Cuando Gorki descubrió el cine lo denominó inmediatamente Reino de las Sombras. Era el 4 de julio de 1896. Trémulo, escribió: “No hablo de un mundo vivo. Hablo de un mundo sin colores y que desconoce el sonido. No hablo de la vida sino de las sombras de la vida. El fondo viene hacia delante y se precipita ante nuestra mirada. Es terrible de ver; este movimiento hecho de sombras avanza a toda velocidad a partir del fondo. Esta proyección violenta de fantasmas que repiten sus gestos para la eternidad es como una pesadilla de la cual uno no llega a despertarse del todo. Lo que he visto me ha empapado la espalda de sudor. Un nocturno lejano aparece, nos aborda, nos engulle para desaparecer en el silencio”. De ese Reino surge Moloch (1999), de Alexander Sokurov. En el remoto refugio alpino del Nido del Águila, Eva Braun (Elena Rufanova) recibe la visita de su amante, Hitler (Leonid Mozgovoi), quien llega acompañado de sus más fieles colaboradores, entre ellos, el contrahecho Joseph Goebbels (Leonid Sokol), su esposa Magda (Elena Spiridonova), y el ambicioso y autoritario Martin Bormann (Vladimir Bogdanov). Pero la centralidad de la película se la lleva Eva, esa mujer terrorífica que abraza columnas de piedra, las besa, se frota y danza entre sombras que irradian paisajes diáfanos y tétricos como su propio destino. Eva Braun, en el momento más virulento del terror, pasó a ser la pareja oficial de Hitler, quien la mantuvo siempre oculta por una razón de propaganda, sostenida por el artífice de la publicidad nazi, Joseph Goebbels. Pero antes de Goebbels, fue Braun una de las figuras y mentoras de la campaña del Führer. Según esos designios, Hitler tenía un solo amor, una sola novia, una sola esposa: Alemania.
La estética que impusieron, enarbolando el culto al pasado, era un teatro de operaciones del poder totalitario y depredador. “La ideología nazi, se sabe, se ha alimentado de un rechazo violento, fóbico, del cuerpo que no ha podido sublimar sino en un cuerpo deportivo, sano y asexuado. La moda de los uniformes indica algo totalmente distinto: una respuesta a una opresiva libertad de elección sexual (y en otras cuestiones), a un grado de individualidad intolerable; al ensayo general de la esclavización más que a su recreación” (S. Sontag). A un Moloch se le describe como “un rey horrible manchado con sangre/ de sacrificios humanos y lágrimas de padres” , que lidera la procesión de ángeles rebeldes. En este universo inerte nadie coge. Cuerpos amorfos que huelen a gas mostaza. Almas muertas que deambulan en una arquitectura melancólica y siniestra. Ella misma reconoce en él primero un Dios y luego un cadáver. Moloch nos acerca a un día, solo un día, en la vida de los amantes de la muerte y eso nos alcanza para visualizar el estado de las cosas. La cámara, en un plano general, nos hace parte de un espacio fantasmal, en ese “remoto refugio” que flota sobre una nube de humo y nos recuerda a la Isla de los muertos (1880), de Böcklin. Es significativo que la tercera versión del cuadro fue adquirida en 1934 por Hitler, y que estuvo colgada en alguno de sus despachos hasta que desapareció durante los tumultos de la Segunda Guerra Mundial. En 1979 reapareció misteriosamente y en la actualidad se encuentra en la Galería Nacional de Berlín. Todos los lazos posibles de confluencias nos van trazando un pasado no tan lejano de acontecer. Entre los verdes y azules de Moloch, las figuras espectrales son marionetas. Pero sabemos, en esos rostros velados de maldad, inquietantes, que aquello no fue una ficción. ¿Y cuál es este estado de inquietud inexplicable? Quizás sea el mismo de esa mujer, que es capaz de ver en el Sol un cadáver humano. Un estado del espíritu confrontando a un orden inteligible, al caos natural de las cosas. La melancolía de la partida (1914) es un cuadro de Giorgio De Chirico, quien se anticipó a todos los contemporáneos, reflejando el ánima de la modernidad. Los puntos de la perspectiva en la pintura clásica y en lo que vino después son los puntos de referencia de un “estar ahora” en el mundo. “ De Chirico va a convertirse así en el maestro de esas falsas perspectivas clásicas, donde se cruzan puntos de vista imposibles, combinaciones de perspectivas aceleradas y de perspectivas ralentizadas, instalando finalmente en un cubo escénico una escenografía que ya no es la de un espacio connatural al nuestro, habitable y familiar, sino de un teatro de sombras semejante de trampillas y falsas ventanas” (Jean Clair). Aquella arquitectura de piedra, de sombras oscuras que se abren y se encogen, se estiran y se achican, nos aleja de mundos sólidos y reales y se convierte en sombras errantes de un falso universo habitable. Y esa mujer entregada a la crueldad, al desprecio y a la aberración seguirá ocultada por el régimen, pasando sus horas como las niñas de Balthus, que se escabullen como animal en celo, cargada de un goce que, ahora sí, se encaminará a su designio final. Leal al pacto de muerte de su amo, se suicida. Y nosotros seguimos caminando sobre el cemento, las ruinas, sobre este universo metafísico plagado de signos solitarios.
* Editora/ Pintora