Hay quienes tienen un niño adentro. Hay quienes son extremadamente vulnerables para sobrevivir en este mundo. Ese niño quiere jugar, no puede contenerse, desea, habla cuando no es el momento oportuno para hacerlo, no puede contener su espontaneidad. 

No puede someterse a las normas civilizadas que el orden social impone. Desea muchas veces lo prohibido. Cualquier palabra puede afectarlo, herirlo, la voz de una autoridad que lo reta, que lo sanciona. Se frustra rápidamente cuando no puede conseguir satisfacer su deseo. 

Ese niño tiene algunas características propias del anomal. Tiene problemas para integrase socialmente. No sería políticamente conveniente disciplinarlo a través de la ley patriarcal. Por el contrario, hay que cuidarlo. Es lo que nos permite “no perder la ternura jamás”, es decir, dar batalla para proteger lo mejor que tenemos. 

¿Cómo podríamos hacerlo? Tenemos que blindarlo. Rodearlo con una ciudad amurallada. O bien organizando nuestro cuerpo para la guerra. Tenemos que crear una vanguardia y una retaguardia ocupada por guerreros, y un centro protegido ocupado por nuestros niños. 

Nuestras feministas lo supieron hacer. Para proteger sus cuerpos -y esa sensibilidad extraordinaria que tiene la mujer- salieron a luchar. Lo propio ocurrió con los cuerpos vapuleados por el racismo, o con otros cuerpos objetos de prohibiciones como los locos.

Porque cuando no se tolera más las normas del régimen, caen las defensas y se llega a herir la profundidad más sensible que debemos cuidar, y es entonces cuando nos desmoronamos.

Ese niño nos lleva a explorar el mundo, con una curiosidad tan apasionada como riesgosa. Es el que nos impele a jugar. 

El guerrero debe abrirse paso por ese mundo sorteando obstáculos para que ese niño juegue sin peligro. La desproporción que existe entre nuestras fuerzas y las del régimen son abismales, es por eso que hay que utilizar otro tipo de estrategia que la de la guerra convencional. 

Yo le llamaría guerrilla existencial. Hay que atacar repentinamente y después ocultarse, tenemos que ocultarnos y engañarnos incluso a nosotros mismos, a ese niño que llevamos dentro y al adulto que pretende reprimirlo. 

La lucha es artesanal. Por momentos hay que fabricar nuestras propias armas. Es microscópica, por momentos imperceptible. Sólo nosotros podemos ver los territorios conquistados. Pero nos extasiamos cuando vemos que los niños inventan las reglas de un nuevo juego, siendo ese éxtasis imposible de medir.

Cuanto más sensibles son algunas personas más radicales políticamente se tornan. Es en esa sensibilidad donde habita también una mujer. Es una sensibilidad que nos fortalece. 

Los hombres se tornaron débiles cuando dejaron penetrarse por la Norma, descuidando los niños que llevaban dentro. Llevan corazas pesadas y rígidas que se quiebran con facilidad. No quieren tomar contacto con el niño que los habita, con la mujer, con el salvaje. 

Se abroquelan, forman otra ciudad amurallada, pero ésta los protege de la vida, de la que están cada vez más separados. Militares, débiles policías existenciales.

Ellos no van a luchar por lo que desean sus niños. Esos niños que se dejan llevar por sus pulsiones, que inventan mundos, que no tienen claro cuál es el objeto de su deseo, por lo cual muchos regímenes los han reprimido (fascismo, capitalismo: patriarcado), dejando claramente delimitada la diferencia entre un revolucionario y un fascista: el primero cuida al niño, lo deja crecer, lo alimenta, y si sale a dar batalla es para protegerlo. El segundo lo reprime, a veces brutalmente, y otras de manera más sutil, haciéndolo desear otra cosa, manipulándolo, seduciéndolo, para desviarlo de su cauce, hasta que ese niño ya no sepa lo que quiere, y el adulto no sepa por qué luchar.

Es por eso que en esta guerra a la vanguardia van los guerreros, que intentan despejar el camino para que los niños avance descubriendo cada vez más juegos y nos llenen de vitalidad. 

 Y a la retaguardia van los ancianos, que intentan cuidar los juguetes de los niños, todos los botines de guerra alcanzados. Los niños irán en el centro.

Hoy no estamos preparados, constituidos subjetivamente, para hacer la revolución. Se trata de algo mucho menos pretencioso: defender los últimos reductos de vida para que el capitalismo no nos lo arrebate. 

La selva en la que se debaten nuestros guerreros la llevamos dentro. Combatimos en ella, en sus lugares más profundos e inexpugnables, pero también nos perdemos allí. Muchas veces estamos desorientados, el enemigo nos convence que debemos exponer nuestros cuerpos -saberes, pulsiones, amores, pasiones, arte- en las vidrieras, y que podemos obtener dinero en esa operación. 

Es por eso que debemos penetrar la selva hacia lugares en los que el régimen no pueda ingresar, donde ni siquiera nosotros podemos hacerlo. Allí donde vive el otro, allí donde no podamos reconocernos, donde no haya lagos que nos devuelvan nuestra imagen, allí donde ya no sabemos quiénes somos ni cuál es nuestro precio. Los animales salvajes que pueblan nuestra selva son feroces. Ellos también habitan los cuerpos de ese otro con el cual debemos multiplicar vínculos.

 

Hay una diferencia entre el armazón que crean los adultos que quieren esconder al niño que llevan dentro, y el juego de máscaras que hacemos para defenderlo y propiciar su crecimiento dentro nuestro. 

Se requiere mucho valor para deshacer el rostro, deformar las máscaras, producir otra gestualización, en la medida en que para cada espacio de la vida social hay rostros autorizados y otros censurados.

Por ejemplo, hay espontaneidades que suelen permitirse, y que incluso se ponen de moda, y otras que no. 

Hay quienes tienen ciertos rasgos aniñados, y son recompensados por ellos, y hay quienes tienen demasiados. 

Se pueden mostrar algunos niños, dejarlos escapar, pero no mostrarlos a todos. Se puede jugar con la locura, mostrar algún rasgo de ella que incluso resulta gracioso, pero no todas las locuras que nos habitan. 

Y es que tal vez, para que sigan viviendo dentro nuestro, para alimentarlas y que nos alimenten, sea también conveniente no exponerlas, aunque se encarnen en nuestras conductas, solapadas. 

Pero solo nosotros sabremos que lo mejor que tenemos son esas locuras, esos niños, y que la razón que intenta tiranizarlos nunca, en nuestros cuerpos, podrá lograrlo del todo.