La violencia en todas sus formas, reducida al género policial, asume en los medios de comunicación una centralidad insoslayable. Mientras, el debate público se divide entre visiones reaccionarias, que proponen endurecer las penas, y visiones progresistas, que proponen minimizarlas. En este contexto de pensamientos dicotómicos y profundas desigualdades interviene el abogado y sociólogo Roberto Gargarella con su libro Castigar al prójimo. Por una refundación democrática del derecho penal (Siglo XXI), donde propone una revisión del castigo y del funcionamiento del derecho penal.
Jurista de larga trayectoria, Gargarella retoma problemáticas que lo inquietan para ofrecer una mirada a contramano de las respuestas dominantes dirigidas a reprimir el delito y advertir sobre la existencia de un derecho penal antidemocrático, pensado por élites, y que contribuye a reforzar la inequidad de la estructura social. “La discusión penal está demasiado de espaldas al debate democrático”, sostiene, y agrega: “En el libro me interesó pensar distinto, sobre todo en dos andariveles: uno vinculado con la ruptura que se advierte entre reflexión penal y discusión pública –un problema en el que están inmersos aun los más progresistas de nuestro derecho penal– y el otro, que tiene que ver con las relaciones de distancia entre el mundo penal y la igualdad y con lo que nos dice la vida penal respecto de las desigualdades existentes. Las cárceles, por ejemplo, son muy reveladoras del tipo de desigualdades, violencias e injusticias que son propias de un país, porque muestran lo que hacemos en un lugar que no es visible. Si uno mira las cárceles, mira lo que esa sociedad y su gobierno están dispuestos a hacer”.
Desnaturalizar discursos y exponer alternativas parecen ser la sustancia del texto. En él, Gargarella reclama la democratización de la justicia y la participación ciudadana en el proceso penal, por la vía de mediaciones, conferencias o jurados; dialoga con autores como Carlos Nino y Eugenio Raúl Zaffaroni, entre otros; y plantea la necesidad de asociar la justicia a objetivos restauradores y no meramente represivos. “Hay que aprender a correrse del lugar que implica la naturalización del Estado imponiendo la violencia de modo brutal”, sugiere.
–Usted señala la existencia de un populismo penal –que propone penas más duras para quienes cometen un delito– y de un minimalismo penal –que propone una aplicación mínima del derecho penal–. ¿Por qué sostiene que ambas figuras no son democráticas, sino elitistas?
– Porque invocan la voluntad y los intereses de un pueblo al que nunca consultan y con el que no dialogan, cuando lo que importa es abrir procesos de discusión a lo largo del proceso penal, en lo que se refiere a cómo escribimos nuestras decisiones y las leyes penales y a cómo las aplicamos e interpretamos. Nuestro derecho penal es elitista, porque las normas son escritas por minorías, sean de derecha o progresistas, que hablan en nombre del pueblo. El proceso penal, por el contrario, puede ser más democrático. Pensemos en los casos muy recientes de decisiones legislativas, o aun en el tema de las audiencias sobre la electricidad. En la Argentina esta práctica no ha sido buena, pero hay una conciencia extendida de que las decisiones importantes tienen que ser discutidas colectivamente, y que se debe escuchar a los propios afectados. Por otro lado, las pocas muestras empíricas que tenemos sobre cómo funcionan los jurados en el país, evidencian que cuando la gente tiene la posibilidad de sentarse, escuchar y ver estadísticas y datos, toma posiciones más parsimoniosas que los propios jueces.
–¿Cuáles son las políticas o líneas de acción que deben adoptarse para democratizar la Justicia y el derecho penal?
–Creo que hay mucho espacio posible para que se convoque a voces diferentes y se abra la discusión respecto de la creación de las normas. El Código Penal merece ser discutido en las esquinas, y aun las voces penales más progresistas de la Argentina se resistieron explícitamente a esta idea. A la hora de crear las normas, necesitamos que las decisiones que más nos pueden afectar estén informadas por los puntos de vista de todos. Pero a la hora de aplicarlas, el caso de los jurados es una pequeñísima muestra de que puede abrirse más lugar a la participación pública en el momento de la decisión final. Hay otros modos posibles de democratizar. En todo el mundo, hay experiencias de justicia restaurativa que han funcionado bien, y en donde la idea es re concebir la respuesta estatal, y que los grupos afectados puedan sentarse y pensar soluciones para reparar lo ocurrido.
–¿Y qué rol advierte que cumplen los medios en la difusión de la problemática del delito y de la llamada “inseguridad”?
–Los medios están organizados de modo tal que responden a la lógica mercantilista del dinero, y eso hace que organicen la información no para que se conozcan más puntos de vista, o para que escuchemos a quien piensa diferente, ni para que pensemos en alternativas, sino para ver qué es lo que vende más. Entonces, como esto es lo dominante, y no lo que pide la Constitución, que es una lógica del debate público robusto, los medios terminan haciendo un servicio muy funesto en esta cuestión. Dicho esto, también creo que los medios se retroalimentan con demandas y necesidades sociales, y en todo caso lo que uno debe ver es que cuestiones relacionadas con el crimen y con el dolor calan muy hondo en la sociedad, y ésta es muy sensible a ese tipo de discursos. Estamos frente a una situación en la que hay mucha gente que se siente muy sensibilizada y que ha sufrido mucho, y dado lo que está en juego necesitamos empezar a pensar la cuestión de un modo distinto, y reconocer que hay espacio para eso.
–Recientemente, en los medios se han visibilizado numerosos casos de lo que se ha denominado “justicia por mano propia”. ¿Qué lectura hace de esta situación?
–Estos casos hablan de un fracaso del Estado, y por eso las actuales autoridades se apuran a señalar culpas o a decir quién es la verdadera víctima, en lugar de asumir la propia responsabilidad que tienen en la consolidación de ese fracaso. Tampoco me apresuraría a hacer derivaciones de casos aislados de justicia por mano propia o de linchamientos ni a decir que éstos demuestran que la gente tiene un impulso vengativo, porque aquí tenemos un ejemplo dramático, pero al mismo tiempo rico, con situaciones de impunidad vinculadas a los crímenes de la dictadura, donde lo máximo que hubo fue una cachetada a Astiz. La gente es mucho más tolerante, abierta, respetuosa y civilizada de lo que a veces se muestra. Hay un error en materia penal, extendido y compartido por izquierda y derecha, de pensar que la justicia significa cárcel e imposición de violencia sobre el ofensor. La justicia tiene que ver con otra cosa: con reparar lo que se ha roto, con reconciliar partes que han quedado enfrentadas, con amparar a gente que ha perdido y con restaurar un sentido de comunidad que hemos dejado de lado. Hay que pensar la justicia bajo otros parámetros.