"...que nada te detenga, que sigas tu camino..."

                                  Sergio Maldonado.

 

Mi certificado de nacimiento dice que a las 18 horas 50 minutos vinieron a arrancarme de las alcantarillas de la placenta. En las entrañas de las cavernas del alma, sentía el placer puro que  cualquier hijo de puta tiene derecho a gozar, antes de que lo cuelguen entre dos brazos que no abrazan.

Dentro del cuenco de mi nombre llueve mi infancia y los rostros de las caricias están desiertas. Trabajo entre la vida y la muerte, juego con barajas marcadas en la ficción del nacer.

Nadie hablaba de mí en la época de mis primeros pasos, la sonrisa de mi madre estaba cocida en su boca para que nadie sepa que ella podía regalarme una estrella con cualquier gesto. Me hubiera gustado tener ese juguete, esa caricia sin olvido. Nunca tuve uno. Ni uno sólo, ni la muñeca más triste ni el tren con luces de piedra.

Escondía mi nombre en un pequeño hueco entre la tierra y el barro, para que los pájaros de panes agrios me traigan su ración de libertad.

Mi certificado de nacimiento dice que a las 18 horas 50 minutos vinieron a arrancarme de las alcantarillas de la placenta. Sucedió un martes cualquiera de hace 37 años. No tuve compañía aquel día, mis dos hermanas fueron vomitadas a la línea sin retorno algunos años después. El país vivía encerrado en una jaula, con dos demonios dentro y una teoría tranquilizadora para parir la muerte. Alfaraguá no iba a ser la excepción.

Las funciones y ficciones eran siempre tristes: escuela, casa, vereda y calle igualaban soledad e infancia con una sinfonía atroz. Había palabras que no se habían inventado para comprender el dolor de lo indecible. El "bullying" aún no había llegado, y yo sólo era la" gordita", ésa era yo. La cachetona, rellenita, la cara de nada y la más gringa de esos gringos hijos de puta, hija de campesinos chatos, hija de padre ausente. ¿Hija?

Mi certificado de nacimiento dice que a las 18 horas 50 minutos vinieron a arrancarme de las alcantarillas de la placenta. Ese papel amarillado me signa Valeria. Los psicoanalistas, viejos onanistas de la palabra, espías del significante, años después me dijeron que Valeria era alguien que "Vale" y que "Ría". Nunca pude valer, ni tener el valor de reír en aquellos años, que vengan ellos y se pongan mi disfraz. ¡Vamos a ver si pueden reírse! ¡ingloriousbastards!

Supe desde que el sol se esconde, que mis pocas probabilidades de salir con vida de Alfaraguá era huir en un maratón que "premie" el saber hacer parir cuerpos, "partera" que grite "macho". Alfaraguá es un rapto de sangre mocoví y toba que se cuela en silencio en los rostros blanco‑mármol de la mayoría de los "alfaraguíes". Los documentos de identidad nos revelan las raíces indias de los derrotados o de cada uno de nosotros. Aún antes del antes ya éramos parte de un robo "patrio". El norte de la provincia de Santa Fe cerró sus ojos.

Mi certificado de nacimiento dice que a las 18 horas 50 minutos vinieron a arrancarme de las alcantarillas de la placenta. Cada advertencia de mi madre era cal viva sobre mi cuerpo y alargaba el soplo del desierto entre nosotras.

Alfaraguá borraba una a una las huellas de su pasado rojo derretido por la sangre traicionada, un rincón donde Dios vivía con los ojos cerrados.

La distancia entre el Usted y el Vos es un abismo, y los precipicios espantan al amor. Ella era un guardián eterno de mi sombra, yo era su alimento y en esa fábula carnívora siempre mi sangre tenía sabor a casi nada: "¿otro nueve? A dónde vas a ir a parar siendo tan bestia?", y así podía seguir mil años vomitando con sus fauces más y más. Me hubiese gustado invitarla a comer de mi plato, pero yo era eso: "su" plato. ¿A quién pedir auxilio? ¿a mi padre? ¿padre?

Mi certificado de nacimiento dice que a las 18 horas 50 minutos vinieron a arrancarme de las alcantarillas de la placenta. Y mis padres eligieron por mí que yo iba a ser una Reusch, me ofrecieron a ese linaje para salir de las tinieblas. Valeria Reusch fue el pasaporte para escapar de las cavernas del origen y pelearle filo a filo a la costumbre del mañana.

Ser una Reusch nunca fue una cifra exacta entre principio y final, era lo más parecido a un resto que cuelga de un cuerpo deshabitado.

Mi casa, ocho paredes que se levantaban entre mil sombras fue un buen refugio para el olvido. Entre tantas ausencias, faltaban fotos, cuadros e imágenes que vistieran el ropaje de los ayeres. A mis quince años, y cuando ya sabía que era mejor no haber estado allí, desafié a mi madre: "¿Por qué no hay fotos de otras épocas? ¿Y tus abuelos? ¿y yo de chiquita? ¿y yo de chiquita y en tu panza?" insistí con la fuerza de quien se sabe capaz de un knockout sin arrojar un golpe. Ella parándose más firme aún tenía los mejores golpes: "mire m'hijita, los que trabajamos antes que el Sol, no tenemos tiempo para andar embromando con esas estupideces de ricachones". Hizo un gesto apenas con cejas firmes y me alcanzó unos tachos para ordeñar las vacas. Ella sabía cómo levantar muros y encerrarme con los verdugos que me habitan.

Mi certificado de nacimiento dice que a las 18 horas 50 minutos vinieron a arrancarme de las alcantarillas de la placenta. Era difícil adivinar en aquel momento que mi universo iba a ser tan pequeño que no cabía un padre, no hubo hechizos; y Don Juan Reusch era un sobreviviente de catástrofes ajenas y propias. Vivía entre las tinieblas del sol que arrasaba los campos. Allí era eterno, en ese mundo debajo de los rayos era un dios insomne, y sospecho que era feliz. Nos perdonábamos mutuamente, como dos pasajeros sin boletos ni trenes a ninguna parte. Nos volvimos piadosos uno con el otro. Fue lo más parecido al amor que pude acariciar durante la infancia. Todavía tiembla mi recuerdo cuando escucho su voz el día anterior a mi partida de Alfaraguá: "Si te vas, llévame con vos, porque yo te traje al mundo, fui yo el que te salvó de las garras de los mal nacidos". Juro que aquel día no entendí, sólo atiné a balbucear: "¿qué querés decir?". "Nada, nada", dijo con voz arrepentida, como si hubiese abierto la puerta del laberinto y soltado un hilo, y la máscara empezara a desfigurarse en un ruego de perdones.

¿Don Juan Reusch había despertado de una pesadilla o de un sueño? Siempre fue un fantasma errante entre tanta luz, sus ojos azules tenían el sabor del pan que abriga el hambre en medio de tanta muerte. ¿Quiénes eran los "malnacidos"? "¿de qué garras habló mi padre?".

A quince kilómetros de Alfaraguá estaba el Regimiento X del Primer Cuerpo del Ejército Argentino.

No quise saber más, no hizo falta. Una semana después falleció mi abuelo, Don Víctor Reusch, teniente coronel egresado de una década infame y miembro de una promoción "maldita". El sí pudo darme amor y abrazos; y también una carta de adioses y perdones por haberme arrancado de las cavernas de mi origen y sepultado en un río fúnebre las sonrisas de mis padres.

Dónde estoy cuando escribo mi nombre, y dónde habita la ternura en esta jaula que acumula infiernos y no pide permiso. Todavía sigo esperando que me nombren.