Luis Franco observaba que los pájaros crearon las primeras melodías en la tierra millones de años antes de que apareciera el hombre. También inventaron la arquitectura, el cortejo y el beso.

Al describir el uso ritual de plumas de avestruz, cuyo tranco los tupinambá imitaban en la guerra, Yves D’Evreux alerta al lector europeo desprevenido: “sé que muchas personas se admirarán de lo que digo, de cómo es posible que estos salvajes busquen entre las prácticas de los animales los medios de gobernarse. Pero si recordaran, por ejemplo, que el conocimiento de las hierbas medicinales les fue enseñado a los hombres por la cigüeña, la paloma, el venado y el cabrito; que la manera de hacer la guerra y apostar centinelas fue recogida de las grullas; que la bondad del estado monárquico fue al principio observado entre las abejas; que los arquitectos aprendieron a hacer bóvedas con las golondrinas; que el propio Jesucristo nos mandó a observar al milano, al buitre, al águila y al gorrión, desaparecerá la admiración, especialmente si creyeran que estos salvajes imitan con la mayor perfección posible a los pájaros y animales de su país, al que exaltan en los cantos que recitan en sus fiestas”.

Ante la falta de alimento, el pelícano da de comer su propia carne a sus hijos. La iconografía cristiana suele asociarlo a Jesús.

Un misionero francés observó en Papúa que los aborígenes rigen el ciclo anual de sus actividades guiándose por el ritual de cortejo del ave del paraíso. El pequeño pajarito escoge una cresta empinada y despeja el terreno en un círculo perfecto de varios metros de circunferencia, dejando un arbolito en su centro, a manera de eje vertical, al que despoja de ramas y hojas. Laborioso y prolijo al límite de la obsesión, aplana la tierra y desbroza hierbas y arbustos quitándoles la corteza hasta que se secan y los puede retirar, y demarca los límites de su corte de amor con líquenes recogidos de las altas cumbres. Esa preparación dura meses. Al llegar el tiempo del cortejo adorna su pista de baile con bayas rojas, verdes y amarillas y comienza su canto. Cuando una virtual compañera acude al llamado y se posa atenta en la cima del arbusto disecado, el ave del paraíso inicia una danza frenética en la que despliega su plumaje magnificente junto con su talento de bailarín. De pronto, en medio del ritual, levanta vuelo y vuelve con una orquídea en el pico. Finalmente seducida, la hembra desciende de su mirador y accede a consumar el acto reproductivo.

El aborigen informante del misionero le apunta: “nosotros seguimos atentamente el curso de sus trabajos. Cuando empieza a escarbar la tierra, sabemos que es tiempo de limpiar un rincón del bosque para preparar el huerto; cuando escarda el suelo para hacer la plataforma, nuestras mujeres aporcan la tierra con unos palos puntiagudos; cuando establece el cerco, nosotros, los hombres, construimos empalizadas alrededor del huerto para que no entren los jabalíes; cuando coloca las bayas de colores, sembramos hortalizas. Después hacemos como él: descansamos, cantamos, nos adornamos con flores y bailamos”.

De todas formas, no es el ave del paraíso sino el cerdo el animal totémico de las islas. Con él se establecen vínculos sociales que clausuran la cisura entre naturaleza y cultura a partir de la cual nosotros, occidentales, concebimos lo humano. Por ejemplo, las mujeres matan al hijo primogénito, al que entregan a su piara como alimento, y lo sustituyen por un chanchito bebé, al que amamantan, que será devorado a su turno en rituales de intercambio con aldeas enemigas. (Nunca hay que olvidar que la guerra es una relación social). La equivalencia cerdo = ser humano es literal y forma parte de la economía política –nunca mejor empleado el término- que sostiene el precariamente equilibrado entramado de las etnias. Hasta mediados del siglo veinte se intercambiaban cautivos por cerdos; cuando ello no sucedía, simplemente se comían a los primeros.

A veces, al describir las técnicas culinarias de los caníbales –básicamente una especie de curanto a la piedra- al piadoso curita se le escapan frases que lo delatan más mimetizado con sus feligreses de lo que sería capaz de admitir. Tras veinte años en Papuasia escribe frases como “con el humo blanco que se destrenza perezosamente a través de la espesa tapadera vegetal se desprende del horno un agradable olorcito”. Pero donde más deviene su otro, sin advertirlo, es cuando narra los poderes místicos de sus pares y rivales, los chamanes. Llega incluso a admitir que algunos de ellos son capaces de transformarse en animales bajo cuya forma realizan increíbles proezas; y hasta cree que, para desafiar su poder y tal vez disuadirlo de su vocación evangelizadora, le envían serpientes venenosas a las que dominan con cánticos secretos.

Sentadita en el fondo del patio, junto al gallinero, mientras me contaba historias de salamancas y curanderas, mi abuela Aída le partía la cabecita a un conejo con un martillo y lo faenaba en minutos. Con esa carne extraña, magra y de sabor fuerte, preparaba unos escabeches dignos de un museo del gusto.

Con ella aprendí a valorar el sabor de las cosas agrias. Por ejemplo, a ramonear la cáscara del kinoto, esa naranjita de juguete, mientras los salivales se contraían, retráctiles, viéndola retorcerle el cogote a una gallina o esparcir afrechillo para los pollitos.

Hasta el siglo dieciocho hubo unas gallinas mapuches que ponían huevos azules. Los criollos los consideraban huevos de basilisco, la extraña serpiente que mata con la vista y que sólo un espejo es capaz de aniquilar al devolverle su mirada mortal en una especie de suicidio involuntario.

En invierno los mandarines solían llevar las manos entrelazadas sosteniendo una codorniz viva para calentarse los dedos ateridos.

Si un pelirrojo se descuida, las gallinas le picotean las pecas.

Un viajero escocés cuenta que vio en las pampas un arreo de ganado orejano y observa: “a veces un animal es medio salvaje y ataca a los troperos, en cuyo caso se lo enlaza y se le corta un trozo de la piel de la cabeza de modo que le cubra en parte los ojos, oscureciéndole casi la visión”.

En su exilio chileno Sarmiento acudía los domingos al Zoológico de Santiago disfrazado de turco y pedía limosna contra el tirano Rosas.

De su viaje por Argelia durante el cual vio gauchos en los beduinos, Sarmiento trajo camellos para los desiertos del norte y tamariscos para fijar los médanos. Imitaba a los colonos norteamericanos que, como él, fracasaron en la adaptación de aquellos animales. ¡Qué rara, acaso irrisoria, hubiera sido la gauchesca con camellos! Por lo demás, los tamariscos son el hogar favorito de los tábanos, que malogran a mordiscones cualquier veraneo, y de los algo estúpidos bichos canasto, que nadie sabe para qué sirven.

Los encantadores de serpientes egipcios, miembros de la secta de los Psilos, voceaban sus servicios por las calles de El Cairo. Su técnica consistía en ingresar a las casas donde hubiera víboras intrusas gritando imprecaciones e invitando a los reptiles a que se presentasen. “La culebra obedece y llega arrastrándose”, dice un cronista; “entonces nuestro hombre la toma por la cabeza después de haber escupido tres veces sobre ella y se retira habiendo cobrado un módico estipendio”. Por lo demás, observa, algunos psilos devoraban vivas a sus presas.

Los Mau Mau anunciaban sus crímenes colgando en la puerta de las futuras víctimas un gato negro ahorcado con alambre de púas. Fue tal la dimensión que cobraron sus asesinatos que en Kenia desaparecieron, hasta hoy, los gatos negros.

Algunos viajeros incautos que surcaron el territorio en esos años refieren haber visto que las jirafas carecían de cola. Eran preciados amuletos que los Mau Mau utilizaban como símbolos de poder.

En Papúa cada tanto se realizan avistajes de un felino enorme, acaso un fósil viviente, que desciende del tigre-dientes-de-sable. Los nativos dicen que caza hipopótamos y los lleva a sus cuevas en lugares inaccesibles. También sostienen que lo precede una nube de mariposas. Por lo demás, en esa región fueron avistados ovnis y tarántulas gigantes que devoran niños. Pero esto último solo lo atestiguan sospechosos científicos europeos.

Durante milenios la dentadura blanca era vista con desprecio en Vietnam; la costumbre dictaba ennegrecerse los dientes con esmalte. Al recibir a cierto embajador europeo un Emperador preguntó: “¿Quién es este hombre con dientes de perro?”

Por haber sido atacado por un cusquito que lo tiró del caballo ante la carcajada general, Rivadavia, siendo presidente, desencadenó una matanza indiscriminada de perros que incluía a las mascotas domésticas. Su excusa fue la rabia. La propia, por supuesto.

Alberto Laiseca tenía dos perros japoneses mudos, enormes, de raza Akita, que vivían en el patio ínfimo de su minúsculo departamento desde donde te miraban fijos, inmóviles, como embalsamados. Eran de un color blanco sucio, como las tapas de los libros de la biblioteca de Lai. Y como su bigote.

Los egipcios tallaban imágenes de monos papiones en los relojes de arena para garantizar su buen funcionamiento; aseguraban que esos animales justos orinaban cada hora con precisión. También les adjudicaban la invención de la escritura jeroglífica. De hecho, los tomaban por escribas de los dioses.

Los cocodrilos eran considerados deidades por los antiguos egipcios; los domesticaban y cubrían de joyas. Al morir eran embalsamados y puestos en sarcófagos. Por poseer 365 dientes se los tenía por rectores del calendario.

Según los cronistas, en el Caribe los indios pescan valiéndose de un pez domesticado al que llaman guaicano. Al divisar un cardumen o una tortuga le hablan al oído, lo atan con una cuerda de la cola y lo sueltan en el mar. Solícito, el guaicano se aferra a su presa que es recogida e izada al bote. Se dice que tiene una mordida tan fuerte que es capaz de detener un navío con todo el velamen desplegado. Los españoles lo bautizaron peje reverso.