Apenas entré al consultorio ya sabía lo que me iba a decir la doctora.
Que me concentrara en un recuerdo de mi infancia al que yo pudiera relacionar con este tema. Que hiciera memoria. Que me quedara tranquilo que lo íbamos a seguir trabajando. De a poco. Que no me preocupara.
Que mientras tanto tomara las pastillas que me estaba escribiendo en el recetario, arriba del sello y de su firma elegante. Que me iban a relajar y así iba a poder descansar toda la noche.
Pero esta vez era distinto, lo presentía, como si la idea me caminara por la cabeza.
Lo supe en el mismo momento en que Julieta me dijo lo que había encontrado sobre la almohada cuando volví de la consulta con la psiquiatra.
No puedo decir que tengo insomnio, porque no lo tengo. Yo me duermo enseguida, y duermo como un bebé. El problema es que me despierto. Y no me despierto por algún ruido, me despierto por el olor.
Desde que era chico me persigue, por más que tome las pastillas que me recetó esta doctora, y las anteriores, ese olor siempre llega hasta mí. Me busca y me encuentra, por decirlo de alguna manera.
Por este mismo tema es que nunca tengo una relación duradera con mis parejas. Todo es color de rosas hasta que se quedan a dormir en casa.
Al principio tienen consideración conmigo, tratan de buscarle una respuesta lógica. Pero a la larga terminan dejándome. No entienden el motivo, o no me creen.
Me miran con esa mirada que odio, como si lo que les estuviera contando no existiera. Claro, ellas no perciben el olor. Solo yo puedo sentir cómo se va colando entre las sábanas. Un olor inmundo, penetrante.
Pero Julieta no es así, no es una más. En cualquier momento se lo cuento, ella me va a creer, pero todavía no me animo porque ella tampoco lo siente, duerme toda la noche de corrido sin enterarse de ese olor nauseabundo.
Cómo describirlo, es un olor a cloaca, pero a cloaca de años, agua podrida estancada en el tiempo.
Cuando era chico, en mi barrio, las calles eran de tierra. Los autos levantaban polvareda cada vez que pasaban. Teñían las paredes de un marrón gastado. Una zanja dividía la vereda de la calle, con un tablón atravesado que hacía las veces de puente para poder cruzarla.
¿A qué viene el recuerdo de la calle de tierra? A que el olor que me visita cada noche es similar al de esa zanja, pero multiplicado por los años.
Cuando tenía ocho o nueve años asfaltaron esas calles y todo se volvió más normal. Con normal quiero decir aburrido. Porque durante esos meses, mientras estaban en la etapa de excavación, ese lugar fue un paraíso terrenal para mis amigos y para mí.
Cuando los obreros terminaban su jornada laboral, a nosotros nos quedaba un mundo subterráneo conectado por los caños de desagüe pluvial que iban colocando. Parecía el sistema nervioso del cuerpo humano uniendo a todo el barrio. Ese era nuestro lugar.
Nos escondíamos ahí dentro hasta que caía la noche. Caminábamos de rodillas dentro de esos caños. Nos poníamos un grupo en cada esquina y podíamos escucharnos sin tener que gritar, el sonido viajaba como en una línea telefónica.
Jugábamos a la escondida y a la mancha haciendo equilibrio sobre ellos. Pintábamos los caños con crayones hasta gastarlos, nos quedaban los dedos todos coloridos y después costaba mucho quitar las manchas de las manos. Escribíamos mensajes secretos adentro de los caños.
Más de alguna confesión de amor habrá quedado enterrada en ese tiempo feliz.
Una noche mi mamá me preguntó si conocía a un chico llamado Víctor Sánchez. Le dije que no, hasta que me mostró su cara en una fotocopia donde decía que estaba desaparecido. Piuyi, le dije, es Piuyi mamá.
Nadie lo conocía por el nombre de pila, le decían así porque siempre estaba rascándose la cabeza. Me preguntó cuándo fue la última vez que lo vi y le dije que la semana anterior, en los caños, antes de que comenzaran a rellenar con tierra. Estábamos jugando a la escondida, Piuyi nos estaba buscando. Era fácil esconderse de él porque con el eco adentro de los caños escuchábamos como se rascaba la cabeza.
Ese día me escondí hasta que anocheció, después me fui para mi casa sin avisarle a nadie, ya me había aburrido de estar escondido sin que me encontraran. Esa fue la última vez que lo vi, o que lo escuché, mejor dicho, mientras contaba hasta veinte al grito de “punto y coma, el que no se escondió se embroma”.
No se supo nada más de Piuyi. Con los años pasó a ser solo un recuerdo lejano, como cuando alguien recuerda que de chico, en su barrio, las calles eran de tierra.
Cuando volví de la psiquiatra, Julieta me esperó con la comida preparada. Estaba hermosa. Todo en ella era hermoso. En la sobremesa, mientras barría las migas con una servilleta, me contó sorprendida que esa mañana, cuando se despertó, encontró un piojo caminando por la almohada.
Un punto negro intentando escapar sobre la funda blanca. Me dijo que nunca en su vida había tenido piojos y me preguntó si a mí no me picaba la cabeza. Le respondí que a veces, pero que lo estaba trabajando.
Antes de dormir tiré la receta de la doctora a la basura y abracé a Julieta para conciliar el sueño. A la madrugada me desperté y me levanté despacito, tapándome la nariz, aguantando el aire como podía.
Al acercarme a la puerta de la habitación escuché como la voz dormida de Julieta me preguntaba qué haces. Le dije: Voy a buscar un vaso de agua. No pasa nada, dormí tranquila.
Juro que estuve a punto de decirle la verdad en ese mismo instante. Estoy seguro que ella me va a creer. Ella no es como las demás. Ella no va a dejarme, pero me pareció prematuro contarle que con la remera estaba limpiando las manchas de crayones en el picaporte.