“¿Quién iba a pensar que a esta edad iba a estar andando todavía?”, afirma Carlos Abán con una sonrisa cómplice a sus 96 años, sentado en el sillón de su humilde casa de la localidad de Chicoana.
Muchos son los que dicen que don Carlos es “El diablo mayor del carnaval”, y aunque reniega y se ríe del mote con que el pueblo lo bautizó, lleva más de 60 años como impulsor, difusor y gestor cultural (cuando ese concepto aún no existía) del carnaval salteño, especialmente de todo aquello que sucede en las famosas carpas.
Es que Carlos no solo es cultor del carnaval de antaño, sino que sus estudios de música lo llevaron a ser uno de los autores más prolíficos, al tiempo que, junto a su inseparable compañero, el bandoneón, creó, nada mas ni nada menos que la zamba carpera, ritmo musical único y hoy indiscutido e ineludible a la hora de levantar polvareda en los patios de tierra.
Lo de don Carlos
El encuentro se había suspendido en varias ocasiones por la inestabilidad climática propia del verano salteño, y más si hablamos de Chicoana, localidad ubicada a unos 50 kilómetros al sur de la ciudad de Salta, de tupida vegetación e intenso verdor de yungas.
Pero en esta ocasión solo acompañaba la humedad y los cerros en su esplendor vegetal. De hecho, justo frente a la casa de Carlos, se pueden apreciar abundantes plantaciones de tabaco que pululan en la zona, con un imponente fondo de cerros que explotan en una paleta de verdes.
Llegando a la vivienda todavía se puede leer, “Fundación Carlos Abán”, idea que surgió de Carlos en conjunto con su compañero y hoy cuidador, Elio, en momentos donde ambos ya se habían jubilado de sus actividades pero que conservaban la energía suficiente para seguir creando proyectos.
La Fundación, en su momento de mayor esplendor, enseñaba danza, bombo, guitarra, así como también llegaban gran afluencia de alumnos que venían a preguntar, consultar e intercambiar con Abán sobre técnicas del bandoneón.
Sin embargo, lo que siempre primó fue la organización de las famosas carpas, donde Carlos organizaba concursos de copla, danzas, canto y de bandoneonistas carperos. En definitiva: entre la Fundación y la figura de don Abán se generaba una verdadera usina de contenidos, difusión y resguardo de tradiciones de antaño.
Inmersos en esa conjunción de tiempo pasado y presente nos recibe Elio, quien amablemente nos guía hasta el encuentro con uno de los bandoneonistas más prolíficos del ambiente musical.
Allí, Carlos espera sentado en un sillón, de impecable camisa, rodeado de los discos de vinilo que grabó a lo largo de su carrera, algunos obsequios a la Fundación, pero, sobre todo, a escasos pasos como testigo y custodio de la charla, el invaluable bandoneón doble A de fabricación alemana, sobreviviente a los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial.
“Yo nací aquí en Chicoana, en esta casa, esta es la tierra de mi madre, aunque ella, de apellido López-Quiñones, había nacido en La Viña. Y también la tierra de mi padre, los Abán, de ascendencia árabe”.
En tiempos en que Carlos era changuito, correteaba por Chicoana y jugaba de aquí para allá con total libertad ya que “para abajo eran nueve hectáreas”, ese era su gran patio ubicado en un lugar totalmente rural, “los recuerdos de niño que tengo son muy lindos, sobre todo la unión de todos los vecinos”.
En su adolescencia, y antes de comenzar el romance inseparable con el bandoneón, Carlos se recibió de sastre. "Eso fue al comienzo de mi vida. Tenía 17 años y necesitaba trabajar en algo para poder vivir, porque había muerto mi padre. Entonces una tía abuela me dijo un día, ‘Carlitos vas a tener que trabajar porque los pesitos que tenés guardados no te van a alcanzar’, así que salí a buscar la posibilidad de hacer algún trabajo, estudié y en unos años me recibí de oficial sastre”.
Cuenta una anécdota que Abán tenía una entrañable relación de amistad con Juan Carlos Saravia, pieza fundamental de Los Chalchaleros. “Él iba mucho a mi casa en Buenos Aires, me llevaba temas que hacía y yo le escribía la partitura, pero una vez le hice un traje, le gustó y me quiso encargar otro”, cuenta entre risas, “el gordo Saravia era un ser humano maravilloso, sencillo”, rememora.
El camino de la música
El joven Abán se las rebuscaba de diferentes maneras para ganarse el sustento, pero el amor por la música era algo que llevaba arraigado muy dentro suyo. “Me fui a estudiar y me recibí en el Profesorado de Solfeo en Córdoba. Después de eso volví a Salta e instalé un instituto de enseñanza. Pero tenía que elegir si dedicarme a la enseñanza de la música o dedicarme a la música. Allí fue que con mi primer grupo, fundado en el año 1959, empezaron las grabaciones, los primeros discos y dejé de enseñar”.
Será así como Carlos inicie su camino en la música creciendo velozmente en la escena. “Me fui a Buenos Aires y volvía a todos los veranos para el carnaval, porque era difícil en Salta vivir de la música. Entonces busqué la manera de formar nuevos grupos musicales, crear nuevos temas y hacer contacto con distintos autores y compositores de todo el país”.
Aquel viaje a Buenos Aires y su residencia semi permanente en la ciudad capital, serviría de gran manera para difundir la música y el género. “La casa grabadora de ese momento estaba en Buenos Aires, entonces me contrataron para grabar y componer temas. Así fue toda la vida, de hecho hace poco llegué a 90 temas grabados”, remarca Abán, sin olvidar que los discos superan los 50.
La zamba carpera
La figura de Abán resulta inseparable del bandoneón, instrumento con el cual generó una simbiosis creativa que trascendió tiempos y fronteras. “Lo compré en Salta en los primeros años de la década de 1960”, comenta el carpero mayor sobre su bandoneón marca Doble A, creado por el alemán Alfred Arnold.
A partir de aquel instrumento nace una historia que permanece viva en la figura de Abán y que es sin duda un ritmo distintivo de las carpas de Salta: la zamba carpera, estilo musical que toma la forma y melodía de la zamba tradicional, pero que al agregarle velocidad, se convierte en un ritmo más bailable.
De aquella modificación, el hacedor y “culpable” fue Carlos Abán. “Estábamos grabando con mi gran amigo Horacio Aguirre, de Los Cantores del Alba, y notamos que si hacíamos la zamba más rápido, salía más linda, iba a quedar mejor. Probamos, y cuando sacamos el primer disco fue un furor. Eso sirvió para que el ritmo se introdujera, con los grandes músicos salteños, al resto del mundo gracias a Los Chalchaleros, Los Fronterizos y Los cantores del alba”.
Carlos recuerda el marco de la carpa de antaño con la cual se crió: “techo de lona, abierta, no había entrada y se bailaba tango, vals y paso doble”. Más adelante en el tiempo el propio Abán organizará sus carpas. "Difundíamos lo que estaban haciendo nuestros colegas, nuestros compañeros, porque siempre es importante dar ayuda. Pienso que no hay que ser egoísta y encerrarse”, remarca el maestro del bandoneón salteño.
Aquel solidario músico, multiplicador del género, se ríe cuando le dicen que, después de 60 años de carnaval, es el diablo mayor. “No me molesta, pero me da risa porque me acuerdo que una vez un señor grande estaba con miedo al conocerme, se arrimaba con miedo y me preguntaba ‘¿por qué el diablo mayor?, ¿esto es verdad?’. Pero bueno, es un apodo que de tanto repetirlo, ya se ha metido en el pueblo”.
Carlos toma un disco, lo observa y recuerda. “Recorrí casi toda la nación, las provincias, los pueblos, las radios, los canales. Fue un constante andar el mío. Ahora estoy en el fin de mi carrera, creo que ya he cumplido con lo que soñaba cuando era jovencito y estudiaba, con el sueño de ser músico”.
Segundos después, mira al frente y reflexiona. “Me gustaría que me recuerden como he sido siempre, sencillo, contando historias de mi tierra, de mi gente, y que siempre me gustó darme y compartir con la gente más humilde, más que nada con la gente del campo, que la adoro tanto… es la gente más sufrida y la que menos ha recibido de los dirigentes políticos”.
Luego de 60 años difundiendo la música y los carnavales, Carlos todavía tiene cuerda para sentarse a conversar sin reloj, como si el mismo carnaval, ese diablo que mete la cola todos los febrero, le hubiera dado la fuerza suficiente para seguir con gran lucidez, hablando de su gran pasión: la música.
A Carlos le cuesta incorporarse, más bien prefiere estar sentado para guardar las formas y la coquetería. Hace meses que no tocaba el bandoneón, el mismo que lo custodia de cerca en cada encuentro y cada charla. Sin embargo, acepta el convite y Elio, su fiel ayudante, se lo pone en la falda.
Abán mira la cámara, posa para la foto y acto seguido, mira el bandoneón. La sensación es que se extrañan, que hace rato no pueden conjugar juntos unos compases. El experimentado bandoneonista no resiste e intenta pasar sus dedos por la correa que sujeta la mano.
Se anima a una tecla, dos, mira a Elio que lo alienta y lo ayuda a encontrar el ritmo tarareando. Carlos intenta con gesto de dificultad, no logra encontrar la nota que se le vuelve esquiva una y otra vez. Hasta que de pronto, aparece, surge y brotan del mágico fuelle los compases inconfundibles de La Cerrillana.
Carlos continúa compenetrado sobre el instrumento que le responde; su gesto cambia, su corazón late, sus dedos se mueven cada vez más rápido tocando los botones buscando aún más notas correctas. El diablo mayor del carnaval está más vivo que nunca tocando una zamba carpera, aquella a la que le dio vida, y la que hoy le devuelve la necesaria pulsión vital.