Un tal Tanchelmo se dijo Hijo de Dios con tal de no pagar impuestos. Émulo de Jesucristo, un día desposó a una estatua de la Virgen María. Se trataría del primer Redentor incestuoso. Y fetichista.

El no menos extravagante Sabbetai Zeví, acaso el Mesías judío más conocido después de Jesucristo, desposó, para estupor de los rabinos, no a una mujer sino a un rollo de la Torá. Expulsado a Grecia, allí pondría en escena una performance que anticipaba el surrealismo: recorría las calles con una cuna en la que, arropado como un bebé, paseaba un pescado. “El Redentor vendrá bajo el signo de Piscis”, explicaba erróneo.

Siglos más tarde el escritor franco-uruguayo Isidore Ducasse, Lautréamont, figura precursora de las vanguardias que atravesarían el siglo XX, imaginó en Los Cantos de Maldoror el secreto de la creación poética bajo una rara metáfora que haría fortuna. Hay arte, postuló, allí donde se produce “el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser en la mesa de disección”. Esa colisión de la lógica fue proclamada por Breton como el punto de surgimiento antedatado del surrealismo.

Algunas décadas después Enrique Santos Discépolo dio en el tango Cambalache con la versión argentina de aquella aporía: “herida por un sable sin remache / ves llorar la Biblia junto al calefón”. Pero lo que hoy nos parece una coyunda arbitraria al estilo de las enumeraciones borgianas era para la época un lugar común de inmediata inteligibilidad, dado que las Biblias que regalaban las sociedades protestantes, de nula eficacia proselitista, eran utilizadas como proveedoras de papel higiénico. En las letrinas de los conventillos el texto sagrado pendía del calefón ubicado junto al inodoro ensartado en un gancho de carnicería al que se llamaba “sable sin remache”. Demás está decir que toda la irreverencia (surrealista y, sobre todo, argentina) cabe en esa frase.

Para conocer a una persona hay que comer sal con ella. Crea un vínculo tan indisoluble como verdadero. En Angola a los bautizados se los consideran hermanos de sal. Derramarla indica ruptura. Tras su condena, en las propiedades de los traidores se esparcía sal hasta volverlos tierra baldía, como hicieron con la casa de Tiradentes en Brasil. En La Última Cena Leonardo Da Vinci pintó un salero derramado delante de Judas.

La esposa de Lot, cuyo nombre ha sido sustraído a la posteridad, desobedeció el mandato de mirar hacia atrás al huir de Sodoma y se convirtió en una estatua de sal. Su curiosidad retrospectiva resultó una tentación fatal. Podría ser considerada la musa de la Historia.

El vasco Arana era un albañil muy humilde del barrio de Villa Mitre de Bahía Blanca que un día se murió y resucitó y, como quien no quiere la cosa, se apareció por su casa a la mañana siguiente del velorio ocasionando la muerte instantánea de su esposa. Según las crónicas, sentenció irónico: “ella tomó café en mi velorio, yo en el de ella”. Cuando murió por segunda vez, acaso en forma definitiva, se encontraron miles de billetes vencidos ocultos en las paredes de su cuarto. Había llegado a ser inútil, secretamente millonario.

Hacia 1705 una tal Marjorie McCall, presa de una de las tantas epidemias que asolaban Irlanda, fue enterrada en forma algo apresurada para evitar contagios. Esa noche unos solícitos profanadores de tumbas removieron la tierra, abrieron el féretro y trataron de robar su anillo de bodas sin éxito. Decidieron entonces cortar el dedo. Al primer intento Marjorie despertó en un grito de dolor y se irguió asustadísima, casi tanto como los ladrones que, imaginamos, desistieron de su oficio al menos por un tiempo. Al igual que el vasco Arana, Marjorie se sacudió la mortaja y desanduvo el camino a su casa. Al verla, el marido murió de la impresión. Su tumba reza: “Vivió una vez, fue enterrada dos”.

Enemigo rumor: hacia los años sesenta existía una rara e infamante costumbre: el anónimo. Consistía en general en un papelito pasado por debajo de la puerta en el que se revelaban algunas situaciones incómodas a los miembros de la familia. Cuernos, básicamente. O deudas impagas. Al menos es lo que se comentaba en las ruedas de vecinas que se encargaban de diseminar hipótesis maledicentes sobre el contenido del mismo hasta el infinito.

En los setenta el anónimo conoció una variación en su uso, muy propia de la época: rubricados por la Alianza Anticomunista Argentina, dirigidos a militantes con nombre y apellido, esos papelitos sugerían, amablemente, abandonar el país en las siguientes cuarenta y ocho horas.

Tiempo después proliferó el anónimo bajo la forma de rumor telefónico. Ese tipo de operaciones no estaban dirigidas directa sino indirectamente a sus víctimas, que cuando se daban por enteradas ya era demasiado tarde. Desparramado por toda la comunidad, el rumor circulaba como una verdad incontestable llena de detalles que, por más inverosímiles que fueran, nadie ponía en duda.

Todo rumor es irrefutable. Aunque se demuestre su falsedad queda flotando bajo la forma de sospecha. Quien lo difunde jamás es penado. Lo blinda la verosimilitud. Que muchas veces depende, como en cualquier ficción, de la inserción de datos inverosímiles en la mera realidad. O al revés, que es lo mismo. La clave de su eficacia es la dosis adecuada de malicia que posee. Si exagera los tonos se vuelve inocuo. O sea: lo rige la misma lógica que a un buen relato.

A mediados de los años ochenta circuló un famoso anónimo que infamó para siempre el nombre de un conocido empresario de quien se dijo que la amante, una prostituta japonesa (sic), mientras le practicaba una fellatio le habría cercenado el pene debido a un súbito ataque de epilepsia. Ello habría ocurrido en un hotel alojamiento un sábado de madrugada. A la mañana siguiente toda la ciudad no hablaba de otra cosa. Cuando hoy se pronuncia el apellido del pobre hombre, quienes ni siquiera habían nacido en aquel entonces conocen la historia, que refieren con nuevos detalles.

El rumor más eficaz que no admite siquiera una razonable puesta en duda es el mote de mufa cernido sobre alguien que ya, nunca más, podrá quitárselo. Está regido por la ley del tabú, que define un “otro” interno al que aislar y castigar para consolidar la identidad del grupo social. Las sociedades se erigen sobre los cimientos de la exclusión controlada que condensa el conflicto en un solo punto para tratar de impedir su generalización.

Nadie nombra a un mufa sin sentir que está tentando al destino. Escépticos radicales que no creen siquiera en un Dios medio difuso y poco eficaz, como casi todos nosotros, creen sin sombra de duda en los mufas y su poder infausto.

El gran compositor e instrumentista de tango Carlos Di Sarli incurrió en un error que lo desgració para siempre: se negó a tocar gratis en el festival a beneficio de las víctimas del terremoto de San Juan en el que Evita se sentó junto a Perón dando inicio a lo que podría llamarse el momento mítico de fundación del peronismo, que preanunciaba el 17 de octubre. Debido a ello Ben Molar, un conocido promotor artístico que engrosó las filas de los obsecuentes de siempre, se encargó de endosarle a Di Sarli una infamante fama de mufa que rápidamente se extendió a su tango más famoso, Bahía Blanca –donde había nacido- y por ende terminó por tabuar a la ciudad misma.

Por lo demás, Di Sarli era tuerto, y es sabido que las personas que padecen algún tipo de disfunción física son candidatos predilectos al tabú. Naturalmente aquella maldición, que tanto padeció en vida, aún perdura; ningún músico pronuncia su nombre ni el de su ciudad de origen y el tango homónimo sin tocarse las partes pudendas para conjurar el mal. Es tan potente la estigmatización que produjo el mote de mufa que hasta sobrevive a sus tangos, que poco a poco se diluyen en la memoria de las generaciones, propensas a olvidos tan impiadosos como recuerdos.

“Nietzsche debutó sexualmente con su hermana”. La especie –acaso el anónimo más exitoso de la historia de la filosofía- corrió durante años a raíz de un libro impreso bajo su nombre medio siglo después de su muerte titulado Mi hermana y yo en el que el filósofo detalla voluptuosidades incestuosas infantiles iniciadas durante el velorio de su madre (sic). El vínculo, amatorio y filial, continuado hasta la adultez, explicaría su locura, que se habría desencadenado cuando Elizabeth casó con el protonazi y suicida Förster y se vino al Paraguay a fundar una colonia aria.

La superchería fue obra de un falsario extraordinario, un tal Samuel Roth, que solía encuadernar secuelas impostadas de éxitos ajenos o directas invenciones sensacionalistas tales como Los maridos de Lady Chatterley, Yo fui médico de Hitler o La Violación de la niña Marilyn Monroe descrita por su amigo el psiquiatra. Por lo demás, sus libros resultan divertidísimos y no están nada mal escritos. Por ejemplo, en Mi hermana y yo estampa cosas como: “¿Has notado alguna vez las pequeñas piedras redondas detrás de las tumbas cuadradas y grandes? No se lo digas a nadie, pero son en realidad las bolitas con las que juegan los ocupantes de las tumbas durante las tediosas horas de ronda que deben pasar entre los vivientes, cuando cae la noche y los horrendos y cansados celadores se retiran a comer sus potajes o a dormir en sus húmedos lechos”. O: “Sin duda, el lugar para la persona que odia, es Alemania”.

Se llamaba Roque. Le decían Pata Seca. Medía 2 metros con 18cm. Tuvo 250 hijos. Era el padrillo de la Santa Eudocia, una plantación de esclavos de San Carlos, en el actual estado de San Pablo, donde ofició como reproductor de mano de obra para la hacienda del Vizconde da Cunha Bueno, que le dio el apellido. Murió en 1958 a los 131 años de edad. La noticia es falsa e inverosímil, pero, acaso por eso mismo, amerita ser propalada.