“Nunca he logrado separar mi vida de mis películas y siempre he tenido que hacer elecciones cruciales. Muchos directores se las arreglan para vivir de una forma y expresar otras ideas en sus obras: son capaces de dividir en dos su conciencia. Yo no. Para mí, el cine no es sólo un trabajo, es mi vida”.

Estas palabras del genial cineasta ruso Andrei Tarkovski (1932-1986) pueden servir muy bien de prólogo a la retrospectiva integral de su obra que -a partir del viernes 14- abre la temporada 2025 de la Sala Leopoldo Lugones. Autor absoluto de su obra, apenas siete largometrajes en 25 años de trabajo, Tarkovski fue tanto o más exigente para consigo mismo que para con los demás. “El cine se basa en dos tipos de directores, que hacen dos tipos distintos de películas”, decía. “Los que imitan al mundo en el que viven y los que crean su propio mundo, los poetas del cine. Y yo creo que solo los poetas permanecerán en la historia del cine, como Bresson, Dovzhenko, Mizoguchi, Bergman, Buñuel, Kurosawa”. Como el de esos nombres mayores, su cine no se parece al de ningún otro director y sólo ha tenido un epígono a su altura, su discípulo Andrei Sokúrov.

Nacido el 4 de abril de 1932 en la región de Ivánovo, cerca del curso norte del río Volga, su infancia fue difícil y errante. Su padre, el poeta y traductor Arseni Tarkovski, se separó de su madre, María Ivanovna, graduada del Instituto Literario de Moscú, cuando Andrei era un niño pequeño y sufría de tuberculosis. La familia, que incluía a su hermana menor Marina, vivió entre la capital de la URSS y una casa de campo en Ivánovo, locación central en su película autobiográfica El espejo (1974), que refleja muchas de sus impresiones de infancia: la marcha de su padre, su madre con dos niños en brazos, la guerra, la escuela y las dificultades de la vida cotidiana. “Fue un momento duro. Siempre extrañé a mi padre. Cuando mi padre abandonó a nuestra familia, yo tenía tres años. La vida era inusualmente difícil en todos los sentidos. Y aun así he recibido mucho en la vida. Todo lo mejor que tengo en la vida, el hecho de haberme convertido en director, se lo debo a mi madre”. Es la poesía de su padre, sin embargo, la que se escucha en la conmovedora voz en off de El espejo.

De joven, Andrei ingresó en la Escuela de Arte de Moscú, donde estudió dibujo, y luego se matriculó en el departamento de árabe del Instituto de Estudios Orientales de Moscú, pero abandonó todo para ir a trabajar durante un año a una mina en la taiga de Siberia. Al regresar, estaba decidido a estudiar cine y logró ser admitido en la escuela oficial VGIK, donde tuvo como tutor a Mijaíl Romm y se benefició del llamado “período de deshielo” de la era Nikita Jrushchov. Corría el año 1954, Stalin ya había muerto y una nueva generación de cineastas –Grigori Chujrai y Mijaíl Kalatozov, entre otros- se aprestaba a gestar nuevas formas de concebir al cine soviético. En el marco de ese espíritu de época, Tarkovski se atreve a proponer su primer cortometraje, Los asesinos (1958), basado en un cuento de un autor estadounidense, Ernst Hemingway, y unos años después realiza su magistral corto de graduación, El violín y la apisonadora (1961), con un guion escrito junto a su compañero de estudios Andrei Mijalkov-Konchalovski. “No reconocíamos a Hollywood ni, lo que era lo mismo para nosotros, la estética estalinista. Nos sentíamos como si el mundo estuviera a nuestros pies y no hubiera obstáculos que no pudiéramos superar”, recordaría años después Konchalovski.

No sería tan sencillo, sin embargo. El primer largometraje que imaginó Tarkovski –también con la colaboración en el guion de Konchalovski- fue Andréi Rublov, pero la ambición del proyecto era enorme y las autoridades de Goskino no terminaban de ver con buenos ojos que el protagonista fuera ese iconógrafo medieval –el más grande que haya dado Rusia- pero también un clérigo dedicado al arte religioso. El debut en el largo de Tarkovski entonces fue La infancia de Iván (1962), donde el director aprovechó la Gran Guerra Patriótica -un tema nacional en la cultura soviética- para hacer un poema visual sobre un adolescente que colabora con las tropas de su país contra el invasor nazi, que lo ha dejado huérfano. Como bien señala Nicolás Prividera en el programa de la Lugones, “la guerra no está vista a través de la acción exterior (no hay bombas ni combates) sino a través de la mirada de un niño. Imágenes del inconsciente (como ese pantano al inicio de la película) hacen al espectador bucear en sus propias pesadillas y encontrar sus propios fantasmas”.

El León de Oro del Festival de Venecia para La infancia de Iván –el primero para un film soviético- ablandó a las autoridades que finalmente dieron luz verde para la monumental Andréi Rublov (1966), una película inimaginable para un director de poco más de 30 años, que le llevó casi un lustro de trabajo y que en la Lugones –gracias a la colaboración de Mosfilm- se verá en su versión restaurada y completa, de tres horas y tres minutos de duración. “Por un lado, el Andréi Rublov de Tarkovski está fundado en el conflicto entre la austeridad del cristianismo y la sensualidad del paganismo, ya sea eslavo o tártaro”, escribió el crítico J.Hoberman. “Por el otro, el film pone al artista en el contexto del mecenazgo estatal y la represión. (…) Ninguna otra película le ha adjudicado una mayor significancia al rol del artista”.

Otro lustro de trabajo le llevó a Tarkovski la realización de su primera película en color, Solaris (1972), basada en la novela homónima de Stanislav Lem, quien terminó en malos términos con el director por los cambios que introdujo sin su aprobación. El resultado, sin embargo, está a la altura de las más grandes cimas del cine de ciencia ficción, una película que viaja a un futuro cercano para internarse en lo más profundo del inconsciente humano. No otra cosa parece ese planeta que le da su título a la película y que, en su océano infinito y constitutivo, “tiene la maravillosa capacidad de materializar los sueños, los miedos, los traumas más profundos, los deseos, lo más secreto de la vida espiritual” (Slavoj Žižek).

Con El espejo (1974), Tarkovski realizó una película declaradamente confesional, sin una trama a la manera aristotélica, pero ofreciendo a cambio un poema lírico, un bellísimo mosaico de asociaciones visuales y recuerdos del artista. “Es un film sobre la infancia y sobre la madre”, afirmó Tarkovski. “Intenté expresar cuánto significa la infancia para todos nosotros, esa sensación de nostalgia por ese momento de nuestras vidas que todos llevamos dentro”. Y para ratificarlo, el director recurre en la película a unos versos de su padre Arseni: “Me veré otra vez hecho niño / y entonces seré feliz / al saber que todo me espera / que aún todo es posible”.

Las autoridades soviéticas no aprobaron el film: les resultaba incomprensible y le exigían cortes, a los que Tarkovski no accedió. La película tuvo un estreno muy limitado en Rusia, en el Festival de Moscú 1975, y recién se permitió su circulación en el exterior tres años después. Para entonces, el cineasta ya estaba trabajando en el guion de Stalker - La zona (1979), versión libre del relato de ciencia ficción “Merienda junto al camino”, de los hermanos Boris y Arkadi Strugatski.

En un futuro cercano, todavía reconocible, tres hombres –un escritor, un científico, y un guía o “stalker”- se internan deliberadamente en una zona vedada, que alguna vez sufrió el contacto con algo indefinido (¿un meteorito?, ¿radiación atómica?), que la tornó tierra arrasada. En ese páramo hecho de restos de la civilización, donde las flores no perfuman y resuenan lejanos llamados de aves agoreras, el escritor y el científico buscan algo indefinido, pero pareciera que el único en poder quizás de dar alguna respuesta es ese inocente incapaz de articularla: el stalker. “Es un film de acción… interior, un western del cerebro”, lo definió Tarkovski frente al crítico italiano Gian Luigi Rondi.

Mientras acompañaba por Italia el estreno de Stalker, Tarkovski empezó a trabajar junto al guionista Tonino Guerra en el que con los años sería su anteúltimo largometraje, y el primero en rodar fuera de su país: Nostalgia (1983). “En esta película yo quería hablar de la forma rusa de la nostalgia, de ese estado anímico tan típico de nuestra nación, un estado anímico que surge en nosotros los rusos cuando estamos muy lejos de nuestra patria”, escribió el director en su libro Esculpir en el tiempo. “Quería hablar de los lazos que –como una suerte de fatalidad- unen a los rusos a sus raíces nacionales, a su pasado y su cultura, a la tierra, los amigos y los parientes, esos lazos de los que no podemos liberarnos en toda la vida, allá donde nos lleve el destino”.

Hostigado por el Comité Estatal de Cinematografía de la URSS, Goskino, que le echaba en cara no haber ganado la Palma de Oro en el Festival de Cannes (donde la película igualmente recibió tres premios, entre ellos al mejor director, compartido con su admirado Robert Bresson por El dinero), Tarkovski finalmente decide no regresar a su país y radicarse en Florencia, donde el ayuntamiento de la ciudad lo declara Ciudadano Honorario y pone a su disposición un departamento. Es allí donde prepara, con producción sueca, su película final, El sacrificio (1986), auténtico testamento que tiene en el actor bergmaniano Erland Josephson una suerte de alter ego del propio Tarkovski, enfrentado a la eventualidad de un holocausto nuclear.

“El tema que planteo en este film es crucial para mí: la ausencia de espacio en nuestra cultura para una existencia espiritual”, escribió el director, que paralelamente a su praxis nunca descuidó la reflexión sobre su cine en particular y el arte en general. “Hemos ampliado la mira de nuestros objetivos materiales sin tener en cuenta la amenaza planteada al privar al hombre de su dimensión espiritual. El hombre está sufriendo y no sabe por qué. Percibe una ausencia de armonía y busca sus causas. En El sacrificio quise mostrar que un hombre puede renovar sus vínculos con la vida recomponiendo su alianza consigo mismo, con su alma”.

 

El 13 de diciembre de 1985, antes de concluir el montaje de la película, los médicos le diagnostican cáncer de pulmón y las autoridades soviéticas lo autorizan a regresar a Moscú para despedirse de su padre. En mayo de 1986, El sacrificio se alza con el Grand Prix del Jurado de Cannes y con otros tres premios del festival. Siete meses después, Andrei Tarkovski muere en un hospital de París. Tenía 55 años.  

  • Días, horarios y mayor información sobre el ciclo, picar aquí