No sé quién se dejó el disco en casa. Cuando digo disco no me refiero literalmente a un disco sino un cassette, lado A y lado B, la cinta magnética que se usaba entre los años ’70 y los ’90 para escuchar discos. No había muchos cassettes en casa, ni se escuchaban discos. No recuerdo una vez en toda mi vida en la que mi mamá le haya dicho a mi papá: poné música Edmundo o viceversa. En general en mi casa no había discos o cassettes como tampoco había, por ejemplo, una biblioteca. No que fuéramos especialmente burros, sino que en esos años, los convulsos ’90, en el pueblo en la provincia de Buenos Aires en donde crecí, pues no más no había lugar para las cosas del espíritu. Más de la mitad del país vivía en la pobreza y nosotros, mi familia y yo, estábamos en el borde. No recuerdo sino que más bien me imagino: Una muchacha atormentada, sin plata para nada, el buzo gris de mi papá que me quedaba enorme, dos días sin pisar la ducha y las piernas colgando del reposabrazos algo vencido del sillón.

Encontré el cassette entre el puñadito que descansaba al lado del minicomponente. Mi papá los acomodaba todos en una casetera percudida que tenía de cuando él era estudiante. Este estaba suelto sobre la mesita, cosa rara, porque en la casetera sobraba espacio. Física y química, Joaquín Sabina. Me imagino que le di play más bien queriendo bailar, dar saltitos graciosos, hacer como hacian mis amigas adolescentes y abstraerme de los cortes de luz y los días sin pisar la escuela. Fingir mientras escuchaba boleros que era una bailarina elegante de la que los chicos se enamoraban. En cambio, me encontré con la voz tomada por el tabaco de un extranjero más bien grande, que hablaba de los argentinos como si nos conociera. Joaquín Sabina ordenaba una frase ingeniosa detrás de la otra con pasmosa precisión y, cuando quería, rompía el patrón que él mismo establecía.

En casa se intentaba mantener ciertos rituales. Todos los domingos se compraba Clarín porque venía con la revista Viva, nos íbamos de vacaciones aunque fuese en marzo a un departamento prestado y mi mamá nos mandaba a clases particulares de inglés a mí y mis hermanos. Pero cuando nos sentábamos a comer se hablaba de plata y a mi papá se le arrugaba la cara. Estaba en juego que yo, la mayor de tres, pudiera estudiar y tener una carrera. Estaba aterrada pero mi mamá insistía en que no me preocupe, que ella y mi papá iban a encontrar la manera. Cuando apareció Física y química rondando por el living de mi casa dejé la pose de chica triste que languidecía como en un cuento de Mariana Enriquez. Fue como si me hubiesen levantado de ahí en un taxi para llevarme directo al Aeropuerto Internacional de Ezeiza.

Eso no me lo necesito imaginar porque lo recuerdo: escuché ese único cassette horas, días. Esperaba con ansiedad los ratos en los que me quedaba sola para ponerlo a todo lo que daba y cantar desbocada mientras actuaba las letras. Un piano de cola y una barra, a veces una escalera de madera lustrosa, a veces un ascensor espejado en un rascacielos, y un señor y una mujer siempre más grandes, subiendo despacio hacia una habitación que todavía no se abría para mí. Recuerdo hacer avanzar y retroceder la cinta para dar con las canciones que prefería, hasta que la práctica había sido tanta que lograba hacerlo al primer intento. Recuerdo el sentimiento de encontrar algo en mi casa que no era de todos sino que, como no era de nadie, podía reclamar como propio en una casa en la compartíamos hasta las toallas. Un hueco en el que no entraba el ruido de la crisis y la amenaza de que no pudiera estudiar.

Recuerdo, las imágenes que me armaba en la cabeza de España, las cervezas bien frías, Victoria Abril, el psicólogo argentino mostrándote el camino, y el reflejo de Madrid como feria de variedades en la que todo cabía. Así existió Madrid en mi cabeza hasta que, muchos años después, llegué a la ciudad a vivir. Quizás yo ya era así: más de las letras, de los acertijos que proponen las metáforas cuando se encadenan, una detrás de la otra, a un ritmo constante. Pero no es imposible que en ese episodio de primera escucha de Física y química haya empezado algo que hasta entonces no existía.

Portada del disco Física y química

Los álbumes que vinieron después no hicieron más que hacerlo crecer. Como latigazos, todos tienen su marca específica. La argentina que vende carricoches de miga de pan y soldaditos de la lata en El Rastro, la descripción que hace de Chavela Vargas en Esta boca es mía. Mi primer CD, el primer CD enteramente mío real de mi propiedad, llegará como regalo de navidad algunos años después de mano de mis papás. Las cosas estarían por mejorar pronto, ya habremos cambiado el viejo mini componente por uno más moderno con bandeja de CD y yo voy a repetir y repetir y repetir una y mil veces 19 días y 500 noches. Lo fui a ver una sola vez, en Buenos Aires hace diez años, algunos meses antes de irme de Argentina; ya estaba grande, casi no cantaba y la performance de viejo zorrón que hacía en sus discos le quedaba un poco lejos. Me dije que prefería recordarlo como lo imaginaba y nunca más saqué una entrada. Ahora que se despide, que va a tocar en vivo por última vez, la verdad es que me lo estoy pensando.

No hay una canción de Sabina que no me sepa de memoria. Cada año Spotify vuelve a repetir lo obvio: es el artista que más escucho y, en realidad, la única cosa de la que he sido fan en la vida. No hay domingo que no pasee por El Rastro con la misma rigurosidad con la que mi madre me mandaba a inglés. No hay oportunidad en la que no cruce la plaza de Tirso de Molina sin detenerme a contemplar el balcón que creo que es el suyo. A mí me dio las coordenadas desde la cual activar la imaginación y la búsqueda, pero también me dio el deseo de ser representada en el mismo sentido en el que representaba en sus canciones a las mujeres que lo inspiraron. Una vez que entendí que esos cuerpos y esas historias eran un invento de él, ya no quise ser un objeto pasivo, algo hermoso que va a envejecer, sino que la artista capaz de trazar esa belleza y dejarla grabada.

En Madrid, donde todavía vivo, a la gente con la que me junto le parece un horror. Los artistas serios, las escritoras feministas, las editoras, mis amigas y mis compañeras piensan que es una horterada, que Sabina es un viejo verde y un pajero. Yo me repito eso de que nadie es profeta en su tierra y ni siquiera intento explicarlo. Es como ser extranjera, no se explica, es un sentimiento. Además, estoy segura, sacando a mis papás y mis hermanos, en el pueblo de la provincia de Buenos Aires donde crecí, nadie se acuerda de mí.

Joaquín Sabina en la época del disco Física y química

Sofía Balbuena nació en Salto, en 1984. Trabaja como lectora y dicta talleres de lectura y escritura. Ha publicado Doce pasos hacia mí (Vinilo) y Borracha menor (Caballo de Troya). Su próximo libro saldrá este año en España y Argentina por Seix Barral. Vive en Madrid.