“Estamos siguiendo la historia a dónde sea que nos lleve”, insiste Roone Arledge (Peter Sarsgaard), el titular de la división Deportes de la cadena ABC, en una acalorada discusión con sus colegas periodistas durante la transmisión en vivo del secuestro de once atletas israelíes en las Olimpíadas de Múnich de 1972. Lo interrumpe Marvin Bader (Ben Chaplin), segundo en responsabilidad en la cobertura de la noticia: “Entonces dejame preguntarte algo”, lo interrumpe Marvin Bader (Ben Chaplin), segundo en responsabilidad en la cobertura de la noticia. “Septiembre Negro sabe que todo el mundo está mirando. Por eso eligieron las Olimpíadas. Si le disparan a alguien en vivo, por televisión, ¿de quién es la historia entonces? ¿Es nuestra o es de ellos?”. Ese es el dilema que atraviesa Septiembre 5, quizás la película decisiva sobre el rol de los medios de comunicación en la cobertura de actos terroristas. Aquella fecha fue la del secuestro de los atletas israelíes por un grupo militar palestino llamado Septiembre Negro y la del resultado trágico para las víctimas, para los deportistas de la competencia, y para Alemania que veía asomar de nuevo los fantasmas de su pasado. Pero también fue histórico para la televisión en vivo y estableció interrogantes todavía vigentes sobre lo que se pone en juego cuando se prende una cámara.
Todavía no había amanecido y la villa olímpica parecía tranquila, los atletas dormían o regresaban alegres de alguna celebración, los corresponsables descansaban para las jornadas próximas, las autoridades locales esperaban que ese evento deportivo confirmara al mundo la imagen de una nueva Alemania después del Holocausto. Pero en ese momento ocho miembros armados de Septiembre Negro treparon la valla perimetral de la villa, entraron en el edificio donde se alojaba la selección israelí y tomaron once prisioneros dejando un saldo de dos muertos. Esos fueron los hechos, los que están documentados, los que se transmitieron en vivo a todo el mundo. La película dirigida por el suizo Tim Fehlbaum se propone, por un lado, como una ficción que recrea la titánica tarea de un grupo de periodistas la cadena ABC, abocados a la cobertura del evento deportivo y de pronto responsables de transmitir en vivo un acto que cambiaba la historia, y por el otro, como documento de la época con la clara consciencia de cómo fue registrado el material de archivo y qué responsabilidad ética implicó ponerlo al aire ante millones de personas.
La historia ya había sido contada. En el documental de Kevin Mcdonald, One Day in September (1999), y en la ficción de Steven Spielberg, el tenso thriller de espías, Múnich (2005). Ambas eran perspectivas complementarias: el primero daba cuenta de una mirada desde afuera, intentando una reconstrucción posible del suceso y su envergadura como hito para el terrorismo internacional; la segunda penetraba en el seno de la inteligencia israelí y la respuesta al acontecimiento en sintonía con la nueva geopolítica que abría la tragedia. Fehlbaum elige otra mirada, que es la de la cobertura mediática de un hecho que estaba sucediendo mientras la prensa internacional esperaba el día a día de un evento deportivo con las claras connotaciones que suponía la relación entre Alemania como anfitrión y la competencia de los israelíes como atletas. Todos los ojos estaban puestos allí, todos esperaban la reconciliación, un camino posible hacia cierta paz mundial. Pero la intervención de Septiembre Negro no solo tiñó de oscuridad esas ilusiones, sino que empujó a la prensa a una nueva era: ¿qué era más importante, la cobertura inmediata, siguiendo la historia tal como ocurría, o la reflexión sobre lo que implicaba exhibir al mundo un acto semejante?
EN LA BÚSQUEDA DE LA VERDAD
La sala de operaciones donde vemos al equipo de la ABC Sports es el único espacio en la película. Los monitores que muestran el registro de las cámaras, los equipos de sonido que deben ser ajustados todo el tiempo, la preparación minuciosa de un programa de televisión que sale en vivo. Los operadores, los sonidistas, la encargada de los créditos en las imágenes. Todos entran y salen, los teléfonos suenan sin parar, los corredores son los rincones para deliberar en secreto, los televisores y las radios revelan lo que dicen los medios de otros países. El satélite como novedad del momento es una pieza de disputa entre la ABC y la CBS por el horario, los minutos al aire, el comando de la noticia (a la hora de recrear el estudio usado por la ABC en Múnich, Fehlbaum bregó por una minuciosa autenticidad en el trabajo junto a su diseñador de producción, Julian Wagner). Los personajes que llevan la acción son Arledge, quien defiende el profesionalismo de su equipo y la autoridad para cubrir una noticia que excede su campo de acción; Bader, el representante de la voz de la conciencia; el corresponsal Peter Jennings (Benjamin Walker), titular de la primera oficina de la ABC en Oriente Medio; el ingeniero en sonido franco-argelino Jacques Ledsgards (Zinedine Soualem), algunos otros operadores de cámara o sonido, y un periodista que se infiltra como deportista en la villa cuando la policía alemana impide la entrada de la prensa.
Pero los que verdaderamente absorben el protagonismo son dos figuras claves para la película: Geoffrey Mason (el excelente John Magaro, que ya era tiempo que tuviera papeles importantes), un productor que asume la responsabilidad de la cobertura deportiva horas antes de la incursión de los terroristas en la villa; y Marianne Gebhardt (Leonie Benesch, la excelente protagonista de Sala de profesores), traductora alemana que inicialmente recibe el malestar todavía presente por el historial nazi de su país y con el correr de las horas asume un rol decisivo en la construcción de la noticia. Son ambos los que, por razones diferentes –Mason es un personaje real que define la forma de hacer televisión vigente hasta hoy; Gebhardt es el único personaje creado por la ficción–, le permiten a la película pensar la responsabilidad ética a la hora de concebir una noticia y difundirla al mundo, al igual que el valor de verdad de la información, el chequeo de fuentes y el compromiso de honestidad con la tarea realizada, componentes en discusión en esta nueva era de medios digitales y redes sociales.
El director Tim Fehlbaum –que escribió el guion junto al alemán Moritz Binder–, filma con exquisita precisión todo lo que ocurre en la sala de operaciones de la ABC: la destreza de Mason como director de cámaras, la atención a llamados e información que pueda aparecer o que haya que ir a buscar, y la intuición de Marianne para detectar un detalle significativo, una pista que hay que seguir, una salida al territorio que puede ser crucial. Es esa dinámica urgente la que los une, más allá de la discusión de alto vuelo que puedan tener sus jefes, Arledge y Bader, casi siempre fuera de campo, entrando y saliendo del territorio minado con órdenes y directivas, presiones por los números de audiencia, exigencias del propio ego y la ética profesional. Mason y Gebhardt están verdaderamente en vivo, poniendo ella su cuerpo en la salida al aeropuerto cuando los rehenes son trasladados y se puede obtener registro inmediato del desenlace del hecho, o él la conciencia, cuando debe medir el peso de cada decisión, la euforia del triunfo o la desazón por la derrota.
¿QUIÉN DECIDE LO QUE SE MUESTRA?
El presentador Jim McKay, la estrella de la sección Deportes del canal, tenía un día libre asignado: ese 5 de septiembre. Los sucesos en la madrugada cambiaron su descanso. La película toma la mejor decisión respecto a esa figura: no elige un actor para representarlo, sino que utiliza imágenes de archivo de la época que lo muestran en acción. La textura granulada de aquella imagen televisiva se integra a la perfección con la dinámica febril de la sala de operaciones, los actores que juegan a ser otros, las tomas exteriores de la villa olímpica y el pandemónium de la toma de rehenes que quedó elidido para nuestra imaginación. Cuando un hombre encapuchado se asoma en uno de los balcones del edificio que alberga a los israelíes, la cámara de la ABC capta la siniestra silueta. “Esa es nuestra apertura”, se regodea Mason casi olvidando qué implica su cercanía. Esa es la tensión que define mejor el espíritu de Septiembre 5: la contradicción entre el buen trabajo periodístico y el horror subyacente a las imágenes difundidas como parte de la carrera por la primicia. Es lo mejor y lo peor del periodismo, y una línea demasiado delgada que los separa.
“¿Quién decide qué historia se cuenta y desde qué punto de vista? La cobertura de noticias las 24 horas al día, ¿es algo valioso en sí mismo o simplemente alimenta nuestros intereses lascivos? Todas esas preguntas contenidas en la película son más atractivas que simplemente poner a Arledge en el centro de atención, aunque le tengo mucho respeto porque es uno de los gigantes de los medios”, reflexiona Peter Sarsgaard, que lo encarna en el film, en una entrevista con The Washington Post. Filmada casi en la víspera del ataque de Hamas en la Franja de Gaza y la posterior represalia iniciada por Israel, Septiembre 5 no toma posición en el conflicto ancestral de Medio Oriente, no explora las consecuencias geopolíticas del hecho –como sí hacía Spielberg en Múnich–, ni intenta explicaciones o justificaciones del accionar de los involucrados. “No se trata de quién tiene razón y quién no en este conflicto milenario”, agrega John Magaro. “Se trata de cómo los medios comparten estas historias con los televidentes. Es una exploración de la ética del periodismo, un estudio de cómo reaccionamos frente a las crisis. Esas son las preguntas que el público debería llevarse consigo”.
En ese permanente encuentro con la ética, los periodistas descubren impensadas dimensiones de su labor. “¿Los terroristas están viendo lo que nosotros vemos?”, se pregunta Mason al descubrir que están transmitiendo en vivo un intento de incursión de la policía alemana en el edificio de la villa olímpica. Las imágenes llegan a todos, desbaratando operaciones secretas y anticipando movimientos que debieron permanecer en secreto. ¿La libertad de expresión o la seguridad nacional? Esas preguntas se gestan allí mismo por primera vez en tanto la televisión en vivo trasgrede límites que antes parecían inexpugnables. Los juegos olímpicos de 1972 llegaban en un momento en que el mundo occidental intentaba cerrar filas frente a la amenaza soviética en plena Guerra Fría y frente a las tensiones en Medio Oriente en la antesala de la crisis del petróleo. Alemania era un aliado importante de Estados Unidos y cambiar aquel rostro nefasto de las olimpíadas de 1936 en pleno nazismo implicaba la confraternidad de los atletas y la celebración de los deportes. Todo transmitido en vivo, desde Múnich, en los nuevos televisores a color.
“Cuando le pregunté al verdadero Geoffrey Mason si en su momento había reflexionado sobre las consecuencias de aquella emblemática emisión televisiva, me respondió: ‘No había tiempo para eso. Estábamos demasiado ocupados cubriendo lo que estaba sucediendo en la vida real’”, explica Fehlbaum en una entrevista con Los Ángeles Times. “En ese momento me di cuenta que así tenía que ser la película, con esas preguntas formuladas a contrarreloj”. El director se deslumbró siendo un adolescente cuando vio el documental One Day in September, ganador del Oscar en 1999, y siguió la pista del suceso hasta llegar a la voz del propio Mason. Esa perspectiva interior quería asegurarla con planos largos y claustrofóbicos, una constante mirada de los actores a los monitores, la evocación de aquel clima que marcó a la audiencia, la forma analógica de aquella televisión. ¿Qué hacer frente a un suceso del que no había antecedentes? Todos parecen querer responder a ese interrogante sin nunca lograrlo. Quizás eso permita entender cómo la verdad comenzó a tornarse tan elusiva desde aquel día. Tanto hasta desaparecer ante los mismos ojos de la audiencia que no dejaba de mirar la pantalla.