La India es enorme, casi infinita. Intentar observarla no es más que asomarse a una pequeña ventana, echar una mirada y guardar apenas retazos de algo que jamás podrá ser abarcado en su complejidad. Sin embargo, uno de los recortes más aproximados a cierta imagen totalizadora se puede ver en los trescientos metros finales de Dashashwamedh, la calle que une el último acceso vehicular con la entrada más simbólica y emblemática del río Ganges a la altura de Varanasi, populosa ciudad de más de un millón de habitantes y una densidad de 15 mil por metro cuadrado.

Desde su nacimiento en el Himalaya hasta la desembocadura en el golfo de Bengala, el legendario río se extiende a lo largo de 2500 kilómetros, pero es en su paso por la ciudad sagrada de Varanasi donde alcanza la mayor espectacularidad religiosa y espiritual. Allí deben ir los creyentes del hinduismo al menos una vez en su vida para limpiar los pecados y purificar el alma, aunque primero deberán recorrer esos 300 metros finales a pie en los que se condensan todas las contradicciones de un país que tensa la austeridad de los Saddhus ascetas con la ostentación obscena de los marajás aún vigentes en sus palacios, los lagos artificiales del Rajastán con los ríos más contaminados del mundo, las fragancias del sándalo y el incienso con el omnipresente hedor a orín, humo y basura, y el silencio contemplativo de los meditantes con el batifondo insoportable de autos, micros y tricicletas (los rickshaws, el transporte del Lejano Oriente), quienes parecen codificar un diálogo secreto en una clave morse que nunca calla. Así es la India, el país que en abril del 2023 superó a China como el más habitado del planeta.

Dashashwamedh es una calle y también un ghat, tal como el hinduismo denomina a los caminos y escalinatas que conducen a un río sagrado. Y la procesión comienza a primerísima hora, cuando el sol aún no salió. Puestitos de comida se montan entre bosta de vaca que puede ser de hace diez días o diez minutos; también se venden ofrendas florales, postales, llaveros y palitos de neem, cuyas propiedades antisépticas higienizan la boca. Sobre el final, un amplio graderío conduce a las aguas del Ganges, donde la gente nada, se baña e incluso bebe de uno de los cinco ríos más intoxicados del mundo como consecuencia de los desechos industriales o de las 120 ciudades que sirven sus excreciones sobre el cauce, algo común en un país donde sólo un ínfimo porcentaje de sus cuatro mil distritos cuenta con sistemas para tratar sus aguas.

Más allá de los escalones y ya río adentro puede verse el espectáculo más significativo del Ganges en Varanasi: las cremaciones. Son piras funerarias asistidas por deudos, turistas y curiosos. Todos miran en silencio mientras la madera y los huesos crepitan en un mismo fuego y sólo el aullido de los perros hambrientos en las escalinatas de la Dashashwamedh parece darle dimensión humana al dolor. Es que la muerte significa apenas un paso más de una existencia que trasciende a las vicisitudes de la carne según el culto hinduista. Cinco veces al día se producen los aartis, donde los sacerdotes encienden las diyas, unas mechas que parecen candelabros, y las giran durante largos minutos mientras suenan campanas y las cadencias cansinas del harmonium, un instrumento de viento con teclas que parece llorar las mismas tristezas que nuestro bandoneón arrabalero.

Además de ese ritual parecido al de la misa católica, la esencia del hinduismo comparte varias similitudes con las religiones occidentales: libros sagrados de procedencia divina que fueron revelados a determinadas personas, templos voluptuosos, la búsqueda de la trascendencia espiritual, la justicia divina como compensación redentora de las buenas acciones y hasta la presencia de una trinidad superior (compuesta por Brahma, el creador, y Vishnú y Shiva, los más populares), además de la adoración de figuras sagradas, en este caso representadas por miles y miles de dioses.

 

 

La concurrencia de las caravanas por la calle y el gath Dashashwamedh hasta el Ganges en Varanasi también responden a una demanda turística a lo Disneylandia. Es que la crisis de la sociedad de consumo occidental encontró en el hinduismo un refugio hacia donde escapar, a veces con más conocimiento sobre la materia, aunque esto no siempre resulta indispensable para ocasionales feligreses por un día. Con eso, llegó la mercantilización de la antimercantilización: cursos fast-food de yoga, relajación a domicilio, libros de autoayuda para desconsolados sin remedio, gurúes montados sobre corporaciones millonarias y el acceso a la espiritualidad como si se tratara de un spa. No muy distinto a quien cree que por ir de shopping o cortarse el pelo podrá cambiar su alma en pena. La Verdad (si es que acaso existe y no es sólo una entelequia construida por el hombre) se encontrará en cualquier lado, incluso en los puestitos callejeros de Varanasi y en sus paquetitos de sándalo. Aunque no hace falta viajar tan lejos y dar la vuelta al mundo: jamás estará demasiado lejos de uno mismo.