Quizá su barco, que remontaba fatigosamente la ruta hacia el Atlántico norte pudo rozar el trayecto inverso del que traía de regreso a Sarmiento, ¡quién sabe! Quizás fondeó en los mares de alcohol de las tabernas en cualquier puerto donde más tarde deliraría Poe, y prescindió cansinamente de la aventura del oro que llamaba desde el Yukón. Vaya a saberse si escuchó el estallido de las balas y los sables del Norte contra el Sur, o solo las mentas de lo ya ocurrido. Acaso supo de W. F. Cody; tal vez, si lo vio, fue desde los tablones del circo. Resulta posible tolerar la idea de que más se enteró de búfalos salvajes y de estoicos pieles rojas por lecturas y leyendas, cuando ya se había adentrado en las primeras estribaciones de la pampa y ensoñaba –y se atribuía- el West lejano del que se distrajo, hasta ignorarlo, entre sus pertrechos de desarraigado en el East.
Desarraigado allá y acá. Su estatura –seis pies y medio-, su barba y su pelo –como jugo de granada-, su inglés-irlandés –era un O’Hara, de nombre Ryan- pudieron integrarlo sin resistencia en el país elegido. La convocatoria paterna, mejor dicho, el reclamo de regreso atendido tardíamente, lo convirtió en heredero y estanciero. Pronto descubrió que asimismo podía gobernar su hacienda, mal que bien, desde la ventajosa ubicación en ciudad.
Buenos Aires, en la que había nacido, no lo recuperó: lo descubrió, con embeleso las damas, con celos y rivalidad los varones.
Su porte, su barba, la cabellera larga hasta la nuca, su aventura americana –imprecisa y por tanto inflamada- lo asociaron, en los salones, en el teatro, con quiméricas representaciones mixtas: de Búfalo Bill con los pieles rojas.
Fue por entonces que desertó de la ciudad para acaudillar huestes propias e irregulares, conquistadoras de tierras y ganado del desierto (incierto: yacía con vida). Y así, de un continente a otro, vinieron a revelársele el Far West y los indios, a cuya persecución propendió con saña exterminadora (para la opinión de muchos, insuficientemente motivada).
Las sensitivas vizcachas –presiento- ya están abandonando, una a una, esas seguras cavidades donde moran, hospitalarias, en promiscua convivencia con pájaros, lechuzas y algún ofidio friolento. Obedecen la seducción de la luna llena, que esparce sobre los campos su luz de plata suave y, en respuesta a los pausados acordes de la música del silencio, comienzan a danzar su ballet. Rito debido a la naturaleza o a una creencia animal, no sé; o ceremonial del cortejo amoroso o conjura de la muerte no visible pero siempre, sí, presentida y posible.
Ryan O’Hara, que fascinaba –o distraía- al enemigo con su barba color de infierno y lo producía con la boca llameante de su carabina, por fin fue desmontado. Quedó vencido y a pie en territorio indígena, pero antes que ser despenado, huyó, en pelo de un caballo sin jinete cogido al correr. Volvió a rodar más lejos y encontró refugio en una cueva donde cohabitó con una lechuza intrigada y acaso con una cautelosa serpiente.
Estoy a unos treinta metros. Es la distancia adecuada y es mi hra. Enfoco la linterna de cinco elementos (pilas) y aluzo con su faro cegador. Donde cae la lumbre posesiva ha cesado el baile y no menos de tres vizcachitas permanecen en una actitud orante -apoyadas en sus cuartos traseros, con las patitas delanteras unidas como manos en plegaria- que debiera causarme compasión. Ahora, ¡a los tiros a la cabeza!, que tienen que ser certeros, (escopeta calibre 16, cartuchos de munición número 3). He entablado la matanza y comprendo que la primera salva es eficaz. Después de todo, yo también soy un O'Hara.
Ryan Barba Roja ha escuchado la caballada que se acerca. Conjetura: tanto pueden ser indígenas como blancos (la muerte o la vida para él). Son un grupo de civiles armados, son subordinados o secuaces hasta aquella tarde. Pero no acuden para acordarle una prolongación de la existencia. El escondido lugar y la autoría sencillamente atribuible servirán para la venganza -de acumulados rencores- sin riesgo de punición.
Una que otra vizcacha, tal vez agónica pero con suficiente vitalidad, ganan la cueva que será su sepulcro. No valen el esfuerzo de poner perros a escarbar por ellas. La cosecha es de veinte a treinta cuerpos. He de cuerearlas, vaciarles las entrañas para que no fermenten, apartar la carne blanca y tierna, sumergir las pieles en salmuera y alumbre y después estaquearlas con cañitas.
Ryan, el abuelo, también estaqueaba. Hombres.
Este cuento breve forma parte del volumen Absurdos (publicado por A. hache, Adriana Hidalgo) que reúne los relatos que escribió Antonio Di Benedetto en la cárcel, preso por la dictadura militar argentina entre marzo de 1976 y septiembre de 1977.