Si uno se toma el trabajo de googlear la palabra “gatillo fácil” va a encontrar varias noticias sobre hechos ocurridos en los últimos días en argentina, en distintos puntos del país, pero con características y patrones similares en cuanto a secuencia, víctimas y victimarios. Así, en Mar del Plata, el 6 de febrero, dos jóvenes que volvían a sus casas después de participar de un evento en el Club Alvarado, fueron perseguidos varias cuadras por un auto sin identificación policial que, sin dar voz de alto, disparó por la espalda contra la vida de Matías Paredes, de 26 años, quien falleció en el acto.

El otro caso es en Jujuy, un día después, el 7 de febrero. Ivo Torres de 22 años, perteneciente a la comunidad coya de San Juan de Quillacas, Salta. Se desplazaba en motocicleta por la zona de frontera. Mientras Gendarmería realizaba un procedimiento fue perseguido y acribillado, también por la espalda. Pero algo similar había ocurrido antes en Orán, con Fernando Gómez, quien también fue asesinado por la misma Gendarmería el 18 de diciembre pasado, en similares circunstancias.

La coincidencia entre los hechos, de víctima elegida (jóvenes pobres, de los barrios humildes) y de victimarios (fuerzas estatales de “seguridad”) nos lleva a concluir que estamos frente a un mensaje político dirigido a elevar los niveles de demagogia punitiva, en un contexto de habilitación para la violencia de todo tipo y especie, sea interpersonal, simbólica y -en definitiva- sistémica, que alimenta el fascismo social imperante. En fin… nada nuevo, puesto que esta situación ya la hemos experimentado en otras épocas: desde “una bala para cada delincuente” de Ruckauf, hasta “A los delincuentes tenés que llenarlos de agujeros, directamente... llenarlos de agujeros a balazos” de boca del inefable diputado nacional José Luis Espert. Es decir, discursos de odio que impactan de lleno sobre el imaginario policial y social, encendiendo la mecha del abuso letal de la fuerza y el gatillo fácil sobre los sectores populares. En definitiva, como señala De Souza Santos, los gobiernos no necesitan ser fascistas, basta un guiñe de ojo gubernamental para desatar la violencia activa o pasiva contenida de un gran sector de la sociedad que sí lo es y que termina convalidando el aniquilamiento como “solución final”.

Aquí no importa si las fuerzas de seguridad son provinciales o nacionales, está probado por estadística que este tipo de discursos son legitimantes del accionar punitivo en general y genera todo tipo de violaciones a los derechos humanos, y tampoco importa aquí el matiz político entre un ministro de seguridad y otro que conduce la fuerza: los casos ocurren porque hay un marco propicio, tanto en Mar del Plata con un vehículo de la policía bonaerense que puede moverse sin identificación alguna, como las patotas de la dictadura; o a partir de un grupo de gendarmes de frontera, que fusilan a mansalva en un retén. Si a este caldo le agregamos la pelea salarial de las fuerzas de seguridad, menos casual se torna el panorama, pues sabemos que la democracia muchas veces sufre condicionamientos extorsivos y los hechos suelen hablar por sí solos con casi 9.000 víctimas desde 1983, sin necesidad de volvernos conspiranoicos.

El clima de odio que gatilla fácil es signo de época, y aun cuando la relación entre discurso y caso concreto no es mecánica, es un factor que incide, pues desde las señales simbólicas desde la cúspide del poder tienen relevancia en torno a la impunidad o no de los casos y a su reiteración.

Así desde la reinstauración de la llamada “Doctrina Chocobar” la cantidad de particulares muertos/as en el AMBA durante 2024 por violencia policial, aumentó un 20% en comparación con el mismo período del año anterior (véase CELS). Si miramos el cuadro a nivel nacional, el panorama es muy desalentador, pues la legalización del gatillo fácil parece un hecho corre de la mano del endurecimiento del discurso estatal en todas las regiones, aun de las que se presumen progresistas (Véase CORREPI).

Desde el punto de vista estrictamente jurídico, los integrantes de las fuerzas de seguridad deberían usar la fuerza de manera excepcional y en última instancia, es decir frente a una amenaza inminente a la propia vida o a la de otros. Las normativas nacionales e internacionales establecen los principios de necesidad, racionalidad, gradualidad y proporcionalidad, e indican que si la situación no amerita el uso del arma de fuego se deben utilizar otras alternativas de intervención. Toda actuación por fuera de estos principios es ilegítima, aunque ocurra en el marco de procedimientos a primera vista legales. Claro que estos principios deben ser evaluados, y la presión que ejercen los discursos de odio se siente en la agencia de justicia, que entra en crisis moral y relaja las investigaciones, propiciando la impunidad.

Muchos creímos que el crimen de Lucas Gonzáles, aquel chico que el 17 de noviembre de 2021 regresaba de entrenar en Barracas Central junto a sus amigos y fue fusilado por la policía de la Ciudad, con altas condenas por parte del Poder Judicial, marcaba un antes y un después. También creímos que las duras condenas a los policías que perpetraron la “Masacre de Monte” en la Provincia de Buenos Aires, serían ejemplificadoras. Pues evidentemente nada de eso ocurrió: la similitud con el reciente caso de Matías Paredes resulta escalofriante. Se avanza y se retrocede (en realidad más se retrocede); la violencia institucional, con los discursos de odio, se reaviva como el fuego con los vientos de la Patagonia, frente a la mirada impasible -en el mejor de los casos- de un vasto sector de la sociedad.

Resulta fundamental que, al menos, el gobierno de la Provincia de Buenos Aires impulse un mensaje claro, preventivo, en lugar de lamentarse frente a la tragedia, una vez ocurridos los hechos luctuosos. Un protocolo más robusto sobre el uso de la fuerza policial y sus efectos, como también un monitoreo sistemático y coordinado de las causas judiciales, para que no deriven en impunidad, con participación social suficiente, retomando la buena senda de las reformas alguna vez introducidas por León Arslanián. Nos referimos a una pauta que se desmarque del desgobierno que vienen demostrando otras provincias, y del discurso de odio nacional que directamente retroalimenta el fusilamiento cotidiano de los jóvenes que ya padecen la condena y el estigma de vivir en barrios abandonados por una sociedad aporofóbica (que rechaza a los pobres), alejados de la mano del Estado, quien ha convertido esa territorialidad en auténticos vertederos o basurales a cielo abierto de personas.

* Ex Juez, actual secretario de coordinación de la Municipalidad de La Plata.
* Ex defensor penal juvenil de La Plata