El orden público -concepto forjado entre los siglos XIX y XX- consiste en una respuesta mecánica y condicionada: a partir de una noción de orden entendida como algo aceptado por todos, se plantea como objetivo evitar su alteración, es decir, la aparición del desorden. Por ello, el estado lo debe gestionar, en tanto encargado del bienestar público, y lo debe asegurar dentro de la esfera de “lo público”, como un ámbito exclusivo y excluyente de intervención, que es diferente del sector abarcado por “lo privado”.
En este marco conceptual, la actuación estatal consiste en contrastar la conducta de los ciudadanos con la normativa y las costumbres arraigadas en la sociedad y protegidas por aquel: los que con esas acciones violen las leyes serán considerados enemigos del bienestar público y, en tanto tales, se los separará del conjunto y se los castigará.
Se trata claramente de un concepto que se identifica con una imagen paterno represiva, con la necesidad de protección de las normas básicas de funcionamiento de un régimen autocrático que, por sus características, necesita fórmulas de preservación frente a sus propios ciudadanos. Evidentemente, esta fórmula es incompatible con un estado democrático de derecho.
En Argentina la acción militar-policial del “orden público” tuvo lugar en su versión de la “doctrina de seguridad nacional”, cuyas dos premisas principales eran la bipolaridad del mundo y la guerra total y permanente. Esta doctrina -desarrollada en la Escuela de las Américas- permitió arrasar a los enemigos internos de la última dictadura cívico-militar y fue el justificativo para sustentar el ideal de la seguridad absoluta.
En la actualidad, la creciente conflictividad social se maneja a través de discursos emocionales simplistas, que apuntan sobre la seguridad subjetiva de la población y que absolutizan la seguridad en términos comunicacionales.
Es así que se comienza a hacer referencia a la aparición de una amenaza que pone en jaque los derechos fundamentales a la que corresponde enfrentar sobre la base del contenido de la “doctrina” de la seguridad ciudadana, entendida también como un discurso público o una ideología -de acuerdo con Zaffaroni, Alagia y Slokar-, que resultaría ser una suerte de heredera de la doctrina de la seguridad nacional. Claro que los adherentes a esta construcción pierden el norte de la cuestión securitaria, se obnubilan con la proyección de iniciativas legales de dudosa constitucionalidad y con una actuación gubernamental desmedida en el ámbito de la prevención y represión de delitos, lo que deriva en que se pierda de vista que aquella se trata de un problema real.
La afirmación del derecho a la seguridad puede referirse a dos situaciones opuestas: (a) se hablará de la legítima demanda de seguridad de todos los derechos para todos las personas, o bien de (b) una ideología vinculada con la selección de algunos derechos de grupos privilegiados y una prioridad de acción de defensa contra potenciales agresores, con la consecuente limitación general de derechos y garantías constitucionales.
Es así que, desde un punto de vista abstracto, tal como lo sostuvo hace tiempo Alessandro Baratta, las políticas de seguridad pueden obedecer a uno de los siguientes direccionamientos: (a) el modelo de seguridad de todos los derechos de todas las personas, o (b) el modelo de derecho a la seguridad de algunas personas.
La primera orientación se corresponde con la validez general de las normas de un estado constitucional de derecho, y asumirla implica admitir que la política de prevención del delito y el derecho penal no son, ni pueden ser, las únicas ni las principales respuestas estatales para el desarrollo de políticas integrales de derechos, dentro del cual encuentra espacio legítimo, también, la específica seguridad contra los delitos.
Este modelo de seguridad de todos los derechos para todas las personas es coherente con la definición de seguridad pública que elaboró Recasens i Brunet: una competencia de las instancias públicas cuyo objetivo consiste en establecer, mantener y eventualmente restaurar, las condiciones de un estado de convivencia que permitan el efectivo ejercicio de derechos.
Según el mismo autor, la seguridad específicamente relacionada con el delito es la seguridad ciudadana, vista como parte integrante de la seguridad pública, y definida como la garantía consistente en la prevención, protección o, en su caso, reparación de la integridad y el legítimo disfrute y posesión de los bienes jurídicos de los ciudadanos, como realización efectiva del ejercicio de los derechos.
Cuando sólo cabe entender que en un estado constitucional y democrático de derecho puede y debe plantearse un proyecto de una política de seguridad entendida como política de derechos, porque sólo ella es, al mismo tiempo, un proyecto de seguridad de la ciudad y un proyecto de ciudad, de comunicación política y de sociedad, el Presidente de la Nación -con la firma de todos sus Ministros- dictó el Decreto 58/2025 por el cual se cambió la denominación del Ministerio de Seguridad que pasó a llamarse Ministerio de Seguridad Nacional.
El cambio de denominación no responde a una cuestión de marketing político ni a una cuestión estética: no es más ni menos que un ejercicio de sinceramiento ideológico en una materia -la problemática de la seguridad- que importa un retroceso -otro más- en materia de protección de todos los derechos de todas las personas y en la profundización del debilitamiento de los vínculos horizontales.
* Profesor Adjunto Interino del Departamento de Derecho Penal y Criminología de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires.