“Vivo en la casa que construyó mi abuelo con sus propias manos. Ahí vivo, donde vivió también mi padre, hasta el día en que lo secuestraron, a los seis años de mi edad. Ahí vivo”.

Ramón Inama tiene hoy cincuenta y tres años, “y ella, según mi calculo, tiene cuarenta y seis o cuarenta y siete”. Ramón recuerda claramente que Noemí, la compañera de su papá, que fue secuestrada junto con él, estaba embarazada. Entonces “desde siempre sabía yo que tenía un hermano o una hermana”. Esa hermana es la nieta 139.

Ramón habla con la exactitud milimétrica de un neurocirujano o como quien desarma una bomba. Tiene unas pausas tensas y vigilantes sobre la próxima palabra o frase a decir. Sabe que en este momento, donde aún no conoce a esa hermana, decir algo que sobre, podría dar por tierra con “el trabajo de más de treinta años. Yo recibí la carta de Abuelas de Plaza de Mayo a mis veinte años. Pregunté cómo hacer y me respondieron por carta y allí fui”. Y entonces esboza su primera sonrisa porque “yo pensé que tenía que ir en ayunas, y además la tecnología avanzó y ahora se toma la muestra de ADN con un hisopado, en aquel momento me sacaron tres jeringas de sangre. Me pusieron una vía y cambiaban la jeringa, una tras otra y las abuelas me tuvieron que dar de desayunar porque casi me desmayo y no era por ver, porque no me da impresión la sangre, casi me desmayo de debilidad. Yo en esa época laburaba quince horas por día y hacer eso encima en ayunas…”

Nunca se mudó de la casa que construyó su abuelo en el barrio La Loma, en La Plata, donde se crió con su mamá y los abuelos paternos. De su abuelo recuerda los insomnios posteriores al secuestro, y que cuando él le preguntaba que le pasaba, el abuelo apenas respondía que “nada, Ramón. Pienso cosas”. Charlas estrechas interrumpidas por las inundaciones eternas de La Loma, donde en cada lluvia había que rajar para salvar lo posible antes que el agua arrase con todo, “el resto era silencio. Mis abuelos ya no eran de hablar mucho, pero la desaparición de mi papá los sumió en un baldío oscuro que lo abarcaba todo. Era impenetrable”. Tanto, que durante la escuela primaria hacía solo los deberes “porque mi mamá tuvo que esconderse también. El día del secuestro recibió el mensaje y tuvo que irse, y ahí yo quedé al cuidado de los papás de mi papá”.

De Daniel, su padre, recuerda claramente la ultima vez que lo vio, más algún encuentro a escondidas a donde lo llevaba su madre y los relojes enormes adentro de la cabina gigante del Torino, cuando su papá lo llevaba a pasear por Mar del Plata, aunque “en estas noches que me cuesta más dormir, repaso mi vida, ya de grande. Miro qué hice, cómo lo hice. Soy tan estoico sin darme cuenta, que repasando descubro que hice más de lo que creía. Eso me ocupa los insomnios. Mis diálogos con el pasado, con mis veinte años dando la muestra, mi viejo y su compañera, el silencio de mis abuelos…”

“Amo la literatura y sin embargo me crié en una casa sin libros. Alguna vez, ya grande, visité lugares donde estuvo mi padre y encontré algunos libros, como las obras de Mao y el Libro Rojo, donde había unas anotaciones que él había hecho en los márgenes. Siempre busco señales, así como busqué a mi hermana. Soy un soldado, hago lo que hay que hacer. Años después, siendo yo ya grande me puse a buscar la historia de Noemí, la compañera de mi papá, y descubrí que su papá también fue detenido y desaparecido. O sea, esta hermana mía no solo es hija de desaparecidos por la dictadura, también es nieta de desaparecidos”.

La casa de La Loma aún se inunda, pero él permanece. Lo cuenta con una mezcla de firme tesón y calma espera. No es fácil saber si por conciencia, por necesidad o es solo porfía. O es parte de su forma de ser un soldado que sostiene, cincuenta y tres años después, la trinchera de su abuelo, de su padre y desde donde salió un invierno del año 1991, caminando resueltamente a buscar a su hermana desaparecida.

Ramon vive, desde el hallazgo de la nieta 139, en un estado de suspensión en el aire y expectativa. Cada nuevo paso en la búsqueda, le propone un nuevo compás de espera.

Cuenta que cuando se encuentra con su otra hermana, “Paula, la que vive, la que está en La Plata y conozco desde siempre” encuentra los reflejos de su padre. “Eso me pasa cuando la miro, siento que me encuentro con mi padre. De la misma forma tengo la expectativa de, al ver a esta otra hermana, encontrarlo a él y encontrarnos a nosotros mismos en ese núcleo familiar que fue desarmado pero que ahora volvemos a reunir. La idea es reunir a su familia biológica” y entonces baja el ritmo de las palabras, recupera sus previsiones, sus cuidados, sus prevenciones. Me mira a los ojos como para que no me olvide lo que va a decir: ”yo sabía que la estaba buscando. Ella no. No sabía quién era, mucho menos que era hija de desaparecidos, así que imaginate, porque ya somos dos personas grandes, con la vida hecha. Pero yo tengo toda la paciencia y las ganas y el amor y la esperanza de que, de alguna forma, todo lo que yo transité y construí en esto, le sirva a ella para poder acompañarlo, si ella quiere y lo desea y si estuviera dispuesta de que así sea”

Entonces Ramón Inama, hijo de Daniel, hace una pausa y suelta “mirá, que ella sepa quién es, es algo que no va a cambiar más. Es una certeza que ella tiene y que tengo yo”.