El cuento por su autor

No digo que a partir de cierta edad de los padres uno debe volverse el padre de ellos. Ni asumir la responsabilidad por la manera en que se despiden de la vida. Ni que haya un modelo de acompañamiento.

El protagonista de este relato es la muerte del interlocutor paterno que aparece cuando percibimos que él ya no es quien sigue siendo en los imaginarios que sostienen nuestro vínculo. El padre que teníamos construido.

Digo que la repercusión de su deterioro, especialmente el mental, impacta en esa suerte de retransmisor que es la esencia recibida. Que aceptar ese deterioro -y comprobarlo ante un ser aun viviente- nos saca del lugar de hijo eterno y coloca en primera línea ante las balas de la vida.

Muchas veces imaginé que la mejor manera de morir sería teniendo mi mano entre las manos de algún hije.

Entre la impotencia por no poder rescatar a la persona real de ahí, como tantas veces nuestros viejos hicieron con nosotros, y el legado sutil que puedan habernos traspasado, una sensación oscilante entre la culpa y la responsabilidad hace de las suyas.

Este cuento en primera persona, originalmente llamado “Cero culpa”, no es autobiográfico ni pertenece a las zarandeadas “literaturas del yo”. Es apenas un intento de reparación simbólica por haberle soltado la mano al mío mucho antes de que partiera. De agradecerle por ese “algo nuestro” que se fue con él.

Quiero decir esto: que lo escribí porque no encuentro otra forma de “representarme” al “él” que sobrevive en mí.

Préparez vos mouchairs, mes amis.

La herencia es un error de cálculo

Jueves cualquiera. Llamo al viejo para avisar que me voy a demorar y no me espere a cenar. Él pregunta quién habla ahí. Varias veces que voy a visitarlo, me confunde con su hermano. Tío Pablo murió antes de que yo cumpliera los veinte, le digo. Otra que suele hacer: me pide que tome un anotador y dicta algunos movimientos de fondos en cuentas ya cerradas.

Que no reconozca mi voz, me llame Pablo y crea que todavía sigue operando en el mercado financiero, son los primeros indicios. Me resisto a darme por enterado. Para mí sigue siendo el de su mejor época, el que administra (el uso del presente es deliberado) hábilmente ahorros de varias personas. El que tiene una oficina forrada en madera sobre la calle San Martín, no puede caminar cien metros por el microcentro sin que alguien lo salude. Habla de igual a igual con todos.

El que cada vez que cierra una operación, dice o se dice ¡Plinch… caja!

Todavía se lo escucho.

***

Una vez, en La Fragata, esperamos a mamá y dos tipos muy distintos a los que él trata habitualmente se acercan a la mesa. Solo cien mil, dice uno. Es para cubrir un desfasaje.

No. Se acabó el crédito para ustedes.

Ni siquiera los invita a sentarse. Papá revuelve el café. Uno de los tipos hace un leve movimiento, la culata de un arma asoma bajo su campera. Puede confiar, explica el otro tipo, es un toma y daca. Papá se lleva el pocillo a la boca, sorbe, lo baja al platito e imita la voz del que habló:

Primero el daca. Golpeando el puño sobre la mesa.

La escena de La Fragata siempre me lleva a otra de la misma época, un intercolegial en el que corro los cien metros con obstáculos: mis piernas dejan sobre la pista hasta lo que no tengo y entro tercero, a una pestaña apenas del segundo. Cuando busco la mirada de papá en la tribuna veo que se está yendo. Sin saludarme. Al llegar a casa, encuentro un Vespino rojo junto a mi cama.

Poco después de que me voy a vivir solo, él decide convertir mi ex cuarto en una réplica de su oficina. Paga al consorcio la pintura de todos los paliers del edificio a cambio de que le dejan hacer una segunda entrada directa a su despacho, así le dice; forra las paredes con planchas de petiribí, se encarga un escritorio con doble fondo en los cajones y cerraduras que responden solo a sus huellas dactilares, compra dos bocetos originales de Chagall y los manda a enmarcar en varillas cubiertas de oro, aprovisiona el bar con varios tipos de licores y bebidas blancas importadas. La fortuna que se patina es totalmente desproporcionada con el uso que daría a mi ex reducto. Cuando se lo hago notar, simplemente pronuncia: La herencia es un error de cálculo.

Creo que esa frase fue la última en que reaparece algo de su tradicional sarcástica verbal. Y la última también en que me parece estar frente al personaje de siempre.

***

Esa época se ha ido. Ahora la señora que lo cuida viene diciéndome que lo haga ver. Tu padre se ha vuelto demasiado repetitivo, me pide algo y cuando se lo llevo me pregunta qué querés que haga con esto. Esconde comida bajo la cama y se enoja conmigo cuando lo descubro. Discute hasta los centavos. Se la pasa mirando mujeres desnudas por Internet. No puedo sacarlo más a pasear, se me escapa, no quiere que lo lleve del brazo. A cada rato me pregunta qué espero para irme.

Contármelo la pone más nerviosa aún.

Cuando papá escucha alguna de las quejas de la señora que lo cuida solo dice Para todo eso te pago.

Trato de aplacarla. A su edad es común que alguien cuente veinte veces la misma anécdota o pregunte dónde está lo que tiene en la mano. Que se olvide lo que está por hacer. La señora sonríe con desdén. Y me mira como diciéndome es hora de que te hagas cargo de él.

A solas, mitad en broma mitad en serio, le digo Viejo, cuando estés con la compu cerrá mejor la puerta del despacho. Él pone caras hasta que, de repente, se levanta de su sillón y va a la cocina. Oigo que grita: ¿Quién te creés que sos para contarle a mi hijo esos inventos? Te pagamos solo para que me asistas en todo lo que no puedo arreglarme solo, no para que me andes difamando por ahí.

La señora que lo cuida sale llorando y al pasar delante de mí murmura Algún día se me va a acabar la paciencia. Antes de entrar al toilet donde deja sus cosas se detiene en seco y me zampa un Usted no se imagina otras cosas que me hace.

Hago fuerza por no imaginar lo que imagino. Difícil.

***

Otro día visito a mi editor. Nuestros padres se conocen desde antes que naciéramos nosotros. Noto que demora en entrar en la cuestión que nos convoca. Por teléfono le planteé una posible diferencia en la liquidación de mis derechos de autor. Me parece que a la contadora se le pasó una edición entera, le dije, dándole la posibilidad de que no haya habido mala fe. Venite, me respondió, no recuerdo si agregó Y charlémoslo o solo charlemos. Durante la charla apenas si levanta los ojos del escritorio. Entiendo que es una situación incómoda para él y aguardo a que saque el tema. En un momento, en medio de no sé qué historia, me mira fijo y dice Bueno, te lo tengo que contar.

No puedo precisar la cantidad de fantasías que vuelan por mi mente en el par de segundos hasta que sigue hablando.

Tu viejo vino a verme la semana pasada. Mientras esperaba que lo atendiera le dijo a las chicas que estaban en la recepción Paren las máquinas que les traigo algo que los va a salvar para siempre. Yo estaba confundido entre el cariño que nos tenemos y la expectativa de meter otro gol editorial. Cuando le pedí que me contara, él me salió con que con su libro toda la colectividad iba a quedar al descubierto. Con solo ese dato te juro que pude imaginarme la dimensión de lo que me estaba proponiendo y entré como un chorlito. Hasta llegué a imaginar que tu viejo vendería mucho más que vos y te pondrías celoso. Bueno, mostrame algo, le pedí finalmente, como a todos los que se sientan donde estás sentado.

Tu viejo se levantó de un salto y empezó a recorrer los lomos de la biblioteca. Con la cabeza inclinada, y un tanto soberbio, dijo Tendrás que esperar a que pase en limpio mis memorias.

Los labios le temblaban. Después no supo cómo seguir la conversación, recién entonces me di cuenta que quería evadir lo que acababa de proponerme. Algo le pasa. ¿Vos le notás algo raro?

La vergüenza que me da hace que todas las películas temidas de mi viejo se me vengan encima y tapen mi reclamo por la edición no contabilizada. Cuando me estaba yendo, me ofreció que podía pedirle a su papá que hablara con el mío.

Dejá, acá hay algo conmigo.

***

Pasaron seis años desde que murió mamá y él sigue poniéndole plato, cubiertos, servilleta. En determinadas ocasiones hasta le llena la copa. Según me confiesa, todas las noches le sigue dando el parte diario y pidiéndole consejo.

¿Y ella… qué te contesta?, pregunto para ver si toma conciencia.

Como siempre, lo más apropiado.

Para no dejarlo al descubierto, nunca le pido que le pregunte a mamá nada sobre mí. Si hablar con ella le sirve, me digo, ¿qué más da que sea otra manera de llevar su soledad? Tampoco debe ser fácil sacarse de adentro una voz como la de ella después de tenerla a su lado durante cincuenta años. O casi.

Algún jueves, o algún domingo, cuando ya no tenemos más nada de que contarnos, o mientras vamos por el tercer o cuarto buraco, como quien no quiere la cosa, le pregunto Che, ¿cómo está mamá? Bien, me dice. ¿Necesita algo? No te hagas el estúpido, querés.

***

Lo de tu padre no es decadencia, me repite la señora que lo acompaña. Es demencia senil.

Lo saco a pasear en mi auto (su ex auto). Le digo que estoy muy preocupado por él. Finge sorpresa. No me pasa nada, dice. Vuelve a poner caras. Me pide que lo lleve al Banco Nación. Quiero sacar treinta mil euros, dice. ¿Qué treinta mil euros? Los que guardamos en la caja de seguridad. Al volver a casa, busco su libretita negra en la mesa de luz, la abro y muestro las fechas en que los fuimos cambiando y para qué.

Él mira para otro lado. El eterno gesto para decir que de esto no se habla más.

Tomo su cabeza con las dos manos, la enderezo hacia mí, acerco mi frente hasta apoyarla contra la suya y digo: Papá, ¿estás ahí? No me responde. Hey. Nada. Cuando lo suelto y retrocedo un paso, se tilda.

Así se debe haber quedado frente a mi editor.

Llamo a Appelbaum, le describo la situación y pido que lo vea lo antes posible, con cualquier pretexto. Appelbaum es su clínico de toda la vida, su amigo. Papá le multiplicó por cien su dinero. Sabe que, pase lo que pase, siempre estará de su lado.

Recetame algo más fuerte, le pide al verlo.

Antes convendría que te hagas unos estudios.

¿Para…?

Para ir apartando hipótesis.

¿Vos también pensás que estoy loco, Appel?

No precisamente.

¿Entonces?

Nada, confía en mí.

Es que estos dos…, alcanza a decir antes que Appelbaun lo abrace.

La señora que lo cuida parpadea. Yo evito mirarla.

***

Al día siguiente, me llama desesperada. Tu padre se tomó todas las pastillas de la mesa de luz, estaba en ayunas. Cuando llego, ya lo han subido a la ambulancia.

En la clínica, pudo contar de cien a noventa al revés, pero no recordó cuál era su segundo nombre, me informa.

Estamos en casa, Appelbaum le insinúa que una internación sería lo más conveniente para todos. Papá parece tener un rapto de lucidez: ¿Quiénes son todos… ellos dos?

Cuando su amigo no responde él sabe que se guarda una carta.

Dejanos solos, me pide.

Sobre la mesa ratona quedan los tres pocillos de café vacíos, viene la señora que lo cuida y se los lleva. A los dos minutos, o menos, cuando salen de su escritorio, papá la increpa. ¿Por qué no le ofreciste un café a mi amigo del alma?

Y le dice a Appelbaum, de manera que ni ella ni yo lo escuchemos, ¿Te das cuenta, Appel? Estos me vienen haciendo un complot… en mi misma cara… en mi misma casa.

***

Antes de irse, Appelbaum me recomienda empezar a buscar donde internarlo. Ya mismo, dice.

Visito la famosa residencia para personas mayores que me sugiere. Varios conocidos y clientes de él decidieron o fueron puestos ahí. Muy hogareño, arbolado, sala de computadoras, cartelitos por todas partes. Cuesta el cuádruple de lo que yo facturo. Recorro otros. Desde aceptables hasta patéticos. Por el camino pienso: debería llevármelo a vivir conmigo, o mudarme a su casa.

Quiero estar cerca, le digo a Appelbaum.

Ni se te ocurra, me responde. Con uno en la familia, más que suficiente.

Doy vueltas un par de días, una pregunta me desarma: quién soy yo para él. Papá ya no me reconoce.

Cada vez está más desconectado, le cuento a Appelbaum.

Entró en la recta final, me corrige.

Papá mira como si todo estuviera lejos. No sé si cree que eso es la realidad o si sueña despierto.

Finalmente tomo la decisión. Me repito No importa lo que nos salga. Para esto trabajó toda su vida. Si es necesario hipotecamos la casa. Merece la mejor residencia geriátrica.

El mayor problema es que no va a querer.

Digámosle que lo llevamos para unos estudios, me sugiere Appelbaum la mañana que viene a buscarnos y directamente le ordena a la señora que lo vista para salir.

Póngale el traje azul de alpaca y la corbata tornasolada, agrego.

Papá aparece en el vestíbulo, elegante como para una foto, pero sin la prestancia que lo caracterizaba, su cuerpo parece haberse reducido, el pelo blanco resalta sobre su piel rosada.

En el auto, Appelbaum le informa que le van a sacar sangre y revisar con un aparato nuevo. Papá sonríe, es un viejo tahúr. Yo juego con el botón para subir y bajar el vidrio, tengo ganas de llorar.

En la puerta de la clínica, papá grita que no se merece eso de nosotros. Se aferra a la baranda cromada y me pide dulcemente, como nunca lo escuché en mi vida:

Llevame a casa, dale, Pocholo. Nunca me llama así.

Papá, necesitás hacerte estos estudios.

Dejame de hinchar, dice sacudiéndose mi brazo.

Le devuelvo la mirada de póker que me enseñó a usar en los negocios y en la vida cuando no hay marcha atrás. Tampoco su amigo y médico, o médico y amigo, le suelta el otro codo.

Esto no es lo que me dijiste, Appel, le grita. Vos no podés hacerme esto a mí, y en ese “vos” y en ese “a mí” veo desquebrajarse una larga historia de lealtades.

Appelbaum intenta calmarlo. Esto no es lo que suponés. Aquí vas a poder ser cien por ciento como sos vos, nadie te va a perseguir.

La gente se detiene y mira. Papá, avergonzado, se suelta de la baranda y entra con cara de aquí no pasó nada. Todos los empleados y enfermeras llevan colgada una tarjeta con su nombre y su cargo. El único que no tiene una es el director, un hombre bajito, rapado al ras, con camisa sin cuello. Nos dice Es mejor que ustedes se vayan, yo sé como manejar esto.

¿Cuándo conviene que volvamos?

Ya les vamos a avisar.

Le guiño el ojo a papá. Tal como él me lo guiñaba a mí cuando quería que siguiera adelante sin decir nada. La mirada que me clava dice ¿Pensás que no me doy cuenta, tontito?

Por detrás de papá se cruza una mujer con barbijo. Él se desliza de costado, con la espalda y palma de las manos contra la pared. No distingo si es una enfermera o una internada.

***

Un par de días después volvemos: Appelbaum con la excusa de entregar unos certificados y yo para autorizar un débito automático. Mientras esperamos en el hall, le cuento de mí. Anoche no pude volver a mi departamento y necesité ir a su casa, ocupar en su lugar en la mesa y cenar frente a otros dos platos vacíos.

No encuentro la forma de pedirle perdón. En su peor momento, lo abandono a su suerte. No paro de reprocharme lo que acabo de hacer. Su voz, o la mía, ya no sé, se me clava como un puñal. ¿Así devuelvo todo lo que hizo por mí?

Cero culpa, muchacho, me calma Appelbaum. Asumiste la responsabilidad. Acá es donde mejor pueden atenderlo.

Me hubiera gustado verlo morir en casa, sollozo.

Pasan dos mujeres delante de nosotros, también moviéndose contra la pared.

Tu viejo ya no distingue un lugar de otro.

Nunca lo sabremos. Desde que lo internamos, papá deja de hablarnos.