Como Roberto Arlt casi diez años antes, Alberto Gerchunoff, se derrumbó en una calle de Buenos Aires. Aquél, el gran artífice, al salir de un ensayo en el Teatro del Pueblo; éste, un narrador ejemplar y tan autodidacta como él, en la esquina de San Martín y Sarmiento, un jueves del verano, marzo de 1950. Lo primero que se podría enunciar, aunque parezca obvio o redundante, es que Gerchunoff fue un escritor profunda y auténticamente argentino. Habiendo llegado muy chico con su familia de la región ucraniana, vivió y se crió aquí, desde los cinco años, en la colonia entrerriana de Mosesville primero y después en Buenos Aires, mamó la historia y la cultura argentinas todo lo que pudo, y luego sus textos se inscribieron, por la raíz latinoamericana, por su vasto vuelo descriptivo, por la elaboración y vigencia de sus personajes, por su síntesis poética y por su lenguaje, en la mejor línea realista de la tradición de nuestra literatura.
Por ello, se ha leído hasta el día de hoy el libro fundamental de Gerchunoff, Los gauchos judíos, como a toda otra narración realista, cual un texto que reflejaba lo cierto de la inmigración judía, sus enormes problemas, sus logros, el proceso de integración de judíos europeos, asiáticos y africanos en la vida y la sociedad argentinas. En la bíblica tierra prometida que el autor y sus padres traían en su cabeza desde la expulsora Rusia zarista. Leído, así, más bien como un libro sociológico, quizás antropológico, histórico, filosófico y hasta político, pero poco como un material predominantemente literario, en el que, como tal, hay algo más de creación y de invención que lo que se piensa, más de fantasía y de invención y de mitificación que de representación de la llamada realidad. Basta empezar por el título mismo y por el término primero de esa dupla, casi en oxímoron, que asienta. ¿Qué univocidad, qué identidad tiene ese “gaucho” enunciado en el título? ¿Qué realidad fuera de la literaria?
EL GAUCHO ENTRA EN LA LEYENDA
Vasto tema el del gaucho que recorre nuestra literatura desde las afirmaciones perentorias e incontestables de su omnipresencia hasta la boutade de Macedonio Fernández según la cual el personaje en cuestión no sería más que “un invento de los poetas para entretener a los caballos de las estancias”. Por otra parte, la historia del país se ha encargado de desdibujar la figura: si bien es cierto que la palabra gaucho consta en dos comunicados del Libertador José de San Martín cuando se refiere a las fuerzas bajo su mando, también lo es que la Gaceta oficial la tradujo por “patriotas campesinos”, atestiguando desde los inicios de la vida nacional independiente la resistencia de las élites gobernantes para admitir un vocablo de connotaciones bárbaras, o quizás la prevención ante las acechanzas de la rebeldía.
Es plausible pensar que, antes de promediar el siglo, y a juzgar por el tratamiento que el rosismo dio a la peonada, entre unitarios y federales se lanzaran el término como crítica metafórica, bastante suave de todos modos a tenor de otras caricias de la época. El hecho es que, a mediados de los ’80, Vicente Fidel López en su Historia de la República Argentina adujo que “no existe ya: es hoy para nosotros una Leyenda de ahora setenta años”.
Con tales instrumentos, no es raro que las letras se hayan sentido más libres para describirlo. Más libres y más contradictorias. A veces, las razones de la diferencia aparecen claramente enunciadas, como en esa límpida página donde Lucio V. Mansilla compara a dos gauchos de su conocimiento: Chañilao, ahora baquiano de los indios, y Camilo Arias, quien para el autor es “un paisano gaucho, pero no es un gaucho”, porque, precisa, “Son dos tipos diferentes. Paisano gaucho es el que tiene hogar, paradero fijo, hábitos de trabajo, respeto por la autoridad, de cuyo lado estará siempre, aun contra su sentir”. En cambio, “El gaucho neto, es el criollo errante, que hoy está aquí, mañana allá; jugador, pendenciero, enemigo de toda disciplina; que huye del servicio cuando le toca, que se refugia entre los indios si da una puñalada, o gana la montonera si ésta asoma” (Una excursión a los indios ranqueles, 1870).
El resero que, finalmente, para Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes (1926), será honestísimo, dócil, hábil y trabajador, sin abandonar esos méritos, recortaba en El inglés de los güesos, de Benito Lynch (1924) otras características, como las de ser primitivo, taimado o vulgar, y si en Los gauchos judíos (1910), por explicables y explicadas tendencias del autor a la integración, revestía nobleza y valentía, generosidad y hospitalidad, en los cuentos de Fray Mocho, de tiempo antes, el campesino, mudado al Litoral, adonde su innato nomadismo lo ha llevado, puede transformarse en gente de avería, cuatrero y contrabandista, y hasta prescindir de su mitad inseparable, ya que “En las islas se puede vivir sin rancho, sin ropas, sin armas y sin familias, pero no sin la canoa, que es la casa y el caballo” (Fray Mocho, Tierra de matreros).
La vida, pues, parece haber ido confundiéndose con la literatura, tanto como para que ciertos personajes reales se hicieran literarios, y ciertos literarios adornaran la realidad de sobremesas, fiestas, carnavales, reuniones en clubes y círculos criollos. Puede suponerse, empero, que de los primeros poetas criollos, de Juan Moreira, de muchas y definitivas páginas del Martín Fierro, y de personajes ya algo caricaturizados, como Hormiga Negra, o varias veces recompuestos como Santos Vega, surgía una clase de hombres perseguidos, manoseados por la autoridad, golpeados por la injusticia o por la adversidad, y a quienes esas situaciones llevaron a la rebeldía, a la deserción de los ejércitos o al enfrentamiento de las instituciones y de sus postulados más elementales. Hombres en quienes las huellas del pasado, vividas como estigmas, mantenían frescas y aún permeables las pieles a las afirmaciones de Ezequiel Martínez Estrada, quien, definiendo al hijo de la Conquista en nuestras tierras, escribió: “El padre pertenecía a los invasores, se iría; la madre a los vencidos, moriría; pero él era el pueblo que iba a quedar” (Radiografía de la pampa).
A Jorge Luis Borges esa existencia se le presenta tempranamente, y parece revestir en su relato una condición que siempre lo acompaña: la de asemejarse a un cuento, micro narración entre la vida y el sueño. Confesaba, ya adulto, lo que fue para él conocer la pampa y los gauchos: “Cuando supe que esta distancia sin término era la pampa y que los hombres que la trabajaban eran gauchos, como los personajes de Eduardo Gutiérrez, ellos me parecieron decorados por un cierto prestigio. Siempre fue así para mí: durante toda mi vida llegué a las cosas después de haberlas transitado en los libros”.
Desde que lo leyera e imaginara, el personaje ejerció particular fascinación sobre él. ¿Qué transformaciones sufrió el mito en sus manos? ¿Qué hizo su literatura con toda la anterior? En primer lugar, y sobre la figura histórica, sobre “el jinete, el hombre que ve la tierra desde el caballo y que lo gobierna”, escribió líneas respetuosas y admirativas, y en su poema “Los gauchos” (Elogio de la sombra), sentó ideas que, con pocas variantes, seguiría sosteniendo: “Eran sufridos, castos y pobres” /.../ “Morían y mataban con inocencia” /.../ “No dieron a la historia un solo caudillo”.
Habiéndose instaurado el culto del gaucho en fechas y con propósitos precisos (la culpa, como siempre, será del reaccionario Leopoldo Lugones, “abultado luego por Ricardo Rojas”), juzga Borges que esa voluntaria adscripción es equivocada, arbitraria, y que consolida defectos largamente criticados, al convertir en esencial y de todos lo que a lo sumo era sectorial, de una reducida y geográficamente limitada cantidad de pobladores. Pero esta operación de rescate y entronización le permite demostrar a su vez algo que le interesa, y hasta podríamos decir que le fascina: la preeminencia de lo literario, de lo mítico, en la conformación de la conciencia nacional de un pueblo. Arduo emblema, pues, el del gaucho, y hasta el mismo Gerchunoff, en texto de los años ‘20, escribe: “Cuando los nacionalistas hablan del gaucho y del indio se deslizan por las superficies imprecisas de la poesía. Se valen de las dos individualidades desaparecidas en el tumulto del progreso argentino como ornamento retórico”.
¿De qué gaucho nos habla su famoso libro? ¿De esa conformación caleidoscópica, a la cual ayudó, también y mucho, él mismo? La historia explica muy bien esa paradoja que surge desde el título. Que, para él, consciente o inconscientemente, es una paradoja doble, porque no solo opone dos términos en apariencia excluyentes, sino que se agudiza en su interior, ya que el aporte judío viene en aras de una agricultura estable y sedentaria, y el gaucho simbolizaría la andanza, el nomadismo, el traslado permanente, la no atadura al solar pequeño del cultivo sino al inmenso de la pampa y de la hacienda. Finalmente, Jorge Luis Borges (siempre Borges, quien además algo sabía del realismo y de la literatura fantástica) da una pincelada letal a la cuestión: en su cuento “El indigno”, de El informe de Brodie, el protagonista, don Santiago Fischbein, declara: No sé si ya le he dicho alguna otra vez que soy entrerriano. No diré que éramos gauchos judíos; gauchos judíos no hubo nunca. Éramos comerciantes y chacareros”.
Pero es que, lejos de la idea sionista, Gerchunoff era un auténtico “asimilacionista”, con un “excesivo afán integracionista” (David Viñas). O, si se quiere, y a lo largo de su vida, un sionista sobreviniente y contradictorio. Como subraya Leonardo Senkman (La identidad judía en la literatura argentina), “El sionismo de Gerchunoff es bifronte: reconoce la nacionalidad hebrea exclusivamente para aquellos judíos perseguidos que necesitan de una patria, pero se apresura a dejar expresa constancia de la lealtad ciudadana del judío que, como él, vive en un país libre”. Y luego: “A partir de 1918 (finales de la Primera Guerra Mundial) ya no escribirá aquellas palabras antisionistas a propósito de los pogroms de Rumania en 1906: “Los israelitas no necesitan volver a Sión. Lo que urge es proporcionarles un lugar donde no se les masacre. Para eso es mejor aún el Chubut que los veinte metros de tierra del Sultán, estéril y triste”.
PARADOJAS
Se ha destacado el compromiso activo del escritor y periodista con la causa de los Aliados durante la Segunda Guerra Mundial, con la defensa del sionismo luego y con la difusión de las noticias fidedignas acerca de la Shoah. El primero se canalizó a través de la asociación antifascista Acción Argentina, de una organización cultural cercana al Partido Comunista -la Agrupación de Intelectuales, Artistas, Periodistas y Escritores (AIAPE), de la que llegó a ser vicepresidente- y de la Comisión de Ayuda Periodística Antinazi. El segundo, a través de su colaboración en la creación de la Sociedad Hebraica Argentina y en las actividades de la Agencia Judía Pro Palestina. El último, especialmente en las tribunas periodísticas -complementos inseparables de su participación institucional antes mencionada-, como las páginas del matutino porteño La Nación u órganos antifascistas como Antinazi y Argentina Libre, pasando por diversas publicaciones de la comunidad judía, como Davar, Judaica, Jalda, Vida Nuestra y Mundo Israelita.
Toda esta experiencia traza bien el arco que va, en sus ideas, desde la inicial de integración, en las primeras décadas del siglo pasado, a la de una defensa más amurallada frente al antisemitismo creciente con el fascismo y el nazismo, la adhesión a la solución sionista y el establecimiento del Estado de Israel, “donde su actuación personal y literaria modificó, completó y hasta en algún aspecto negó ese libro inicial” (escribe uno de sus más ecuánimes biógrafos, Ricardo Feierstein).
Gerchunoff era novelista y ensayista de cuidado estilo, a veces un tanto retórico, pero siempre documentado. Su obra más conocida es aquella colección de cuentos y cuadros de costumbres; también cultivó el ensayo, pero es en el cuento donde encontramos sus mejores calidades, como vemos en su obra más citada y en las narraciones de La jofaina maravillosa (1922). El escritor judío de Entre Ríos nos ha dejado, entre otras obras, trabajos como Cuentos de ayer (1919), La asamblea de la buhardilla (1925), un libro sobre Heine, Enrique Heine, el poeta de nuestra intimidad (1927), Los amores de Baruj Espinoza (1932), La clínica del doctor Mefistófeles (1937), Entre Ríos, mi país (1950). De su escritura, tan especial, supo decir alguna vez Antonio Requeni: “La prosa de Alberto Gerchunoff es una de las más perfectas que se han escrito en la Argentina. Asombra comprobar cómo aquella criatura criada entre los peones rurales de Entre Ríos y los chamarileros de Buenos Aires, sin mayor frecuentación de la literatura hasta su precoz descubrimiento del Quijote, pudo llegar a forjar un instrumento expresivo tan impecable, matizado y feliz”.
Los inicios de Gerchunoff en la vida activa y en los trabajos manuales, su pasión por saber, su absorción de los saberes populares, la cultura del pobre, del inmigrante, del autodidacta, marcan su vida, una vida y un pensamiento complejos, con sus idas y venidas ideológicas y políticas, con sus contradicciones, como si para siempre hubiera estado repitiendo, en sus acciones y en su pensamiento, lo paradójico del título que lo llevó a la fama.