El Brutalista
(The Brutalist)
EE.UU./Reino Unido/Canadá, 2024
Dirección: Brady Corbet.
Guion: Brady Corbet, Mona Fastvold.
Música: Daniel Blumberg.
Fotografía: Lol Crawley.
Montaje: Dávid Jancsó.
Intérpretes: Adrien Brody, Felicity Jones, Guy Pearce, Raffey Cassidy, Alessandro Nivola, Joe Alwyn, Stacy Martin.
Duración: 215 minutos.
Distribución: UIP.
10 (diez) puntos
Así como en sus películas anteriores, el director Brady Corbet vuelve a ensayar una mirada profundamente crítica sobre la sociedad norteamericana, a la que mira sin disimulo y con una altura estética admirable.
En The Childhood of a Leader, a través de una distopía totalitaria, cuyo germen elige en la familia de un diplomático norteamericano durante la Gran Guerra; en Vox Lux, a partir del consumismo de una sociedad que procrea estrellas pop a la par de niños psicópatas, que tirotean a sus compañeros de clase. Y con The Brutalist, Corbet pone patas arriba a la Estatua de la Libertad.
La revelación del plano secuencia inicial, que hace a Adrien Brody descubrir al espectador dónde está -en un barco que arriba a Estados Unidos-, ofrece la imagen arquetípica de la Estatua, pero invertida. El gesto simbólico se altera. La tierra de las oportunidades, América, ese nombre que es sinónimo de mucho más, aparece contrariado. Hacia esa patria, hacia esa idea, se dirige László Tóth (Adrien Brody), el arquitecto judío y húngaro que huye de la guerra. The Brutalist está cifrada en esa imagen.
Pero también en la carta que redacta una chica en soledad, recluida. Ella, Zsófia (Raffey Cassidy), escribe a su tío László; y es esta carta la que acciona la historia. Una comunicación íntima entre quienes están separados por el océano: László espera que un milagro lo reúna con su esposa (Felicity Jones) y sobrina. Y vale tenerlo presente, porque es hacia el desenlace del film, luego de sus 215 minutos, cuando esta cuestión cobra otra dimensión.
The Brutalist revive el VistaVision, un formato en desuso durante décadas, de acuerdo con las necesidades de la puesta en escena. Como se trata de la vida (y la mirada) de un arquitecto, el film se vale de este formato -que fotografiaba el celuloide de manera horizontal- para obtener una imagen más amplia, en cuanto a encuadre y profundidad. Una elección técnica que remite a la dimensión arquitectónica puesta en juego. En este sentido, es pertinente la pregunta que hace el millonario Harrison Lee Van Buren (Guy Pearce) a László, ¿por qué la arquitectura?; él responde: “Para dejar algo que diga sobre lo sucedido”.
La deriva de László podría ser referida como sinopsis argumental, pero explicaría poco y nada. Antes bien, The Brutalist expone una fricción urticante sobre el modo en que los hechos en la vida de este arquitecto suceden: al cuidado de su primo Attila (Alessandro Nivola) en una compañía de muebles (pero luego despedido), paleador de carbón, drogadicto, que será “bendecido” por la varita millonaria de Van Buren. En todo ello, hay mucho.
Están el vínculo familiar y la raigambre: el primo elige cambiar de apellido y se inventa progenie -“Miller&Son” bautiza a su fábrica de muebles- de acuerdo con lo que la sociedad y el mercado esperan de él; la publicidad interviene en los modos y las costumbres de la sociedad, y Attila -cuyo diseño de muebles estará a la altura mediocre del asunto- sabrá cuándo deshacerse del primo: cuando le haga perder dinero.
El vínculo entre László y Van Buren, en tanto, surge a partir de la biblioteca que el arquitecto le diseña, que su primo fabrica, y que será despreciada por el millonario.
Solo cuando la revista de moda fotografíe y elogie lo visto en la mansión, será cuando László sea validado. A partir de allí, Van Buren le ofrece la oportunidad de trabajar para él, en un momento que oficia a la manera del “sueño americano”.
Una ironía que el film sitúa justo hacia la mitad del metraje, para que el intervalo permita 15 minutos de distensión, que preparan para el abismo irremediable.
Pero la mirada de László está más allá de los demás, y solo al alcanzar la resolución, el film podrá descubrir qué es lo que persigue. No se trata de ningún plan maquiavélico o de alguna venganza, sino de llevar a cabo lo que decidió: ser arquitecto, ser brutalista.
En esa adhesión hay una militancia secreta, con estudios en la Bauhaus, que los oropeles y las estupideces del consumo cubren y ahogan, pero que él resiste o disimula.
Si la biblioteca fue el lugar nodal durante la primera parte del film, en la segunda, ese lugar lo ocupará el pedido megalómano del “visionario” Van Buren: un memorial que recuerde a su madre, en donde la gente pueda encontrase, conversar, leer, ejercitar deportes. Pero no cualquier deporte, sino el que él practicaba: lucha grecorromana (un detalle que hay que reencontrar, de manera cifrada, en otra escena crucial).
Todo coronado con una cruz, porque la religión financia el emprendimiento. Ante tales condicionantes, ¿cómo hará László lo suyo? Mientras, el mecenas le resuelve lo imposible y trae a Norteamérica a su esposa y sobrina. Van Buren, el dador de oportunidades, da lecciones, puede prever su futuro, y sabe muy bien dónde colocar a cada quién: así con la esposa de László, periodista que será “ubicada” en una columna de maquillaje.
Dividida en dos grandes bloques, The Brutalist contiene las décadas de 1940 y 1950; no casualmente, las del nacimiento y la consolidación de la prédica publicitaria, cuya ideología habrá de ser crucial para Estados Unidos.
El film lo denuncia, lo hace de manera poética, es sensible, y está histórica y estéticamente informado: ver The Brutalist es asistir a una película que apropia un pensar arquitectónico específico, el del estilo brutalista, al cual prefiere no explicar sino poner en escena. Eso es el cine.
Su epílogo se ubicará por fuera de Estados Unidos, en esa Italia que Van Buren descalifica como la “Latinoamérica de Europa”. Es allí donde el arquitecto podrá reencontrar un origen perdido.
En un sentido opuesto, Van Buren se consolidará como un símbolo que escapa al film para tocar el contexto actual: él como uno de los muchos millonarios que ocupan directa o indirectamente los lugares de poder; titiriteros de una sociedad cuyos engranajes mueven a su antojo. El arte, la arquitectura, el cine, tienen todavía algo para decir.