De chico, pasaba todos los fines de semana en la casa de mis abuelos paternos en La Roche, pequeño pueblo perdido de los Alpes. Durante el día, jugábamos por los caminos de montaña con mi primo y mis amigos del pueblo. Pero en ese pequeño valle, el sol desaparecía temprano detrás de las cimas y la oscuridad ganaba rápidamente el pueblito. Y mucho no había para hacer a la noche, sobre todo durante los largos meses del frío invierno alpino.
Los sábados, después de la cena temprana, nos juntábamos todos, mis abuelos, mis padres, mi hermano mayor Frédéric y yo frente al televisor para mirar Champs-Elysées, programa éxito de la televisión francesa durante toda la década de los ’80. Ahí, durante tres horas, desfilaban los cantantes del momento y los actores de moda. Si bien nuestros gustos divergían bastante dentro de la familia, había una cantante, una sola, que lograba imponer el silencio en el living de mi ruidoso clan de sangre italiana: Dalida.
Artista franco-italiana, inmensamente popular en todo el país, Dalida nos fascinaba. En particular, a mi abuelo, a mi madre y a mi. Por razones bien diferentes. Mi abuelo, albañil inmigrante de Italia, quedaba hipnotizado por su belleza y su tonada que le recordaba su país de origen. Mi mamá, eterna mujer sufrida y víctima de los engaños de mi padre, se identificaba fácilmente con sus canciones de mujer trágica. Y a mi, me deslumbraba su glamour, su largo pelo rubio y sus vestidos de lentejuelas. Dalida era simultáneamente la reina de los albañiles, de las mujeres despechadas y de las maricas. De las maricas, en una época de mucha opresión hacia la comunidad LGBT. Una comunidad que ella siempre apoyó y que siempre supo devolverle su amor.
Una canción del repertorio de Dalida me tocaba en particular: “Je suis malade”. El tema empezaba con un piano que se desgranaba y la voz grave y cálida de Dalida susurrando: “No sueño más, no fumo más, ya ni tengo historia”. Era chico pero me daba cuenta que la “maladie” –la enfermedad– a la cual se refería Dalida en su canción no tenía que ver con un problema de salud física. Su enfermedad era de otro origen.
“Je suis malade” describía la lenta autodestrucción de una persona enferma de amor. Relataba la caída sin fondo de alguien que no aguanta más la indiferencia del ser amado con el cual convive. Desesperación, humillación, engaño, noche de soledad, deseo de morir... Imposible no pensar en mi madre cuando la escuchaba. Como si fuera la banda sonora de su triste vida afectiva. A veces la sorprendía a ella tarareando con aparente liviandad el tema mientras cocinaba o planchaba.
Si la voz de Dalida me llegaba tanto al corazón, es también porque la cantante conocía el precio de la depresión y del mal de amor. El suicidio de su amante Luigi Tenco, su deseo frustrado de ser madre, las cirugías interminables para corregir un estrabismo que la acomplejaba, la soledad en su mansión de Montmartre. Tantos motivos que hacían que su voz en “Je suis malade” no fuera una interpretación más, sino un grito verdadero.
Cargado del drama conjunto de mi madre y de Dalida, solía encerrarme en mi cuarto, frente al espejo, cepillo en mano, gritando la letra de la canción arriba de una grabación de mala calidad que había logrado captar con mi viejo radio cassette. En aquel momento nada me importaba, ni siquiera saber que mi hermano burlón escuchaba todo desde su cuarto, pegado al mío. Un pequeño momento de libertad en mi burbuja rosa.
En “Je suis malade”, Dalida cantaba: “Este amor me mata, y si sigue así, moriré sola conmigo”. Y así fue, cuando un domingo de primavera de 1987, Dalida decidió cerrar las cortinas de su habitación y despedirse del mundo, dejando una desgarradora nota en su mesa de luz: “Perdónenme, pero la vida se me volvió insoportable”. Entonces tenía 13 años, y recuerdo tratar de contener mis lágrimas de marica reprimida al enterarme de la noticia frente al televisor familiar.
Cuando Marcelo Allasino, el dramaturgo y director de El último, me pidió que le sugiriera una canción que pudiéramos interpretar en la obra para ilustrar la desesperación de mi personaje frente a la indiferencia de su joven amante, “Je suis malade” me vino enseguida a la mente. Le mandé la versión de Dalida y a las pocas horas me dijo : “Vamos con esa”. El magnetismo de Dalida se había cobrado otra víctima.
Hervé Segata es un actor francés radicado en Argentina desde hace 20 años. Se formó en el Duende, de Agustín Alezzo y entrenó con Ciro Zorzoli. Entre sus trabajos se destaca el unipersonal Gringo cué, escrito y dirigido por Lázaro Mareco; Pura sangre, dirigida por Carlos Casella y Jorgelina Aruzzi, y protagonizada por Griselda Siciliani; y El bello indiferente, dirigida por Javier Van de Couter. Trabajó en varios largometrajes y en televisión. Encarna actualmente a Pierre en la tira infantil producida por Cris Morena, Margarita. Es integrante del dúo musical Paris-Paraná, que reversiona clásicos de la música popular francesa y argentina. Actualmente se lo puede ver El último, diatriba de amor por mensaje de audio, escrita y dirigida por Marcelo Allasino, en El Extranjero, Valentín Gómez 3378. Todos los sábados, a las 20.