Durante las fiestas me propuse no acrecarme a este cuaderno. El paréntesis se me dio mal, empezó a prolongarse y, de pronto, el no podimiento. Por más que me venía en las tardes a la mesa del Náutico, el cuaderno abierto, expectante, la birome alerta, miraba el mar y nada. Es más, cuánto más lo miraba, como lo miro, ahora mismo, nada. La inmensidad parece insinuarme la inmodestia de todo esfuerzo. Unos textos cortos, reflexiones ya reflexionadas. Puede haber algo en estos apuntes, pero no alcanzo a congraciarme con ellos y menos ellos conmigo. Todavía ahora no logro encontrar una búsqueda de sentido porque, en efecto, se trata de encontrar dónde buscar, una ranura, una hendija. No me queda otra que seguir dándole vueltas al asunto sin exagerar. Decido traerme al parador los Diarios de Kafka, que siempre acuden como ayuda. Y arriesgo, por qué no pensarlos como un manual de autoayuda para escritores en problemas. En 1913, en Praga, Kafka, a propósito de la escritura de diarios anota “la imposibilidad de escribir y la necesidad interior de hacerlo”. “Pero a nadie le importan los problemas de un escritor excepto a otro escritor, leí en alguna parte. Kafka suscribe este pensamiento. Pero al mar no le importan sus tribulaciones sobre el bloqueo. Y menos las mías.
Durante unos treinta años un amigo escritor llevó un diario. Es sabido, el tono de un diario siempre es grave, su autor se toma en serio, se queja, rezonga, acusa, culpa, denuncia y alcahuetea. Cuando no “escribía”, según mi amigo, sus cuadernos parecían reproducirse. Hará unos pocos años los dispuso en un estante y se propuso ordenarlos con vista a una revisión y pasado en limpio. Su compañera de entonces los vio y pensó que era un proyecto tan laborioso como narcisista. Motivos tenía. Le preguntó si no le preocupaba que ella los leyera. En absoluto, le dijo él. Claro que podés. Es que si estaba dispuestos a publicarlos, no había una línea de intimidad que pudiera avergonzarlo. Tal la condición de sinceridad - suponiendo que esta exista - que se había impuesto. Unos días después, ella le preguntó si se había acostado con su mejor amiga. No pudo negarlo: estaba escrito. Y con tal otra, lo tanteó ella. Y si tus hijas te leen, le preguntó. No te preocupa la parte en que criticás de tus amigos, le preguntó ahora ella. Cada pregunta se volvía más punzante. Su reacción fue trasladar los cuadernos a la parrilla, rociarlos patéticamente con vodka y prenderles fuego. Experimentó alivio. Como un asesino que consigue ocultar el cadáver. El tiempo pasó como pasó también la historia con esa mujer. Hubo una mudanza. Y al revisar unas cajas olvidadas, encontró más cuadernos. El muerto no lo estaba del todo. Volvió a agarrar una botella de vodka. Hoy no se arrepiente. Una fenomenal excusa le acude como justificación: Kafka no tenía hijos. De haber tenido uno, cuál habría sido su actitud del pibe al leer los diarios atormentados de su padre. De haber tenido uno, también es casi seguro que hubiera terminado en un campo de concentración como toda su familia. En esto pensaba yo hace un rato mientras miraba el mar, la sucesión de olas y páginas de Kafka.
“El tremendo mundo que tengo en la cabeza. Pero cómo liberarme y liberarlo sin desgarrarme. Y es mil veces preferible desgarrarme que retener o sepultar ese mundo dentro de mi. Para eso estoy aquí, eso lo tengo completamente claro”, escribe Kafka. Y también: “He llorado con el relato del proceso contra una tal Marie Abraham, de veintitrés años, que a causa de la penuria y del hambre estranguló a su hija Bárbara, de casi nueve meses, con una corbata de hombre que le servía de liga y que se había desatado”, registra Kafka y, a continuación: “Historia completamente esquemática”.
Si bien algunos pretenden que la literatura – y los diarios son literatura – debiera leerse de modo autónomo, dicha autonomía no puede menos que ponerse en discusión. En especial, en los diarios. A los diarios de Kafka se les puede observar la dramatización de sus problemas familiares y laborales – el cruce con el padre, la rutina de oficinista de la fábrica, sus rollos con las mujeres, el bloqueo acuciante no sólo en el amor sino también, y más densamente, en la escritura -, pero no puede dejar de reconocerse que esas dramatizaciones provienen de una historia personal. “Continuamente la imagen de un ancho cuchillo de carnicero que penetra muy de prisa y con regularidad mecánica en mi costado cortando rodajas delgadísimas que, dada la rápida forma de trabajar del cuchillo, salen volando casi enrolladas”.
La historia de la madre hambrienta que estrangula a su hija le resulta a Kafka, por cierto, demasiado esquemática, y no así la transcripción de sus fantasías y visiones en su diario y no sólo. Kafka esquiva el realismo tremendista. Prefiere la elaboración metafórica tanto con respecto al contexto como en su vida privada. Suele ocurrir: leer su diario es leerlo a él. Y aunque suene kitsch decirlo es verdad que al leer “El proceso” o “El castillo” es leer su corazón doliente.
“La terrible inseguridad de mi existencia interior”, se autocompadece. No obstante, este diario, admite, es su salvavidas en el naufragio de la inspiración y la voluntad. Además de sus penas y frustraciones existenciales, el diario comprende fragmentos y borradores de relatos que revelan, aún in progress, su capacidad inagotable de recreación en lo simbólico. De acuerdo, su diario puede ser leído como síntoma y, en este punto, los lectores psi se hacen festines. Pero el asunto no es el síntoma sino qué hace con él. Debemos a esa “terrible inseguridad” dudosa su escritura toda.
Empieza a anochecer. El cielo se hace de fuego. Después oscurece y la noche parece haber estado siempre ahí. La cresta de las olas son lentas barras de espuma clara. Despacio me doy cuenta que tal vez transcribir estas reflexiones cobre un sentido, al menos el de poner en acción la enseñanza de Kafka y la birome.