Ningún zeppeliniano guardia vieja, nueva o intermedia que se precie, duda de la trascendencia que ha tenido The Song Remains The Same en su vida. Fue aquel documental un punto de inflexión crucial, por cierto, que determinó el amor incondicional de millones de personas por la banda. Hito y rito, ha generado un alto grado de pertenencia, especialmente en Buenos Aires, donde miles de seguidores y seguidoras mataron el hastío y la persecuta de tiempos represores, durante trasnoches de encuentro, viaje y poderoso rock and roll en el Cine Lara de Avenida de Mayo. Pero hete aquí que la canción era una -la misma- y mostraba solo una coyuntura en el devenir del grupo. La de los incendiarios y extraordinarios conciertos en el Madison Square Garden sucedidos poco después de la publicación de Houses of the Holy, en julio de 1973.
No falta quien asegura, incluso, que no fue la mejor etapa. Que la era dorada de Zeppelin había pasado. Como fuere, The Song Remains The Same adolece, por formato, temática y concepción, de abordar ese período previo. El que empieza durante el ocaso del '68 como un desprendimiento de The New Yardbirds, con Jimmy Page y el manager Peter Grant en el rol de fogoneros; y continua con la excelsa saga discográfica que empieza en Zeppelin I y llega hasta el IV. Es esto pues lo que viene a reparar –o completar hacia atrás, dicho mejor- Becoming Led Zeppelin, documental de flamante edición, cuyo abordaje está dado por mostrar fragmentos poco transitados –mucho de ellos, desconocidos- de los inicios de la banda, e incluso anteriores.
Dirigido por Bernard MacMahon -el de la magistral serie American Epic- y coescrita por Allison McGourty, el documental de dos horas –estrenado recientemente en cines con Imax Láser de Canadá, Reino Unido y Estados Unidos, y al caer en América Latina- no solo cuenta con la preciadísima autorización oficial, participación incluida, de Robert Plant, Jimmy Page –que había rechazado muchas ofertas anteriores por “bastante miserables”- y John Paul Jones, sino que agrega palabras inéditas de John Bonham, el turbulento y genial baterista fallecido en 1980, con apenas 32 años.
Uno de los lapsos más emotivos del film está dado justamente por el que le revela al mundo una entrevista inédita al “Bonzo”, cuyo plus es que ni siquiera era conocida por sus compañeros. En ella se le escucha al batero, cuyas entrevistas a la prensa brillaban por su ausencia, manifestar su enorme admiración por Gene Krupa, y el momento en que éste lo deslumbró tocando “Sing Sing Sing”, en The Benny Goodman Story, la biografía filmada del rey del swing. Respecto del vínculo con sus cómplices sonoros, Bonham admite que el mejor lo tenía con Jones y que la primera vez que tocó con ellos fue como un regalo del cielo. “Se notaba que era una buena banda, pero no nos contrataban”, evoca sobre los complejos orígenes.
Las palabras de Page, en tanto, transitan cierta egolatría cuando el guitarrista recuerda sus momentos como músico de sesión de The Kinks, Eric Clapton y los Stones –“pero nunca de The Beatles”, admite- a la vez que evoca su intención primera y central al momento de fundar la banda. “Quería que fuese algo que no hubiesen escuchado nunca”, cuenta Page, con su casa esotérica como entorno, mientras las palabras de Plant direccionan hacia su felicidad plena, manifiesta, por haber sido parte de una banda emblemática.
Palabras, semblantes y conjuros se funden entonces en un todo con imágenes tan sorpresivas como aquello. Aparecen -de momentos previos a Zeppelin, claro- planos de The Yardbirds, con Page y Jeff Beck juntos, tocando en Blow-Up, película emblema de Michelangelo Antonioni. También fotogramas, fotos ignotas de cuando Plant niño iba a la escuela, tomas en blanco y negro de Page tocando en la BBC con apenas 13 años, y secuencias de su posterior raid en busca de músicos que lo ayudaran en su propósito de armar una banda de discos larga duración, y no de simples, como había sido The Yardbirds. Becoming Led Zeppelin narra pues, en otro de sus pasajes clave, los infructuosos intentos del guitarrista por dar con una compañía acorde a sus fines.
Los testimonios dan paso a la música, a través de una secuencia primitiva, embrionaria: el show que Zeppelin dio, aún sin su nombre definitivo, en un gimnasio de Gladsaxe, Dinamarca, llamado The Teen Club, a principios de setiembre de 1968. Otra joyita en imagen y sonido deviene de la participación de los cuatro en el Festival de Bath, mediando 1970, junto a Carlos Santana y Pink Floyd. Las imágenes en movimiento del festival –que estaban perdidas, hasta que el cineasta Peter Whitehead las encontró- sorprenden al propio Page que, mientras las ve en el film, reconoce su ignorancia sobre ellas. Estaba Zeppelin entonces concluyendo la grabación del psicodélico y bucólico Volumen IV, y hasta aquí es donde llega cronológicamente el documental, que por supuesto no deja en el camino imágenes del explosivo concierto de enero de 1970 en el Royal Albert Hall de Londres, donde ciertos ingleses engreídos comenzaron a admitir finalmente la potencia bañada de belleza de la banda.
Tampoco omite el film prestar suma atención a la primera gira de la banda por Estados Unidos, cuyos rockers fueron mucho más amables con ellos. Amables hasta la devoción, claro, si se detiene la atención en el show en el Filmore West, de Bill Graham. O, más aún, en la actuación incendiaria, en el festival de Atlanta, al lado de los Canned Heat y Janis Joplin, durante el hiato temporal entre Zeppelin I y Zeppelin II. “Sin dudas, era este el momento adecuado para que contáramos nuestra propia historia por primera vez con nuestras propias palabras”, ha dicho John Paul Jones a faena concluida. El resto es cosa de meterse en ellas, y vestirlas con aquellas fulminantes piezas (“Good times, Bad Times”, “Whole lotta love”, “Communication Breakdown”, por decir solo algunas) que conquistaron el mundo en un puñado de volcánicos meses.