El escritor Juan Mattio nació en 1983, el mismo año en que Argentina recuperó la democracia tras la dictadura militar. Su trayectoria como narrador, periodista y ensayista se inscribe en una generación que no vivió directamente el terrorismo de Estado, pero que creció en un contexto marcado por la reconstrucción de la memoria, los juicios a los represores y el persistente debate sobre las huellas del pasado en el presente. Esta sensibilidad hacia la historia y sus pliegues se refleja en Materiales para una pesadilla, una novela que combina el thriller político, la literatura de anticipación y la exploración filosófica del lenguaje y el poder.

Publicada en 2021, galardonada con el Premio Medifé-Filba y reeditada este año por Caja Negra, la obra propone un inquietante cruce entre el pasado represivo de la dictadura y las estrategias de vigilancia contemporáneas. A través de una estructura fragmentaria y polifónica, la narración sigue a Keiner, un investigador obsesionado con reconstruir la historia de Hermes, una máquina diseñada en los años setenta para interceptar y analizar el discurso de los militantes políticos. Sin embargo, la pesquisa pronto deriva en un escenario más amplio: el protagonista descubre que las estrategias de control no solo han sobrevivido al terrorismo de Estado, sino que han mutado y se han refinado en el presente digital.

DICTADURA & INTELIGENCIA ARTIFICIAL

En el corazón de la novela se encuentra la intersección entre el lenguaje y la vigilancia. Durante la última dictadura, Hermes operó como un dispositivo de control del discurso, identificando palabras clave en llamadas telefónicas y generando listas de sospechosos. En la ficción de Mattio, esta herramienta adquiere una dimensión simbólica: es la representación de un poder que no solo persigue cuerpos, sino también significados, ideas y formas de nombrar la realidad.

Pero el aspecto más inquietante de la novela es la constatación de que Hermes nunca desapareció del todo. Keiner descubre que sus principios han sido absorbidos por Treffen, un sistema de inteligencia artificial desarrollado en Berlín por la programadora japonesa Haruka. A diferencia de Hermes, que registraba palabras en tiempo real, Treffen busca modelar la conciencia y anticipar el pensamiento antes de que sea expresado. Así, la novela traza un paralelismo entre las estrategias de control del pasado y las nuevas tecnologías de vigilancia, mostrando que el poder ya no necesita la censura ni el castigo explícito: le basta con predecir y moldear el discurso.

En este sentido, Mattio dialoga con 1984 de George Orwell y con el cyberpunk de William Gibson, pero también con pensadores contemporáneos como Shoshana Zuboff y Byung-Chul Han, quienes han analizado cómo el capitalismo de vigilancia ha transformado la relación entre subjetividad, tecnología y control social.

LA IMPOSIBILIDAD DE LA VERDAD

Keiner es un personaje que escapa a los modelos tradicionales del investigador en la literatura. No es un detective que descubre un secreto ni un periodista que devela una conspiración: es, más bien, un ensamblador de fragmentos, un explorador de pistas dispersas que nunca logra encajar por completo. A lo largo de la novela, su búsqueda se enfrenta a la imposibilidad de acceder a una verdad única y definitiva, lo que refuerza la idea de que la memoria histórica es un territorio en permanente disputa.

La presencia de Miguel Jemand, el escritor desaparecido que pudo haber contribuido sin saberlo al desarrollo de Hermes, refuerza esta ambigüedad. ¿Fue un colaborador involuntario? ¿Su obra sirvió para perfeccionar los mecanismos de control del lenguaje? Mattio evita ofrecer respuestas cerradas y construye en cambio un relato donde la literatura misma se vuelve un campo de batalla.

Junto a Keiner aparece Katy, una investigadora ciega de la Biblioteca Nacional que resguarda documentos clave sobre Hermes. Su ceguera funciona como una metáfora del acceso limitado a la memoria y del carácter incompleto de todo archivo. Además, la enfermedad que la aqueja genera un efecto de urgencia: a medida que su estado se deteriora, el conocimiento que posee corre el riesgo de perderse para siempre.

Uno de los rasgos distintivos de Materiales para una pesadilla es su estructura. Mattio prescinde de una narración lineal y organiza la novela a partir de documentos, entrevistas, grabaciones y anotaciones personales. Esta estética fragmentaria, que recuerda a la obra de W. G. Sebald y Ricardo Piglia, refuerza la idea de que el conocimiento histórico nunca se presenta como un relato totalizador, sino como una colección de huellas dispersas.

 

La novela está dividida en cuatro partes, cada una con una lógica propia de montaje. En algunas secciones predominan las transcripciones de documentos, en otras las reflexiones de Keiner o las entrevistas a testigos. Este procedimiento genera un efecto de acumulación de sentido, donde el lector debe asumir un papel activo en la reconstrucción de la historia.

El estilo de Mattio es preciso y sin excesos retóricos, pero al mismo tiempo trabaja con una alta densidad conceptual. Las referencias a Ludwig Wittgenstein, Walter Benjamin y Stanislaw Lem refuerzan la dimensión filosófica del texto, al tiempo que le otorgan profundidad a la reflexión sobre el lenguaje y el poder.

JINETES DESESPERADOS

Más allá de su labor como narrador, Mattio ha desarrollado un trabajo de investigación y reflexión sobre la literatura y la tecnología. Integró la redacción de la revista Sonámbula y fue parte del observatorio de ciencia ficción Synco, espacios desde los cuales analizó el impacto de los avances digitales en la narración contemporánea. En 2023, publicó su primer libro de ensayos, La sombra de un jinete desesperado, donde explora la relación entre literatura, historia y política.

Si en su primera novela, Tres veces luz (2016), trabajó la relación entre la violencia y la marginalidad, en Materiales para una pesadilla su interés se desplaza hacia la intersección entre memoria, vigilancia y lenguaje. Su escritura combina elementos del thriller con una dimensión especulativa que lo inscribe en una tradición que va desde Philip K. Dick hasta Ricardo Piglia.

El carácter híbrido de su obra es clave para entender su impacto: no se trata solo de narrar una historia, sino de construir un artefacto literario que obligue al lector a cuestionar su propia relación con el lenguaje y la información. En una época marcada por la hipervigilancia digital y la proliferación de datos, la literatura de Mattio actúa como una herramienta crítica capaz de interrogar las nuevas formas de poder.

Con Materiales para una pesadilla, Mattio construye una novela que no solo interpela el pasado reciente de Argentina, sino que también ofrece una reflexión sobre las estructuras de control del presente. La obra pone en cuestión la idea de que la vigilancia desapareció con la democracia y señala cómo la lógica del espionaje estatal fue reemplazada por mecanismos más sofisticados de recolección de datos y modelado del comportamiento.

 

En este sentido, la novela no es solo una especulación sobre el futuro ni una reconstrucción del pasado. Es, sobre todo, un llamado a la reflexión sobre el presente. ¿Qué significa la libertad de pensamiento en un mundo donde cada palabra puede ser registrada, analizada y utilizada para anticipar nuestras acciones? Mattio deja abierta la pregunta y, al hacerlo, invita al lector a replantearse su lugar en una sociedad cada vez más condicionada por las redes, los algoritmos y el control digital.

Pero Mattio, además de preguntas, tiene respuestas. Consultado sobre la presencia de la memoria, el lenguaje y el poder en todas sus novelas, y sobre cómo influyeron su formación y experiencia en la construcción de Materiales para una pesadilla, responde que uno siempre escribe con y desde sus experiencias personales. “Puede ser una novela de ciencia ficción o una de terror, la experiencia personal es, de algún modo, el único material con el que contamos”, sostiene.

Entre las experiencias que marcaron la escritura de esta novela, menciona tres en particular: la convivencia temprana con una madre que padecía una enfermedad mental severa, lo que le dio una relación ambigua con el lenguaje; el acercamiento a ciertas ficciones que trabajan lo histórico o lo político desde géneros pulp -como Matadero 5 de Vonnegut o La ciudad ausente de Piglia-; y la militancia política, donde aprendió una forma de la memoria vinculada a la circulación oral de los relatos, a la reconstrucción del pasado a partir de una multitud de pequeñas historias imprecisas, a veces incompletas, que restituyen eso que Benjamin llamaba “un instante de peligro”.

Materiales para una pesadilla cruza en mi opinión el thriller político, la literatura de espionaje y la ciencia ficción. ¿Cuáles fueron tus influencias?
-Cuando empecé a escribir Materiales no estaba pensando en la ciencia ficción. Era la historia de un hombre que intentaba comprender cómo una máquina utilizada por la dictadura para escuchar las conversaciones en los teléfonos públicos de la ciudad de Buenos Aires había sido diseñada por un grupo de escritores, lingüistas, psicólogos. En algún momento, esa historia empezó a insinuar una conexión con el futuro relativamente inmediato, de acá a diez o veinte años, digamos, donde ese conocimiento era reutilizado en una nueva red social inmersiva. A partir de ahí, sí comprendí que estaba, al menos en parte, en el territorio de la ficción especulativa y me apoyé en dos lecturas clave: Luz de M. John Harrison y Criptonomicón de Neal Stephenson, porque las dos novelas intentan conectar puntos distantes en la misma línea cronológica, haciendo que hechos aparentemente triviales se tejan a través de los siglos.

¿Respiración artificial es la gran novela de la dictadura?
-Creo que la experiencia de la última dictadura encontró -y seguirá encontrando- muchas formas de narrarse desde la ficción. Piglia elaboró de una forma muy inteligente el clima asfixiante y la persecución del lenguaje en Respiración artificial. Y también mostró que era posible desplazar la experiencia histórica inmediata hacia, por ejemplo, el siglo XIX, sin dejar de hablar nunca sobre el presente y sus consecuencias. Si tuviera que quedarme con una sola de las muchas ideas que Piglia dejó sobre la literatura, creo que sería la idea de escapar del inmediatismo, de eso que podríamos llamar la actualidad, no ceder a la demanda de opinión y pensar la ficción como un arte que sucede siempre en el futuro.

La novela tiene una estructura fragmentaria, con documentos, grabaciones y notas. ¿Pensaste en esa forma desde el inicio?
-La novela tuvo tres versiones completas, de las cuales, claro, se publicó la última. La estructura fragmentaria apareció en la segunda versión, que escribí durante 2017, pensando en un dispositivo donde se pudiera generar sentido por contigüidad. Que una cita de, digamos, Norbert Wiener sobre cibernética estuviera al lado de una cinta con un testimonio sobre la máquina y la dictadura me parecía una forma distinta de narrar sin recurrir a las herramientas más habituales como la descripción o el diálogo, que también tienen su lugar en el texto. La idea de muchos materiales diversos, contradictorios, intentando generar una totalidad que, en definitiva, no alcanza para comprender lo que pasó en esa historia, me parecía mucho más honesta que la construcción de un dispositivo donde el sentido apareciera cerrado.

Hermes, la máquina de vigilancia de la dictadura, resuena con el control digital actual. ¿Cómo ves esa relación?
-Leyendo para la novela, me di cuenta de que muchas de las ideas que yo había pensado como producto de mi fantasía eran, en realidad, bastante similares a implementaciones tecnológicas que se usan en el ámbito de la publicidad algorítmica en las redes. Las palabras críticas, por ejemplo, son uno de los modos en que funcionan los chatbots al estilo GPT. Pero también son la manera en que las publicidades en redes saben qué mostrar a cada usuario. Por ejemplo, si alguien busca la palabra "zapatillas" en Google, lo más probable es que en los siguientes días su feed le muestre ofertas de calzado. Esa es la lógica de Hermes. La diferencia es que lo que se buscaba en dictadura eran “palabras subversivas”, signos de disidencia, lenguaje revolucionario, etc.

Keiner es un personaje obsesionado con reconstruir una historia que se le escapa. ¿Cómo lo concebiste?
-Keiner es el narrador principal de la novela, pero, en sentido estricto, no es a él a quien le sucede la historia. Su tarea es investigar, tratar de dar coherencia a un montón de fragmentos que tiene entre sus manos y que no componen un todo legible. Es un personaje melancólico, que viene de una historia muy particular con el lenguaje en su infancia, y me pareció que esa relación extraña con las palabras podía funcionar como una buena preparación para lo que tiene que enfrentar. ¿Cómo se reconstruye la historia cuando la memoria y el lenguaje han sido dañados? Keiner es alguien que creció cerca de personas cuya relación con las palabras era muy inestable y creí que, al menos, podía formular las preguntas correctas.

Miguel Jemand, el escritor vinculado a la máquina, queda en una zona ambigua. ¿Te interesaba más plantear preguntas que dar respuestas?

-Creo que el sentido común progresista asocia la figura del escritor o del intelectual a lo que podríamos llamar el “buen sentido”, es decir, alguien que sostiene posiciones democráticas, con cierta noción de justicia y presupuestos humanistas. Sin embargo, la historia dice otra cosa: Faulkner, Ezra Pound, Céline, Borges o Mishima. Todos ellos fueron grandes escritores con ideas políticas que van desde el conservadurismo hasta adhesiones explícitas a movimientos fascistas o a gobiernos totalitarios. Me interesaba explorar esa tensión entre vanguardia estética y política de derecha que me resulta mucho más interesante que la figura del escritor como alguien que establece una relación amable y tranquilizadora con el mundo que lo rodea.

Haruka y Treffen introducen un tono de anticipación tecnológica que remite al cyberpunk. ¿Cómo construiste esa dimensión futurista sin perder el anclaje en la historia reciente?

-Como te decía, Haruka fue la última pieza en aparecer y salvó la novela de un pantano de casi cinco años. Ella trae el futuro, pero también trae ciertos imaginarios políticos que me interesan. Es una programadora brillante que solo encuentra lugar en los centros tecnológicos más avanzados del mundo, donde el capital se reproduce a velocidades siniestras, y para desplegar su talento tiene que negociar con esos entornos. Para mí, el cyberpunk es una estética mucho más inscripta en ciertas lógicas de la realidad que muchas corrientes del realismo, por ejemplo. Las ficciones de William Gibson, el imaginario visual de Ghost in the Shell, las preguntas que viven en la obra de Octavia Butler o de Bruce Sterling dicen mucho más de nuestras condiciones materiales de existencia que una novela situada en la ciudad de Buenos Aires en el año 2025.

La novela deja una sensación de fatalidad, como si el conocimiento no bastara para cambiar las cosas. ¿Aún hay margen para resistir en un mundo hiperconectado?

-La sensación de fatalidad es, o hubiera querido que fuera, en relación con el pasado. A la dificultad de reconstruir el pasado. Entiendo que es difícil de asumir porque, para poder transitar un duelo, se necesita acceder a ciertas formas de la verdad, aunque sean formas parciales, y en el caso del pasado reciente argentino muchas veces esos fragmentos de verdad siguen sin aparecer, sin poder ordenarse en un relato coherente. Mi posición sobre el futuro es, en cambio, menos fatalista. Vivimos una época oscura donde parece necesario volver a discutir lo básico, pero eso no quiere decir que debamos resignarnos a la derrota. Nunca como en este momento la relación social que llamamos capital se mostró más incapaz de cumplir sus propias promesas de modernidad y desarrollo. Lo único que nos ofrecen es un futuro “para pocos”, para millonarios, para emprendedores exitosos. Alguien dijo que el futuro ya existe, pero está desigualmente distribuido. La única cosa que se me ocurre que podemos hacer para romper con esas asimetrías y generar un futuro para las grandes mayorías está en la acción política. La única condición que pondría es que la acción política que necesitamos no es una acción melancólica de apego al pasado, sino un horizonte futurista de interés por lo que todavía no conocemos y que puede presentarse como una ruptura radical con las condiciones de vida actuales.

Materiales para una pesadilla se inscribe en una tradición de la narrativa argentina que, sin renunciar al afán de justicia histórica, se abre hacia fórmulas experimentales y construye puentes con el terreno de la especulación.

 

El resultado es una novela inquietante, formalmente arriesgada y conceptualmente potente, que desafía la pasividad del lector y lo interpela a reconstruir, como Keiner, los fragmentos dispersos de una historia que, aunque refiera al pasado, sigue operando en el presente. No se trata, entonces, de que la literatura ofrezca respuestas cerradas ni se ocupe de construir una tesis sobre el poder. La apuesta es otra: la de explorar las formas en que los mecanismos de control se reconfiguran y sobreviven en nuevos dispositivos, disfrazados de modernidad y progreso.