El amor tiene coordenadas insólitas, puntos en el mapa que se marcan con piel y memoria. No siempre es un lecho de rosas: a veces es una casillita de gas, un penal con sala de computación, un baño de estacionamiento, un entrepiso o hasta un cajero automático de pleno centro. Hay quienes creen que el amor es un camino recto, un destino con contrato de permanencia. Pero a veces es solo un desvío, una parada técnica, una estación de servicio donde recargas energía y seguís viaje.
La primera vez que amé lo hice adentro de la casillita de Gas del Estado. Un espacio estrecho, un refugio improvisado, una trinchera mínima donde entendí que el amor no pide permisos ni necesita comodidades. El amor no es peligroso, y no debería ser inflamable, aunque enciende un fuego interno que a veces confunde.
Supe amar también de pasada en Pueblo Andino, cuando sin darnos cuenta nos estábamos amando a la vera de un cerdo muerto de unos 300 kilos. El olor putrefacto nos corrió de ahí, pero la escena quedó grabada en la historia de mis coordenadas. Porque a veces el amor no huele a jazmines ni a lavanda: a veces huele a muerte.
Me han amado fuerte dentro de un penal. La cosa sana. Lugares, lugares para explorar. La sala de computación. Fui feliz. Entre monitores viejos y teclados averiados, aprendí que el amor, cuando es urgente, se hace espacio, aunque sea entre archivos de Word 97 y la penitenciaria.
Para los que dicen que tener sexo en la primera cita está mal, yo les digo ¡no!, o quizás sea la excepción que confirma la regla, no quiero discutir. La primera vez que amé a quien luego sería mi marido, fue a las cinco de la mañana en el baño de un estacionamiento. La persona que cobraba empezó a golpear la puerta desaforadamente para que nos retiremos. Hicimos caso omiso, por supuesto, no se atrevería a abrirnos la puerta. Terminamos. Cuando salimos le dije: "Acá no hay ningún cartel que diga 'prohibido amar'. Yo, si no leo que está prohibido, lo hago". Y nos fuimos.
Pero aunque el amor sea libre y valiente, también tiene sus límites. Vos no podés tener un entrepiso arriba de la habitación de tu madre, con un piso de madera que cruje a la mínima respiración, e invitarme a amarnos ahí. Yo no amo arriba de las cabezas de las señoras
En un arranque temerario, burlé la seguridad de un cajero automático con el Flaco y ahí mientras hacíamos un depósito tuve que amarlo. Esa hazaña insólita dejó una deuda pendiente: hasta hoy, me debe esa plata. Porque en el mapa del amor, a veces lo arriesgado implica un embargo, un precio que se paga en pequeñas deudas. ¿Vale la pena? No. El que te ama no te mete en el veraz.
El mapa del amor es infinito, pero no todos los puntos se transforman en ciudades, hogares o direcciones permanentes.
Algunas son paradas fugaces, marcas en el Google maps de la vida, que trazan un recorrido sin destino final.
Se le exige demasiado al amor: que dure, que sostenga, que se quede. ¿Y si fuera solo un rato? ¿Y si cada coordenada contara como una efímera pero intensa celebración?
Tal vez el 14 de febrero no deba pasarse con una sola persona, sino festejarse con todas aquellas que han marcado el mapa. Porque si el amor es solo un momento, ¿por qué no brindar por cada huella, por cada destino, por cada deuda pendiente y cada arriesgado salto de fe?
Imagino que la existencia es como un vasto mapa repleto de rutas y coordenadas: cada encuentro, cada desvío, cada parada efímera marca una dirección en el GPS del amor.
Hay puntos de gran intensidad y lugares insólitos donde el corazón palpita con fuerza, pero en medio de todas esas rutas y destinos, hay un punto fijo e inamovible: el origen.
El origen soy yo. Punto de partida y el destino final, la brújula que guía cada travesía. Mientras recorro senderos inciertos y me pierdo en amores pasajeros. Ahí descubro que la única certeza, la única compañía constante, es mi reflejo en el espejo de mi alma. Esa imagen es la que, noche y día, se sostiene ante las tormentas y los climas cambiantes de mi vida.
Así, en cada paso, se revela la paradoja: el amor más profundo, el que nunca se desvanece, no está en lo que busco afuera, sino en el reconocimiento y la celebración de mi propia esencia.
Al final, el verdadero destino del viaje es encontrarme a mi misma, amarme en cada camino, porque el amor de mi vida, ruta inalterable, soy yo.