El cuento por su autor
Esta historia se me ocurrió hace ya unos años mientras contemplaba en una pequeña terminal de ómnibus del interior de Formosa, los movimientos del encargado de un baño para varones. Me dije, cansado de las historias de escritores narradas por escritores, por qué no pensar el día, el momento tal vez, de alguien que lleva a cabo una rutina sin aparentes sobresaltos y cuya mayor distracción es observar una playa donde entran muy pocos colectivos.
El encargado
Llego a eso de las seis, bien temprano, y lo primero que hago es verificar que los inodoros y los mingitorios funcionen bien; después cargo agua, lavandina y detergente en un balde y con un cepillo lavo bien los sanitarios y los azulejos. Soy muy prolijo en lo mío. Enseguida baldeo todo y derramo creolina en las canaletas de la orina. Uso desodorante de piso y todo huele a lavanda cuando alguien entra. Después de escurrir y secar, pongo la mesita en la entrada del baño de los varones y me dedico a armar los rollitos de papel higiénico y servilletas, al lado de una caja de zapatos donde recibo la propina. Es un trabajo humilde y para muchos ingrato, pero yo me las arreglo para ganarme mi almuerzo y mi cena diarios. Como hace años que vivo solo, me alcanza, no me quejo.
A esta terminal llegan pocos colectivos. Casi siempre estoy solo con mi radio y mis mates. A veces, suceden cosas extrañas. El lunes, cerca de las siete, llegó un señor bien vestido, todo trajeado de negro y con corbata, un ejecutivo parecía, traía un maletín en la mano, se paró frente a la mesita y dejó cien pesos en la caja. Yo lo miré porque pensé que se había equivocado, aquí solo dejan cinco o diez pesos en el mejor de los casos. Nunca tanta plata para entrar a orinar o a lavarse la cara. Sin embargo, el hombre se sonrió y me dijo “son suyos”. Después entró y vi de refilón que ponía el maletín en la mesada y lo abría con mucha suavidad. Entonces me asusté, porque sacó de adentro una enorme pistola, no puedo decir de qué marca porque no sé nada de armas, pero sí grande, negra, lustrosa. Un arma importante como para un hombre así, importante. Después, se puso el arma en la cintura, se lavó la cara, tomó el maletín y salió.
-¿A qué hora llega el Flecha Bus de Buenos Aires? -me preguntó.
-Ya debe estar por llegar. Si no hay retraso, llega tipo siete o siete media -le dije.
El hombre miró el reloj en su muñeca y caminó hasta el borde la plataforma. No había nadie en la terminal. Seguramente, la gente sabía que el único colectivo que venía de Buenos Aires llegaba con retraso, porque tampoco vi a ningún remisero.
-¿Hay otra parada? -me preguntó.
-No. La empresa sólo se detiene aquí y después sigue hasta Pirané.
Eran las ocho y el colectivo todavía no llegaba. El hombre se veía nervioso, incómodo. Tuve tiempo para pensar lo peor. Imaginé que ese hombre esperaba a alguien para matarlo. Tal vez estaba equivocado, pero qué sentido tenía tener un arma en la cintura, un arma seguramente cargada y lista para ser disparada. No estaba asustado, pero sí muy expectante, muy curioso. Aquí nunca pasaba nada y tal vez yo iba a tener el privilegio de ver un crimen en vivo y en directo.
-¿Qué habrá pasado? -me interrogó el hombre.
-No sé, a lo mejor niebla, hay mucha niebla en esta época y los colectivos de larga distancia tardan demasiado -le expliqué.
El Flecha Bus llegó cerca de las nueve. El hombre aguardó en la plataforma a que todos los pasajeros se bajaran. Primero bajó una chica con una mochila, después un matrimonio de ancianos, vecinos muy conocidos del pueblo y finalmente, una monja. Cuando el colectivo se puso en marcha nuevamente, el hombre de traje negro me miró con tristeza y se fue. Lo vi subir a un automóvil blanco que había dejado estacionado fuera del predio de la terminal. En realidad, no sabía quién era este hombre, nunca lo había visto.
Al otro día, día martes, a las siete menos diez apareció. Esta vez vestía informalmente, con vaqueros y remera roja. Eso sí, traía el maletín. Dejó cien pesos en la mesita y entró al baño. Orinó, se lavó la cara, pero no sacó ningún arma. Me preguntó si podía sentarse a mi lado, en un sillón plegable que yo usaba a veces. Le dije que sí y le acerqué un mate que aceptó muy gustoso.
-¿Llegará puntual esta vez? -me preguntó.
-No lo creo -le dije- no hay ningún remisero y ellos saben enseguida si hay retraso.
Después de tres mates, abrió el maletín donde vi la pistola, pero sacó una foto. Me la alcanzó. Era la foto de una chica de unos quince años, sonriendo y vestida como una princesa en el día de su cumpleaños.
-¿Quién es? -le pregunté.
-Era mi hija Mariana. Me la mató el hijo de puta que estoy esperando -dijo y se estremeció de rabia.
Intenté recordar el episodio pero no lo logré. No había ocurrido aquí seguramente. Sin embargo, según este hombre, el asesino iba a llegar a nuestro pueblo en el Flecha Bus de la mañana. Yo no sabía qué decir ni qué hacer, el hombre se estremecía en el sillón, más de rabia que de dolor.
-¿No lo apresaron?
-Enseguida -me dijo- le dieron por violación y muerte, cadena perpetua, pero un juez tan hijo de puta como él, le acaba de otorgar libertad condicional después de diez años. ¿Se da cuenta? ¡Libertad condicional a un monstruo que va a seguir violando y matando!
-Tal vez cambió -dije y enseguida me arrepentí.
-¿Cambiar? Imposible. El equipo de siquiatría judicial dijo que era irrecuperable, que no aconsejaban su libertad. Y va a venir hasta aquí, porque aquí vive su madre a la que hace años no ve. Estoy seguro.
-¿Por qué está tan seguro? -le pregunté.
—Porque los conozco muy bien. Yo soy psicoanalista y hace años que trabajo con esta clase de basura. Siempre vuelven al lugar de la infancia, al lugar de donde salieron, a recuperar sus pedazos.
Era mucho para mí. Yo no tuve más que una primaria y un segundo año de secundario incompleto y ahora, en el lugar donde nunca sucedía nada, estaba hablando con un psicoanalista que se había especializado en criminales y violadores. Es más, iba a ver cómo este señor iba a hacer justicia con sus propias manos.
-¿Lo va a matar? -le pregunté.
-¿Qué haría usted con un perro rabioso? -me preguntó.
-Lo mataría.
-Yo no -me dijo- sólo lo voy a suicidar.
Creí entenderle pero no dije nada. A las ocho llegó el Flecha Bus pero no trajo al asesino. Esta vez, bajaron dos gendarmes, una mujer joven y sus dos hijos y mi amigo Ramón Vera.
El miércoles, a las seis y media, el hombre ya estaba. Me encontró haciendo la limpieza y me felicitó.
-¡Huele muy bien este lugar! Es muy bueno usted, limpiando.
-Eso trato.
-Si el tipo que busco se suicidara en este bañito -me dijo y abrió la puerta para mostrarme su interior- ¿usted sería capaz de lavar el piso, los azulejos de afuera del bañito, el lavabo y no dejar un solo rastro de mí, antes de sorprenderse y llamar a la policía?
Sonreí. Entonces, él salió y dejó sobre la mesita, dos billetes de cien y se sentó en el sillón a esperar el colectivo.
Debo decir que esa mañana el Flecha Bus fue puntual pero no trajo a la persona que esperábamos. Y digo esperábamos porque yo también lo esperaba, casi con la misma ansiedad. Al día siguiente, el hombre apareció en bermudas y con una mochila en la que era fácil suponer lo que traía.
-Hay que cambiar de vestuario para no llamar la atención. Es más fácil acordarse de alguien que siempre luce de la misma manera, ¿no le parece?
Le di la razón. Sin duda, mi amigo, ya era mi amigo, era un hombre inteligente y precavido. Nunca dejó de darme abultadas, exageradas propinas, después de todo ya éramos casi cómplices. Me acostumbré a verlo todos los días, nunca faltaba, aunque lloviera a cántaros. La escena era por lo general, salvo el vestuario y el lugar donde ocultaba el arma, la misma. Llegaba, compartía unos mates conmigo y sin mucho hablar, no hablaba casi, espera la llegada del colectivo.
Un lunes, después de dos meses, se puso de pie, tenso y avanzó hacia un hombre de unos cincuenta años, delgado, canoso, desprolijo, con el que cruzó primero una mirada. Lo vi colocar la pistola debajo de una campera de jeans y acercarse decidido al pasajero que acababa de descender. Lo siguió, lo nombró, pero el otro no se dio por enterado. Entonces, mi amigo lo llamó en voz alta, pero el pasajero siguió su camino, convencido de que no era a él a quien llamaban con una alegría simulada.
-Me equivoqué -dijo cuando volvió a sentarse en el sillón plegable.
Para abreviar diré que pasaron dos meses más y no hubo noticias del pasajero esperado. La teoría de mi amigo no funcionaba. Una mañana lo vi llegar alrededor de las ocho con un diario en la mano, un diario que dejó sobre la mesita.
-Ya no va a venir -me dijo en tono desfalleciente-, volvió a la cárcel. Estaba en Resistencia con libertad condicional, trabajaba en negro en una remisería, una noche levantó una chica, la secuestró, la violó y la mató.
-¿Y ahora? -pregunté yo, tan decepcionado como él.
-No sé. No sé -dijo y me miró con amargura-. Tal vez vaya a buscar al juez que soltó al perro rabioso.
Mientras se iba, tomé el diario y encontré la noticia. Enseguida me di cuenta de que no era una información actual, sino que era un diario de más de diez años. Estuve todo ese día tratando de reponerme y para dejar de pensar, me puse a lavar el baño. Con mucha lavandina y detergente. Nunca más volví a ver a ese hombre y la verdad, es que me aburro bastante aquí, todo está demasiado quieto, casi que no hay colectivos ni pasajeros ni nada.