Hay artistas que llegan al hiperconsumo y pierden su fiereza o, al menos, habrá que esperar un tiempo para que su obra la recupere. Es el caso de Frida Kahlo: su dolor y su genio están diluidos por las colas de tres días en la Casa Azul, los monederos con su cara y las tazas con su corazón roto. No pasa lo mismo con Remedios Varo, otra artista ligada al surrealismo: aunque se la ve en remeras que reproducen su obra, todavía no ha saturado. En el mismo escalón está la maravillosa Leonora Carrington, inglesa-mexicana, mejor amiga de Varo, otra exploradora de los sueños, la magia y el mito en aquellas explosivas décadas para las pintoras mujeres, de los años 20 hasta terminada la Segunda Guerra Mundial. De Carrington se abrió recién en 2018 un museo para su obra, en San Luis Potosí, México. El Malba de Buenos Aires tiene obra de las tres.
Hay, sin embargo, una artista cuya ausencia es rara. Es (muy) poco conocida, fue parte del surrealismo (aunque no miembro orgánica) y nació en Buenos Aires. Leonor Fini, la surrealista argentina, no tiene obra en nuestro país. Al menos no tengo noticias de ninguna galería o museo que tenga trabajos suyos, si es así avisen. Fini fue una mujer extraordinaria y es muy curioso que en su país apenas se la conozca. Cierto: estuvo poco. Cuando Leonor tenía 18 meses su madre, Malvina Braun Duvich, escapó desde Buenos Aires a su Trieste natal, lejos de su violento esposo. Herminio, el padre, no las dejó en paz. Desde la huida, en 1909, las persiguió durante diez años, cuando Malvina finalmente obtuvo el divorcio. Durante ese tiempo madre e hija se la pasaron viajando escondidas por Italia. Leonor fue expulsada de varias escuelas por mal comportamiento. Después de una enfermedad en los ojos que la obligó a usar vendas, la chica decidió ser artista. Autodidacta, su educación formal terminó a los 17, cuando se dedicó a viajar, a visitar museos y a leer en la biblioteca de su tío en Milán. Antes, entre los 13 y los 14, se fascinó con la muerte y visitaba la morgue de Trieste. Iba todos los días, un guardia la dejaba pasar, y contemplaba los cadáveres con números en los dedos de los pies.
Cuando llegó a París a los 24, fue mucho más que artista. Se convirtió en un personaje ineludible para la Europa de entreguerras, mientras florecían las vanguardias y los estilos de vida alternativos. Se relacionó con los surrealistas y exhibió con ellos: era amiga y sobre todo colega de Salvador Dalí, Paul Éluard, Picasso, Georges Bataille, Max Ernst, Leonora Carrington. Henri Cartier-Bresson le sacó una foto mítica, desnuda, que en 2007 se vendió por más de 300 mil dólares, su fotografía más cara. Como muchos artistas de su época, Leonor Fini trabajó para la moda, en su caso para Elsa Schiaparelli, y diseñó la botella del perfume “Shocking”, basada en el torso de Mae West. También trabajó en cine: diseñó máscaras para 8 ½ de Fellini, el vestuario de Paseo por el amor y la muerte, de John Ford y retrató a María Felix.
Su mente estaba en llamas. Peggy Guggenheim fue la primera en mostrar su obra fuera de Europa, en la muestra “31 Women” en 1942, plena guerra, que Leonor pasó en Montecarlo. Esas pinturas casi siempre la tienen como protagonista: una mujer teatral y gatuna, ritualista, sensual. Así era ella: las fotografías la muestran escultural y atrevida. Solía vestirse como un cardenal de la Iglesia católica, con trajes auténticos que compraba en tiendas especializadas. “Me gusta la naturaleza sacrílega de vestirme como un cura”, decía. “Y me gusta la experiencia de ser mujer y usar la ropa de un hombre que nunca tocó un cuerpo de mujer”. Max Ernst se enamoró de ella, “de su furia, su escandalosa elegancia, su capricho y su pasión”. Cuando invitaba gente a su casa, solía recibir con una antorcha. Fue lejos en su experimentación sexual: era abiertamente bisexual y tuvo largas relaciones poli amorosas. "Nunca me interesó el matrimonio”, decía, “y nunca viví con una sola persona. Siempre me gustó la comunidad, un gran atelier, mis gatos y amigos, y dos hombres, uno más amigo que amante, el otro al revés. Y siempre funcionó”. Tampoco quiso hijos: “Nunca me atrajo la fecundidad. Me niego a su utilidad: participar en la continuidad de la especie es una abdicación. Para tener hijos es necesaria una humillación inconcebible en el mundo contemporáneo, una pasividad brutal. Yo pertenezco a la idea de Lilith, la anti-Eva, y mi universo es el del espíritu. La maternidad física me resulta repulsiva”. A los bares iba con sacos pesados y nada debajo. Ilustró Juliette de Sade, hizo unas mujeres con látigos y rostros bestiales, verdaderas dominadoras. También son famosas sus ilustraciones eróticas de Historia de O, de Pauline Réage. Su amigo Jean Genet, sin embargo, la veía en profundidad: “Señorita, usted va a los bailes de disfraces con una máscara de gata y un traje de cardenal. Creo que se oculta tras la apariencia para que no la invada la Esfinge, con sus alas y sus garras. No obstante, parece a un paso de la metamorfosis”.
Genet, el poeta ladrón y homosexual, tenía razón. Poco después, la pintura de Fini se desató. Empezó a pintarse como una divinidad ante hombres pasivos. Interesada en la naturaleza, volvió a sus amores de la adolescencia, como Friedrich o Böcklin, e introdujo a sus naturalezas decadentes la figura de la esfinge, intermediaria entre lo humano y lo bestial. La esfinge de Fini, sin embargo, no le hace preguntas a los hombres, sino que se pregunta sobre el lugar de la mujer artista. La ligadura de la mujer con la magia es obvia en pinturas como “Ceremonia”, con el ritual en el centro de la imagen, pero el significado oculto. Para Fini, la mujer era maga y sacerdotisa, hermosa y soberana. “Como mujer, represento el mundo intuitivo. Estoy esperando que despierte la conciencia de los hombres. En mis pinturas ellos duermen porque rechazan participar en la sociedad que construyeron”. A veces la esfinge es más siniestra y recuerda a esos cuerpos que miraba en su adolescencia, como “Pequeña Hermita con Esfinge”, de 1948, donde la bestia es una sacerdotisa de la muerte entre trazos negros.
Fini no fue la musa ni la mujer fatal de nadie. Pintaba a sus amigos, como a Leonora Carrington en 1939, en el cuadro: “La alcoba: interior con tres mujeres”, donde la representa como una guerrera con armadura, tensa y asexuada. Carrington, que admiraba a Fini y disfrutaba verla vestida de cardenal, dijo: “No conozco religión que no declare a la mujer como débil mental, inmunda, generalmente una criatura inferior respecto de los machos, y eso a pesar de que se dice que nos veneran”. Estaban de acuerdo, pero Fini, siempre rebelde, se negaba a participar en libros o muestras exclusivas para mujeres, incluso casi decide quedar fuera de un libro fundamental sobre mujeres surrealistas, el de Whitney Chadwick publicado en 1985, cuando ella tenía 80 años. “Es como un país falso. Los hombres han tratado de exiliar y de encarcelar a las mujeres. Un estudio o una muestra dedicada exclusivamente a las mujeres es una especie de exilio”. Leonor Fini vivió siempre con más de una decena de gatos, y les dedicó un libro de ilustraciones en 1973, Miroir des chats. Su obra está en casi todos los museos más importantes del mundo, desde el Pompidou y el Museo de Arte Moderno en París hasta el Metropolitan de Nueva York, la Tate Modern de Londres o la colección Guggenheim de Venecia. Sus últimas retrospectivas fueron en la Weinstein Gallery de San Francisco, en 2009, y en el museo de Umea, Suecia, en 2014.
Leonor Fini murió en París en 1996, a punto de cumplir 90. Nunca volvió al país donde nació.