“Promete un tiempo / en que la ferocidad no sea la única manera de tocarnos / los unos a los otros y dejarnos una huella. Y quién / no quiere esa promesa.”
Claudia Masin. “Una vez”
Durante la pandemia, usamos la advertencia: estás muteado. Nos pasaba. Nos veían o veíamos a otres haciendo gestos, muecas, mientras no había sonido. Esa desavenencia entre imágenes y palabras no dejaba de resultar cómica y, a la vez, de señalar que siempre hay un problema o un destiempo en la comunicación. Ya distante -varios años han pasado- y sin embargo algo de esa experiencia permanece como puro presente: porque la existencia maquínica se reveló segunda piel o extensión del cuerpo, porque muchas interacciones se siguen dando en la proliferante secuencia de pantallas. Días enteros somos terminales conectadas al whatsApp o a las redes sociales, sosteniendo en la ubicuidad de las ventanitas el agotamiento de nuestra dispersión. Pienso, cuando estoy así, que solo la imagen y el sonido se conjugarán, si me distancio, si escribo un rato, si hago yoga, si me siento a charlar con alguien, si cocino o limpio -las manos alejadas de la pantalla, la mirada reconociendo la espacialidad. Si recupero la presencia, tan acotada siempre, tan escueta, tan efímera: sólo podemos estar en un lugar y en cierto tiempo.
Pero decía, esa experiencia no es personal, y bien lo sabe la oligarquía de las empresas digitales, que construyen poder y acopian capital con la mutación de nuestro ocio en productividad, nuestra libertad en encadenamiento, nuestra imaginación en creación de contenidos. A la vez, lo que circula y se vuelve victorioso en la circulación tecnologizada es lo enfático, maniqueo, gritón, cruento. No es casual que los presidentes de Argentina y de Estados Unidos pretendan encarnar este momento de triunfo del capitalismo digital al tiempo que ponen en escena la brutalidad en los modos discursivos y en las comprensiones del mundo. Como el que nos tocó tiene un costado roto, considera que las fallas de sonido -esas reapariciones del error en el ¡estás muteado!- surgen de una voluntad conspirativa y no del mero trastabillar de unos aparatos técnicos.
La brutalidad en el trato de la lengua no es ajena a la violencia que se ejerce sobre las personas, no se puede separar de la crueldad con la que se suprimen programas de atención médica, con la que se cierran servicios hospitalarios, se despiden trabajadores, se hambrean jubiladas, se minimizan las catástrofes ambientales o se agita, en el mar de fondo de la sociedad, el tembladeral del racismo y el clasismo.
El 1 de febrero muchas ciudades se vieron conmovidas por movilizaciones organizadas para responder a los bruscos ataques gubernamentales contra personas cuya definición de género u orientación sexual son disidentes respecto de la norma. En la ciudad de Buenos Aires se trató de una marcha del orgullo antifascista y antirracista. Pero fue, también, una insurrección poética, de una poesía trazada en los cuerpos, sus danzas, sus modos de encontrarse, en los carteles, en las banderas. La poesía habitó las calles como gesto con el cual confrontar el achatamiento de una lengua que se vuelve altisonante para amenazar.
Algo muy potente surge de ese gesto. Imaginé la multitud como un colibrí que insiste en ese vuelo flotador alrededor de unas flores, imaginé ese flotar como una insistencia en el sentido, en la procura de una precisión, un matiz, una palabra. Multitud colibrí. Que resignificó el orgullo LGTBIQNB+, confrontó con el racismo -¿no implica el racismo el modo más achatado de la lengua, allí donde un rasgo se vuelve el todo y en nombre de ese rasgo absolutizado se justifican dominios y agresiones?- y propuso una interpretación política: el rasgo del presente es el fascismo.
No faltaron luego una serie de interpretaciones, y más allá de la denostación, hubo quienes con gesto paternalista dijeron qué bonita marcha pero las cosas se juegan de verdad en las elecciones o quienes se pusieron a sancionar como atrasadas las consignas. Atrasan cien años, dijeron, como antes se dijo: se pasaron tres pueblos. Nuestra insurrección poética también podría ser una insumisión ante el modo lineal de pensar la temporalidad, donde todo se reduce a atraso/novedad, como si el progreso siguiera siendo un fantasma organizador, cuando bien sabemos que la historia lejos está de ser aprehendida -y hecha- con ese simplismo de juego de la oca -avanzar o retroceder. Cuando sabemos, digo, que los hechos portan un sentido que no es el de la expresión de una fecha o una pertenencia a una época. Ni atrasamos ni nos pasamos, más bien se está poniendo en juego una experimentación fenomenal sobre las vidas y su politización, que no se priva de sus enlaces anacrónicos ni de su imaginación intempestiva. Me dirán: ¡son metáforas! Claro, pero no son de las que alimentan el vuelo ni sostienen la flotación, más bien parecen piedras capaces de derribar al colibrí.
En los días previos al 1 de febrero circuló un llamado a movilizar. Un flyer decía: existen sólo dos géneros: fascistas y antifascistas. Decía mucho: no se trataba sólo de movilizarse desde las identidades sexo-genéricas, sino a partir de una composición política, de la decisión de situarse frente y contra las políticas del gobierno. ¿Por qué llamarle fascistas a esas políticas? Intuyo que fue para nombrar la ferocidad con la que están apostando a construir un nuevo orden autoritario, en el que la preservación de la vida se somete a la lógica de la mercancía, y en el que se reponen jerarquías de clase, raza, género. Es decir, fascismo como horizonte, como intento de clausurar las experiencias de transformación política. A eso nombran batalla cultural y encuentra en la apología de la crueldad su rasgo dominante. Frente a eso, antifascismo es la apelación y reunión de disímiles y conjugables experiencias: de esos esfuerzos por construir lazo social, de las poesías de las luchas, del orgullo de las vidas deseantes, de las tenacidades militantes, de las vocaciones genealogistas que quieren construir otras historias, de los cansancios ante los agravios, del trabajo mal pago y de la falta de trabajo. Antifascismo es la exploración de una temporalidad, por fuera de su sentido lineal. Busca su poesía del porvenir, no de la certidumbre de una historia que ya aconteció ni se ampara en un concepto certificado en alguna academia.
A veces, cuando se retira la marea, deja partes de la arena como un manto bordado de caracoles. De pedacitos de caracoles. Brillan ahí, como si fueran piedras preciosas. Son los restos rotitos y magníficos. No hay manto más bello que ése que el mar deja a su paso. Y que cada día será distinto. Quizás esta época, en la que los victoriosos hacen gala del gesto fascista de tratar a muchas vidas como desechos, nos exija esa otra política, la de construir con nuestros restos ese manto, con nuestros pedacitos esa incrustación en la arena, con nuestros sueños ese mar que llega y se retira, siempre -decía un poeta- joven.