Uno llega sin que lo inviten, otro se va sin que lo echen. Algunas semanas atrás, Milton Nascimento viajó a Los Ángeles para asistir a los premios Grammy: su disco a dúo con Esperanza Spalding estaba nominado en la categoría “Mejor Álbum Vocal de Jazz”. La noche anterior a la ceremonia, sin embargo, su equipo revisó las invitaciones y advirtió un problema: Spalding estaba ubicada en las mesas centrales pero habían reservado apenas un lugar en las gradas para Bituca. Con 81 años, una gran dignidad y algunos problemas de locomoción, el tipo dijo no. Así, mientras Kanye West y Bianca Censori capturaban el ojo público con la Performance del Poder, Nascimento dejaba Los Ángeles vestido estrictamente de etiqueta. A su modo, era el golpe perfecto: sentado en el asiento trasero de una limosina, con sus gafas oscuras y la voz de Dios, se llevaba toda la música.
Publicado a través del sello Concord, Milton + esperanza es una bomba de sentido: cada minúsculo cable conduce información vital para comprender la cultura del siglo XX. No se puede cortar así nomás. El desaire de los Grammy, en ese punto, provocó un revuelo diplomático. No sólo porque el Ministerio de Cultura brasileño expresó oficialmente su repudio, sino porque desconocía una larga y fructífera coalición entre el jazz y la MPB. Sentada en su silla, trolleando la transmisión con una pancarta del rostro de Milton (“Esta leyenda viviente debería estar sentada aquí”), Spalding reclamaba su propia existencia. Como la foto de Volver al futuro: sin Milton no hay Esperanza.
Esa historia arranca más o menos en el 2003. Una tarde, el director académico de Berklee asistió a cierto evento extraordinario: una jovencita de Portland le enseñaba música a un grupo de adolescentes de su propia edad. Apenas dejó el aula, Gary Burton hizo algunas preguntas y decidió extender su recomendación de puño y letra. Así, precedida por su fama como prodigio, Spalding comenzó a cursar un programa acelerado de graduación en la célebre escuela de Boston. Sus compañeros venían de todo el mundo. El clima era jovial y de estrecha camaradería, como si ser músico fuera menos una profesión que una nacionalidad. Que lo es.
Una noche, Spalding fue invitada a una fiesta en algún punto clasificado del campus universitario. Podemos imaginarla en sus tempranos veinte, con el afro rizado para la ocasión y los pantalones oxford a rayas: tocando el timbre con una botella en una mano y la otra mano cerrando el abrigo. Los estudiantes de Berklee hacían lo que sea que hacen los estudiantes de Berklee en las fiestas. De pronto, promediando la noche, el anfitrión sacó un disco que puso la celebración en un trance. ¿Quién, en medio de la honda noche de Massachusetts, estaba cantando en falsete sobre las desaparecidas vías del tren que unían las estaciones Salvador de Bahía con Minas Gerais? ¿Quién, entre todos esos aspirantes a bajista del año en la Downbeat, disolvía todas esas armonías endiabladas en el murmullo de un Dios Negro?
Publicado originalmente en 1975, Native Dancer era el disco de Wayne Shorter (con Herbie Hancock en teclados, ya que estamos) que ubicó a Milton en el firmamento del jazz-rock planetario. Spalding tomó el vinilo entre sus manos y tuvo la primera de una serie innumerable de revelaciones. ¿Cómo es que este hombre camina en la Tierra y yo no lo sabía?, pensó. “Aún ahora, cada vez que pongo el disco, me siento despierta”, dijo hace poco, en una entrevista para la revista Spin. “Es como el café. Me energiza. Tengo que ponerme a cantar. Quizás me resulta oxigenante porque respiro profundo. Estoy suspirando porque amo tanto esa música”.
Con ese disco bajo el brazo, Spalding arrancó el camino como discípula. Publicó su debut en un sello español y, después de firmar con Heads Up, planificó el desembarco menos esperado de los dos-mil. Nadie en su sano juicio hubiera apostado por una bajista que musicalizaba poemas de William Blake y se lookeaba como una guerrera de blaxplotaition, pero la tipa estaba en una cruzada. Grabó una versión de “Ponta de Areia” para abrir Esperanza (2008) y empezó a cultivar una amistad tierna y llena de swing con Herbie Hancock y Wayne Shorter. El héroe estaba a un paso: mirando las telenovelas de la tarde con el sol de Río de Janeiro sobre la frente, como un oráculo de piedra. Siempre en una.
UN POCO TERROSO
El primer encuentro fue a puertas cerradas. Como si fuera un traje a medida, Spalding miró las flores de la primavera y compuso una balada en la línea de Cole Porter, arreglada para guitarra acústica, un cuarteto de cuerdas y ese instrumento que tiene una sola persona sobre la faz de la tierra. A juzgar por el resultado, se llevaron muy bien de entrada. Incluida en el bombazo comercial de Chamber Music Society (2010), “Apple Blossom” trabajaba sobre la idea del amor infecundo: el diálogo fantasma entre un viejo y su mujer, muerta antes de tiempo, a la sombra de los manzanos. El paso de las estaciones, las semillas y el amor que no se desvanece. Ahí, entre las notas altas y el arco suelto de la melodía, Spalding y Nascimento encontraron la punta del ovillo. Del suyo.
Se vieron aquí y allá. Aún en la distancia, se frecuentaron. Para su concierto en el Rock in Río de 2011, Nascimento convocó a la joven bajista y ensayaron “Ponta de areia” y “Para Lennon e McCartney”. Antes de subir al escenario, sobre la multitud extática, caía un diluvio de proporciones bíblica. "¿No tenés miedo de la lluvia?", le preguntó Spalding. "Nunca llueve cuando toco", respondió Milton. Y la lluvia paró. Unos años después, en el festival de Estambul, armaron un cuarteto de ocasión con sus dos amigos en común: Wayne Shorter y Herbie Hancock. Era abril de 2013. Tocaron canciones como “When You Dream”, de Shorter. Tocaron “Travessia”, de Milton y Fernando Brant. El comienzo de uno y el final del otro. Después Spalding se ubicó en el olimpo, el Canal Brasil lanzó la serie Milton e o Clube da Esquina y sobrevino la Deep Cuarentena. “Veo imágenes de antes de la pandemia y parece que pasaron veinte años”, dice Augusto, el mánager e hijo adoptivo de Nascimento. “Mi agonía no es ver esto como su último trabajo, mi agonía es que no sé cuántos años me quedan con él”.
Como si escuchara un disparo de largada, apenas se levantaron definitivamente las restricciones del covid, Augusto puso en marcha "A Última Sessão de Música": la gran gira de despedida de su padre. La puesta subrayó al mito. Sentado en el centro, envuelto en el poncho de los semi-dioses, Bituca re-apareció sobre los escenarios del mundo con la cabeza calva. Sin anteojos. El misterio, en lugar de revelarse, alcanzó otro estatus. En cada parada de Brasil, de Estados Unidos o de Europa, el público asistió a la que parecía ser la última encarnación antes del vacío disolutorio.
“Cuando estábamos celebrando su vida en la música, durante la gira de despedida de 2022, toqué en los shows de Boston y Nueva York”, dice Spalding, en una nota con The New Yorker. “Creo que la noche anterior al segundo concierto, su hijo empezó a hablar sobre la clase de cosas que deseaba que su papá pudiera hacer en esta época de su vida. ‘Me encantaría que le produjeras un disco. Un disco a dúo. Vos y él, producido por vos’. Y yo básicamente le dije: Ok. Así es cómo empezó a suceder”.
No había tiempo que perder. Tras la recuperación de la gira, la voz de Nascimento estaba en un buen momento y no debía enfriarse. Spalding, que venía de trabajar en el Iphigenia de Shorter y tenía su agenda saturada de compromisos, comenzó a hacer llamados telefónicos desde su casa en Portland. “Para esto existe la opción de cancelar”, se justificó. Reclutó a sus secuaces (Matthew Stevens, Leo Genovese, Justin Tyson), tomó el primer avión hasta Río de Janeiro y, apenas apoyó las maletas en la casa de Milton, advirtió que ya nadie iba a sacar a ese hombre de su casa. Spalding no paniqueó. Así, mientras Bituca miraba el último culebrón con una sonrisa de oreja a oreja, se puso a apoyar colchones contra las paredes. Las cosas serían como eran. El estudio era la casa. La voz de Milton, la voz de Milton. “Está todo bien si es un poco terroso”, dice Spalding. “Está todo bien si parece quedarse sin aire. Tiene 81 años. Vas a escuchar a un tipo de 81 años sonando como realmente es. Y dándolo todo”.
QUIÉNES SOMOS
Si hay un asado en la casa de Milton, ¿quién lo hace? Una noche, entre los comensales de una cena humeante, estaban el compositor y arreglador Arthur Verocai y los cuatro chicos de BadBadNotGood. Por ahí, sentado en posición de loto con sus anteojos de alambre, estaba el crack de Tim Bernardes. Guiada por su intuición, Spalding se lo llevó del brazo para grabar una versión de “Saudade Dos Aviões Da Panair (Conversando No Bar)”. Otro día se enteraron que el vientista británico Shabaka Hutchings andaba por la ciudad. Spalding lo llamó por teléfono y, después de una sesión deliciosa y espontánea, aprovecharon para salir a dar una vuelta. Esa misma noche, en el radio de unas cuantas horas, vieron a Caetano Veloso, a Djavan y a Jorge Ben. “Fue increíble”, dice Spalding. “Estábamos ahí con Shabaka y su pareja, mirándonos a los ojos y preguntándonos ¿qué es esta vida? ¿Quiénes somos? ¿Dónde estamos?”
Aquello que era un obstáculo se transformó en La Fuerza. La egresada de Berklee, que siempre había sido una profesional estable, comenzó a radicalizar cada una de sus decisiones hogareñas. Así, por ejemplo, eligió poner canciones viejas y nuevas. Propias y ajenas. La insigne “Cais” y la novísima “Wings for the Thought Bird”. Una version de “Earth Song” de Michael Jackson y un homenaje a Paul Simon… ¡con Paul Simon! Así, por ejemplo, llamó a la viuda de Wayne Shorter –que nunca había cantado profesionalmente– para hacer su parte en “When You Dream”. Por aquí y allá, ubicados como separatas, deslizó algunas conversaciones. Momentos robados a la intimidad. A veces hablan de música. A veces de otros planetas. A veces simplemente se matan de risa.
"Parecía que no estuviéramos tan enfocados en grabar un disco, sino haciendo cualquier cosa: viendo una película, contando historias”, dice Spalding. “Era casi como si trabajar en el disco fuese una interrupción del acto de estar juntos". Cada tanto, ese runrún diario volvía a la órbita de los Beatles: la foto con McCartney gobernaba la sala principal. Milton tenia una canción en la cabeza pero la memoria le jugaba una mala pasada. Spalding tomó un libro con las letras y, juntos, se pusieron a revisar página por página. De pronto, Bituca recuperó un dato (‘es del Sgt Pepper’). De pronto, tenia la clave: ‘Lennon hizo una parte, McCartney la otra’.
“Por supuesto, todos habíamos escuchado ‘A Day in the Life’, pero no estábamos familiarizados con tocarla”, recuerda Spalding. “Así que nos metimos en la sala, buscamos una tonalidad y simplemente arrancamos”. Como si avanzaran de la mano, pasaron al unísono por los versos de Lennon. El diario abierto. Las fotos en blanco y negro. El hombre que se vuela los sesos adentro del auto y no advierte el cambio en el semáforo. Si estas eran las noticias de un mundo que se deteriora a la velocidad de las estrellas, ¿cómo se hace para vivirlo? McCartney tenía la respuesta. Genovese se puso a tocarlo como un ragtime y todos salieron al rescate medio a los gritos: Woke up! Fell out of bed! Dragged a comb across my head! Todos sabían que era cursi, todos sabían que era un quilombo, pero lo estaban gozando como animales. Todos sabían que ese viejo, apoltronado en el centro de la sala, tocaba el cielo con las manos. “Básicamente, para mí la música es esto: amistad, amor, niños, el mar”, dice Bituca, casi al final. “La vida”.