La letra encaja justo para describir esta época de fascismo arrogante, inculto y brutal. El tema musical es de fines de 1970 y Pappo lo grabó durante la dictadura efímera del general Roberto Marcelo Levingston. “¿A dónde está la libertad?/ No dejo nunca de pensar/ Quizás la tengan en algún lugar/ que tendremos que alcanzar” arranca haciéndose la pregunta incisiva, precisa, que hoy casi nadie se plantea en la res pública. La libertad parece un objeto volador no identificado, indescifrable, se declama pero no se reclama con la suficiente fuerza como lo hacía con su vozarrón inconfundible el Carpo, referente blusero de varias generaciones.

“No creo que nunca/ No creo que nunca/ La hemos pasado tan mal/ No es posible/ Es imposible/ Aguantar” sigue Pappo, un músico venerado por su destreza con la Gibson Les Paul negra que hablaba por él, pero pocas veces destacado por la impronta política de este tema. Lo grabó para el primer vinilo de Pappos’ Blues junto a David Lebón y Black Amaya que completaban el power trío hace 55 años. Con el tiempo se convertiría en un clásico.

El músico que se mató el 25 de febrero de 2005 cuando conducía su Harley Davidson cerca de la localidad de Jáuregui, en el partido de Luján, marcó un punto de inflexión, un antes y un después sobre un hecho que lo inquietaba. Cantaba y repetía su hartazgo en un tiempo de libertades restringidas, de palos policiales y prontuarios por usar el pelo largo, un anticipo de lo que vendría con el régimen genocida de 1976.

Es la misma dictadura que hoy se reivindica desde el Estado capturado por los grupos económicos más concentrados que tienen un fiel servidor en Javier Milei. Hija, hermana o prima de otras dictaduras que Estados Unidos apoyó en América Latina durante todo el siglo XX. No hubo un solo país que se salvara de ellas. Se cuentan por decenas desde Guatemala a la Argentina.

También fue un tiempo que marcó el despertar de las conciencias, de revoluciones, de rebeliones estudiantiles o campesinas en la transición de la modernidad a la posmodernidad. En ese contexto creció la figura de Pappo, el Norberto Napolitano de La Paternal. Un tipo de barrio, amante de las motos y los autos de carrera. Un referente ineludible del rock nacional, que integró o formó grupos tan distintos como la primera formación de los Abuelos de la Nada, Carlos Bisso y Conexión N° 5, Los Gatos, Manal, Pappos Blues, Aeroblues y Riff.

El Carpo sigue viviendo en la improvisación de sus solos de guitarra, de sus acordes, de su fuerza compositiva arrolladora, de sus temas emblemáticos que otros músicos reversionan a menudo en recitales por todo el país. No fue un militante, ni un sujeto político clásico, formateado por las corrientes de su época, no lo persiguieron por su prosa como por lo que representaba su capacidad de movilizar multitudes imposibles de domesticar. Era como un demonio para la gente pacata. Su paso por Riff, la banda nacida en 1980, lo demuestra.

Durante la dictadura genocida, el rock –según la mirada oficialista de esa época-- empezó a insinuarse como “una música impuesta a presión. Creo que se trata del gusto deformado de algunos directores musicales de las radios o de algún DJ”. Son palabras del secretario de Cultura de la Nación, Raúl Crespo Montes, funcionario civil del régimen. Un tipo que provenía de las Ciencias Económicas y que hasta asumir su cargo era interventor del Fondo Nacional de las Artes. El mismo que en 1979 decía: “en la Argentina en este momento las editoriales tienen plena libertad para seleccionar y publicar cualquier título, encontrándose sujetas únicamente a las normas de moralidad y orden público”.

En No toquen, un libro que en su bajada dice: “Músicos populares, gobierno y sociedad/utopía, persecución y listas negras en la Argentina 1960–1983”, el periodista Marcelo Darío Marchini escribió: “en el ’76 y ’77 se produce una gran diáspora en la música y la mayoría deja de tocar, se repliega o se va del país. Crucis se disuelve y se van; Arco Iris se separa, al igual que Pedro y Pablo y Miguel Cantilo se va a Colombia; Miguel Abuelo, Javier Martínez y los Manal estaban en Europa; Charly parte con David Lebón a Brasil; Spinetta se dedica al jazz-rock, Pappo se va a España; Gieco a Estados Unidos”.

En el país quedaban las obras prohibidas escuchadas en la clandestinidad, pasadas de discos a casetes o conservadas en esos vinilos que hoy vuelven a estar de moda. “El otro día me quisieron matar/ Ametralladora pa-pa-pa-pa/ Yo sólo quiero escapar/ De toda mi locura intelectual…” sigue la letra de A dónde está la libertad, un tema que podría extrapolarse a nuestra cotidianeidad en tiempos de Milei, el presidente plagiador de Panic Show, la canción de La Renga con que incursionó entre desafinaciones y aullidos propios de una hiena.

Pappo vuelve con su pregunta para aguijonear mentes perezosas una y otra vez: “¿A dónde está la libertad?”. “Quizás la tengan en algún lugar” se responde. La palabra robada se volvió una parodia en boca de los autoproclamados libertarios. Fue secuestrada semánticamente en tiempos de extrema derecha 2.0, como la llama el historiador italiano Steven Forti. La libertad no avanza, retrocede hacia las catacumbas virtuales regenteadas por los trolls y bots a sueldo de la Casa Rosada una y otra vez.

La libertad quedó comprimida en algún lugar que “tendremos que alcanzar” cantó el Carpo por primera vez en 1970. Hoy está reconfigurada bajo la batuta de una orquesta de Torquemadas que nos imponen una música medieval de arpas, laúdes y flautas de Hamelin. Pretenden convertirnos en siervos de la gleba, atados a un destino de libertad encadenada a un proyecto mesiánico. La libertad se ha transformado en retórica hueca. Una libertad ambulatoria que parece concedida desde un hospital psiquiátrico. “No es posible, es imposible… aguantar”.

 

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