Allá por 1950, Antonio Dal Masetto llegó junto a su familia a Salto, en el norte de la provincia de Buenos Aires. Tenía 12 años y estaba en ayunas con respecto al idioma. Los esperaba un tío, que había venido antes de la guerra y había salido adelante con una carnicería.
Antonio vestía pantalones cortos y tiradores, parecía un personaje de una película de Vittorio de Sica. Pero la moda de Italia no era la de Argentina y con los pibes las cosas no eran fáciles. Las burlas se multiplicaban por la vestimenta y por la torpeza en el uso del idioma.
Toda la familia tenía un rol en la carnicería. Él se subía a una bici y repartía los pedidos. La pericia en el castellano se volvió una obligación por partida doble: debía sumar clientes, quería dejar de ser un intruso entre los adolescentes de aquel pueblo de la pampa húmeda.
Para envolver la carne y las menudencias, usaban diarios y revistas, que traían los propios compradores. Entre todo ese material, Antonio siempre separaba alguna revista de historietas, en especial las de Leoplán. Esa fue su primera aproximación a la lengua, porque los dibujos le facilitaban la comprensión de los textos.
La biblioteca popular se convirtió en un refugio. Ahí seleccionaba libros por sus títulos e ilustraciones. Uno de los primeros que leyó fue Del amor, de Stendhal. No entendió nada, pero algo se abrió.
Sentía que había una parte suya que estaba escondida, que era dolorosa y oscura, y lo aislaba del mundo. Creía que si la contaba, nadie lo iba a comprender. En esa biblioteca, eligió un libro por la tapa. Era de un autor alemán, lo leyó de un tirón. El protagonista atravesaba los mismos dolores que él. Descubrió que los libros podían ayudar a darle pelea a la soledad.
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Había nacido el 14 de febrero de 1938 en Intra, una pequeña villa a orillas del Lago Maggiore, en el norte de Italia. Sus padres, Narciso y María, eran campesinos y obreros fabriles. En esas laderas piamontesas, sembraban verduras y frutas. También cultivaban vides para hacer su propio vino. Antonio estaba a cargo del pastoreo de las ovejas y las cabras. La mamá trabajaba en una algodonera, el padre en la fábrica de gas.
La guerra alteró el paisaje bucólico. Los partisanos bajaban de las montañas por las noches. Se refugiaban detrás de la vivienda de los Dal Masetto, que estaba en las afueras del pueblo, y desde allí disparaban contra las tropas del Eje. La casa estaba llena de agujeros. Un día vio cómo los nazis fusilaron a 42 personas. Varios de los fusilados eran amigos de su padre, trabajaban con él en la fábrica.
Antes de partir rumbo a la Argentina, hizo un pozo en el jardín de su casa, metió los juguetes en una caja de metal y los enterró. Sólo conservó las novelas de Emilio Salgari. Una ilustración de uno de esos ejemplares terminó siendo la tapa de Piratas, fantasmas y dinosaurios, el último libro de relatos de su amigo Osvaldo Soriano.
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La solapa de la novela Bosque señala sobre la mudanza desde Italia a la llanura pampeana: “Sufrió mucho con ese traslado, en sus propias palabras «me sentía un marciano en el mundo»”. Alguna vez le pregunté y se rió. “¡Nooo! Esas son cosas que se inventan. Hicieron el libro en España y alguien escribió eso, yo nunca lo dije. Además, a esa edad siempre se sufre mucho. Son sufrimientos exagerados, excesivos, que uno hasta se inventa”.
A los 17, hizo un bolso para irse de Salto rumbo a la Capital Federal. La madre escuchó ruidos y lo descubrió armando la valija. Quiso avisarle a su esposo, pero Antonio le pidió que no lo hiciera. Lo vio partir en la noche, rumbo a la estación de colectivos.
Sin contactos y con dinero para aguantar un par de semanas, bajó en Plaza Once. Caminó hacia el centro, hasta encontrar una pensión en Sarmiento y Talcahuano. Compartía la habitación con otros cinco tipos. Todas las mañanas agarraba el diario y buscaba empleo en los avisos clasificados. Fue cadete, obrero en una fábrica, vendedor ambulante, heladero experto en el armado de cucuruchos en un negocio de la avenida Pueyrredón.
Su sueño era ser pintor, quería encontrar un maestro que lo guiara en ese arte. Las monjas de su colegio piamontés le habían augurado una carrera como artista plástico. Se destacaba por sus dibujos en los cuadernos escolares y lo llamaban “el pequeño Giotto”, que también había sido hijo de pastores y había estado encargado de pastorear las ovejas. Pero el oficio era demasiado caro y la ilusión se desvaneció pronto.
En una librería, conoció a una persona que la contactó con otra y así se sumó al proyecto de sacar una revista, en la que publicó los primeros cuentos. Esos relatos terminaron siendo el germen de Lacre, con el que obtuvo una mención especial en el Premio Casa de las Américas en 1964.
Unos años más tarde, otro periodista y escritor que venía del interior bonaerense, Miguel Briante, le ofreció sumarse a la redacción de Confirmado en la sección Crítica de libros. La tarea no le gustaba, aguantó poco, pero el tiempo suficiente para cruzarse con Soriano. En esas oficinas nació una amistad a tres bandas que duró casi tres décadas.
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Dal Masetto supo brillar en Página/12 con contratapas que describieron la política, la economía, la sociedad y la cultura argentina entre finales de la década de 1980 y 2003. Sus microficciones tenían como punto de partida las charlas de bar o diálogos ocasionales entre vecinos del Bajo porteño. Si el periodismo muchas veces se piensa como el oficio de lo efímero, esos textos supieron traspasar el tiempo. Pero él las veía como una carga: “Si pudiera evitarlo, no lo haría, pero uno tiene que vivir de algo”.
Ahí, en los bares del Bajo, sentía que había encontrado un refugio. Aguardaba en esas mesas, como un pescador en el Lago Maggiore: agazapado, silencioso, en alerta. Hasta que picaba una historia.
Alguna vez contó que nunca escribió en italiano, más allá de algunas cartas a algún amigo del colegio en esos primeros años de inmigrante. Pero nunca escribió literatura en otro idioma que no fuera el castellano. Todo su esfuerzo se centró en afirmarse en esa lengua que supo ser objeto de burla y después se transformó en pan.