos en principio al recuerdo dos películas relevantes. Perros de paja, de Sam Peckinpah y La violencia está en nosotros, de John Boorman. Con matices, ambas repiten una análoga lógica narrativa. Matrimonio de profesionales de ciudad que retornan a la campaña, amigos burgueses que salen de cacería en un universo agreste que les resulta ajeno. Incautos, se topan con la espeluznante hostilidad de una otredad que los agrede, desprendidos transitoriamente de la tranquilidad ciudadana padecen la bestial radicalidad del distinto.
Si en El Matadero la violación del unitario es metafórica, aquí es física y literal. Cuerpos ultrajados sexualmente como señalamiento de una concordia inviable. Como en Echeverría y Sarmiento para ambos directores la barbarie solo puede ser sinónimo de oprobio, a diferencia de aquellos, los civilizados para sobrevivir recurren a las mismas iracundas armas del salvaje. Una filosofía de la cultura pensada como tragedia.
Traigamos estos mensajes a las urgencias de nuestro presente. Transcurren años en que se denuncia una perniciosa grieta que malquista a los compatriotas, choque abrumador de percepciones que enlodaría toda posibilidad de una democracia consistente. Anomalía que se presume insularmente argentina, de exclusiva responsabilidad de un kirchnerismo que con impostada furia ideológica arrasó con cualquier suave y legítima disidencia. Treta culturalmente autoritaria que ahora algunos gratos predicadores republicanos vendrían a conjurar munidos del aliviador recetario del diálogo institucional, el reconocimiento de la opinión del contrincante y las consensuadas políticas de Estado.
Como ya quedó insinuado, ese razonamiento pendula entre la mendacidad, la ignorancia y la falsa promesa. El choque de idiosincrasias, la tensión entre intereses sectoriales y la puja por doblegar la voluntad del adversario no es una bizarra peculiaridad de impronta K, sino un dato constitutivo de la gimnasia política, una sonora recurrencia que anida en las profundidades de la historia. Bien lo sabe en realidad el macrismo, que lo aplica sin embargo de la manera más perversa. Mientras se embandera con la paz, coloca a su derrotado en el ballotagge en el despreciable sitio del mal absoluto. Pandilla de delincuentes cuya voz debe permanecer desterrada mientras avanza la civilización neoliberal.
La grieta, pese a todo, no debería inquietarnos, si aceptamos como su límite infranqueable aquello que impide una elemental convivencia entre miembros de una comunidad que, aún en la discordia, procura un destino sin parias. La polémica incluso furibunda con el rival es consustancial y no atentatoria contra la vida democrática, pero sin privar a éste en ningún momento de permanecer con vida, poner en circulación sin interferencias su palabra y discrepar con el gobierno de turno sin correr el riesgo de terminar en prisión.
Elogio entonces para el kirchnerismo, que en su genuina fogosidad y aún en sus raptos de prepotencia jamás cruzó la nítida frontera que separa el empeño por la verdad propia de la destrucción de la dignidad del discrepante. Reprimenda para Cambiemos, que mientras difunde el marketing de la reconciliación encarcela a Milagro Sala y si huele una derrota electoral planea hacer lo mismo con Cristina Fernández.