En el verso inicial el autor declara que esa escritura se propone dar instrucciones a aquellos que lo odian. El poema le brinda a quien escribe un protagonismo descarado. En la primera línea queda planteado el ánimo belicoso, la escena antagónica. Pero después la atención se desplaza a la ciudad, a un deambular con una lata de cerveza en la mano y el poema es como una especie de diario donde la cotidianidad es pegajosa, vibrante y ansiosa.
Hay que ir hacia la noche, hay que dejar atrás el día de trabajo, hay que desprenderse de las obligaciones y ser otro. Lo hermoso de la vida se convierte en insoportable en la escritura de Juan Gabriel Miño. El amor por la noche impulsa a escribir sobre ese momento de pasaje cuando vamos hacia el encuentro de alguien y ya imaginamos lo que se avecina, disfrutamos de esa caminata hacia la aventura de los bares y los amigos. La ciudad respira entre las palabras de No toda la vida vamos a estar juntos (Mansalva).
Escuchar y capturar el diálogo surrealista con una desconocida es parte del plan de escritura. La poesía puede dejar ese instante en suspenso, convertirlo en una imagen que no necesita desarrollarse. La escritura es un cuerpo. Entonces podríamos decir que no es el autor el protagonista sino su cuerpo como la herramienta que le permite escribir.
El poema se convierte, en su confección visual, en el dibujo sobre la página, en el ritmo de cada paso por esa calle como alguna vez lo hizo Leónidas Lamborghini al romper las sílabas y darles un movimiento donde la palabra se descubría en la lectura. Cuando el dolor amenaza con llevar al poema a una zona confesional, Miño se desplaza hacia algún tema intrascendente para dirimir allí un conflicto existencial.“No se puede/sostener/un amor/queriendo/gastar guita/en locales/diferentes”.
Lo material encierra la división de un universo: elegir bares de mala muerte o chetos, pretenciosos, mundos artificiales o tugurios donde el realismo es insoslayable. De ese realismo casi biográfico pasa a lo onírico cuando fantasea amoríos casuales con desconocidos que describe en una sucesión incandescente de caídas, golpes, infortunios, manchas, tropiezos que podrían llevar a la muerte pero que en su modo de ser enunciados, como si no hubiera nada entre la magulladura, la zanja, el barro, el vómito, el kerosene que toma con otro desconocido, es el cuerpo el que se convierte en una materia elástica, propensa a soportar el experimento, capaz de sobrevivir.
El amor, su experiencia, se trate de una pareja o de una relación de una noche consume el cuerpo, lo destroza, lo deja puro esqueleto. La escritura de Miño parece llamar a la muerte como si ella fuera la causante del poema, como si ese tiempo que invoca el título donde ya está instalado el abandono, la ruptura, fuera una escena que hay que asumir desde el inicio, con la que hay que convivir y tenerla presente como un personaje más.
Pensar en lo que vendrá, en ese momento donde no vamos a estar juntos es la versión que el autor crea de su propia noción de tragedia. Situarse en el final cuando todavía somos felices, cuando encontramos lo que queríamos, aceptar o dar el espacio para preguntarse cuánto duran esos instantes de algarabía si todo sucede entre un tren, una lata de cerveza, un departamento alquilado. Hay algo despiadado que lo iguala todo y es la certeza que cada cosa, cada amor, cada momento perfecto o desafortunado va a tener un fin.
Por eso Miño hace que las palabras se estrellen, pasa de una secuencia a la otra como si quisiera que cada verso chocara y explotara. El poema es el resultado del estallido silencioso que nos acompaña cada día, ese rumor que nos anuncia la fatalidad mientras intentamos que tarde un poco más en llegar.