El cuento por su autor

Tengo, como casi todo el mundo y en particular como casi todos los escritores, temas que me obsesionan, sobre los que sólo puedo ensayar preguntas y si parece en algún momento que araño una respuesta, ésta pronto se me escapa y vuelvo al primer casillero del juego. Tampoco soy muy original a la hora de elegir o ser elegida por los temas: el tiempo es el primero. Borges dijo alguna vez que el tiempo es, después de todo, el único tema.

Va aquí uno de esos intentos fallidos de explorar la idea del tiempo, con una trama simple como excusa, la trama de una vida común en la que a veces pasan cosas maravillosas, se encienden, brillan por un instante glorioso y se apagan.

Cierta forma de justicia

Así como en Inglaterra y en otras tierras europeas hay lords, condes, duques, archiduques, en Saavedra algunos hombres llevan el título de Don. No se los otorga ninguna autoridad sino los años o cierta respetabilidad que manifiestan al andar, o al sentarse en la vereda a vernos a nosotros, los demás, pasar.

Mi madre nos dejaba andar en bicicleta de una esquina a la otra sólo si Don Cosme estaba en la vereda. Ya en esa época hacía mucho que era viudo y se había jubilado después de haber trabajado en el correo. Tenía bigotes grises y en invierno usaba una boina por la que asomaban mechones también grises. Siempre llevaba camisas claras pero nunca blancas, con chalecos tejidos en invierno y mangas cortas en verano.

Tenía el gesto suave que antecede a una sonrisa. Y como lo que ocurre ya pasó pero lo que antecede puede eternizarse, Don Cosme tenía siempre ese gesto idéntico.

Recordar no es ver aquello desde aquí, sino ir de nuevo a aquel lugar. Puedo acercarme a su cara, a su gesto y sus arrugas, más de lo que lo hacía entonces. Puedo ver el frente de su casa y el pequeño espacio en el que estacionaba su Volkswagen gris. Una vez me explicó que los escarabajos flotaban en el agua. Me dijo que ningún auto había tenido tantos nombres ni tantas versiones como ese. A veces salía en el suyo, inclinado hacia adelante y muy despacio, como si ese inclinarse fuera parte de la tracción del auto, y yo lo imaginaba atravesando la ciudad y llegando al mar, subiendo y bajando suavemente olas mansas.

Recordar no es verme de ocho años desde mis ochenta y seis sino tener ocho otra vez y que todo vuelva a ser como fue y ya no será.

La relación que teníamos con él era extraña. Si las relaciones no son más que formas de distancia, yo nunca pude entender cuál era la distancia que nos acercaba o alejaba de Don Cosme. No estaba nunca entre los invitados a mi cumpleaños, como mis amigos o mis parientes o los amigos de mis padres o mi hermana, pero cada cumpleaños mi mamá decía “Andá decile a Don Cosme que venga”, él decía que no, que no hacía falta, y entonces cuando yo volvía a casa mi mamá decía “Llevale un pedazo de torta ya”.

Cuando él estaba en la vereda era como si estuviera en un bote y todos nosotros pasáramos por el agua, llevados por una corriente de la que no sabíamos nada. Como si nadáramos o estuviéramos a punto de ahogarnos. Pero él no. A veces yo ponía la mano en el borde del bote y miraba a Don Cosme, pero enseguida el agua me arrancaba y me arrastraba con los demás.

Nosotros sabíamos muy poco sobre él pero él parecía saberlo todo. Sabía cuándo yo tenía clase de patín o cuándo me había enfermado o le preguntaba a mi mamá por mi tía o mi abuela, y a mi papá por cosas de la distribuidora. Los perros nunca le ladraban.

Cuando yo tenía seis o siete años me di cuenta de que las flores del frente de su casa cambiaban cada día de color: eran azules, rosa claro, rosa oscuro, blancas, medio verdes, violáceas, celestes.

-Buendía, Don Cosme.

-Buenas tardes, Magdita.

-Puedo hacerle una pregunta.

-Cómo no.

-De qué color son las flores de su casa.

-Del que ellas quieren.

-¿Son mágicas?

-Sí —dijo él.

Mi tía decía que le daba miedo, que parecía una lechuza, y mi mamá le decía “No seas mala, Claudia, es una bendición tenerlo”.

El día que murió papá, mamá salió gritando a la calle y fue Don Cosme el que llamó a la ambulancia y se quedó junto a ella a esperar. Mi madre dijo una vez que Don Cosme “la sostuvo” y yo no le pregunté si la agarró, o si simplemente la miró como hacía siempre. También me contó que cuando compraron la casa, los dueños anteriores les hablaron de Don Cosme, de que lo habían visto con el uniforme del correo, y de la belleza extraña de su mujer.

Después hubo una época en la que casi no lo vi. Mis recuerdos son de otros lugares, de otra gente. Pasaba por la casa de mi madre sólo para poder ir a otro lado. Mi madre volvió a decirme como antes que su casa no era “un hotel”.

Pero el día que me mudé miré aquella casa, quiero decir me tomé un tiempo para hacerlo. Me paré en el frente y la miré, y a la de Don Cosme. Después me subí al camión de mudanzas y me fui a vivir a un departamento compartido en el centro. Ahí conocí a Eduardo y enseguida volvimos a mudarnos. Al departamento no lo miré como había mirado a la casa. Eduardo y yo nos casamos y los chicos vinieron como si hubieran estado esperando detrás de la puerta. El departamento que había parecido enorme de repente se achicó. Recuerdo una soga atravesando la cocina, para colgar la ropa cuando llovía.

En esa época mi vida anterior quedó atrás. Don Cosme también. Y si los días son como el agua es porque arrastran las cosas y las hacen desaparecer. Como si hubiera habido una inundación y yo hubiera podido rescatar sólo lo esencial, así tengo de esos años, a Eduardo, a los chicos y algunos días que sólo me importan a mí. Como la soga para la ropa, puedo ver un guiso girar en una olla, el papel araña con el que forré tantos cuadernos Rivadavia. Puedo verme diciéndole a Eduardo que no tire las rueditas que le acaba de sacar a la bicicleta de Amalia porque pronto vamos a tener que ponérselas a la de la más chiquita. Puedo ver una camisa a cuadros que Eduardo tiene puesta, un poco descolorida, mal arremangada.

Nunca volví a la casa de mis padres, al barrio. Desde que Eduardo se fue, vivo en el mismo edificio que Amalia. Ella y su familia en el quinto piso y yo en el primero. Mis nietos vienen los martes. Amalia dice que no debo decir que Eduardo “se fue” porque parece que fuera a volver. Yo no le respondo que digo así porque para mí de algún modo es así. Como cuando se iba al sur a pescar. A veces cuando Amalia dice, “papá se murió, no se fue” siento que podría decirle “vos qué sabés”.

Pero no le digo nada.

Eduardito, el más grande de Amalia, viene a verme más seguido y me saca a pasear en auto. Me aburro un poco. Es como si mi vida se hubiera vuelto opaca. Las cosas que brillaban ya no las hago.

El otro día le dije que quería volver a la casa de cuando era chica y me dijo que él había pasado por allí hacía unos días. “Estaba el viejito que nos contaste”, dijo, él siempre suave, tranquilo. “¿Don Cosme?”, dije. “Sí, ése”, dijo Eduardito.

Creo que no dije nada más. Me quedé pensando pero no me acuerdo en qué: los pensamientos se iban volando.

En los últimos años el día y la noche se mezclaron un poco, ya no estoy tan despierta de día ni tan dormida de noche. Me inundan unas siestas suaves a cualquier hora y de noche ando en una vigilia seca como un desierto. Ando digo, pero ni siquiera me levanto como cuando era joven. Me quedo acostada y miro esos rectángulos de luz que se deslizan oblicuos por la pared cada vez que pasa un auto por la calle. O la oscuridad, miro mucho la oscuridad.

Esa noche me acordé de Don Cosme y me quedé pensando en el tiempo. Vi muchas de las formas que puede tomar. Son infinitas. Lo vi arrasar, y lo vi detenerse. Vi cómo en algunas partes de mi vida el tiempo me había envuelto como un abrigo y yo lo había colmado de acciones como paquetes de regalos. En otras partes él se había vuelto áspero contra mi piel y parecíamos ir en sentido contrario, odiarnos.

La noche le pertenecía, también esa noche en la que yo lo miraba en silencio acostada muy quieta. Pensé qué cosas había hecho yo que no había hecho Don Cosme. Era yo la que pronto iba a morir. ¿El tiempo se nos da como el color de ojos o el talento, o se termina simplemente como acaba siempre de llover? Miré al tiempo como a un amigo tramposo y sentí que él me miraba a mí, como se mira algo que se está por comer.

Esperé a Eduardito abajo. No tuvo que tocar el timbre. Me dijo que no debería haber estado tanto tiempo parada. “No fue tanto”, le dije. Él tiene un modo de agarrarme el brazo, con una mano detrás del hombro y otra debajo del codo, que es perfecta. Yo podría ir a cualquier lado así. Me pone el cinturón de seguridad y la cartera en el regazo. Su auto casi no hace ruido y él maneja despacio. Creo que maneja así para mí. No debería haber hijos o nietos favoritos.

“No tenés ganas de hablar”, me dijo. Yo no había escuchado nada de lo que él había dicho antes. “Sí”, dije, “me acabo de acordar del día en que Don Cosme me mostró las hortensias en la entrada de su casa. Cada vez que yo pasaba las veía de diferente color, azul, rosa, violeta, blancas…. Las mismas, eh”.

“Estamos”, dijo Eduardito, “¿Querés bajar?”

Miré a la vereda y ahí estaba Don Cosme, sentado. Sentadito debería decir, porque había empequeñecido un poco o eso me pareció. La boina parecía quedarle un poco grande. Pero ahí estaba. Los mechones grises asomando por encima de las orejas. O tal vez era como las hortensias: iba a cambiar al día siguiente.

Miró hacia el auto. Creo que me reconoció, hasta creo que sonrió, pero todo en él es tan sutil que una sonrisa se parece a lo que no lo es. Me quedé mirándolo.

“Querés quedarte en el auto o bajar”, dijo Eduardito.

Don Cosme miraba lo que pasaba en la vereda y yo seguí mirándolo a él, su bote en el agua que ya tiraba de mí. Después de un rato pude ver. Pude ver una cierta justicia en el modo que tiene el tiempo de pasar.

“Yo estoy cansada, Eduardito”, dije.

“¿Querés ir?”, dijo él.

“Sí, yo ya estoy bien así”.