¿Si no girase sobre mí mismo/ Podría soportar sin incendiarme/ mi trayecto bajo el sol?

Cuando los padres se separaron, Enrico tenía siete años. Pasó de un barrio de los alrededores a uno de las postrimerías del centro que iniciaba el descenso hacia el puerto de la ciudad. 

Esa madrugada, Enrico no lograba dormirse porque escuchó el débil llanto de su madre que intentaba ser contenido. Unos instantes o minutos imprecisos después sin percatarse de que no dormía, su madre sigilosamente se fue. 

Enrico rogó que llegase el alba para que sus abuelos se percatasen de que su madre no estaba. Tal vez fue la primera vez que sintió la potencia del desamparo, incluso la del abandono.

Pero al cabo de unos días, cuando lo llevaban en el auto de su abuelo exponiéndolo para que su madre lo viese, la encontraron en un banco de la fluvial y su madre regresó, pero Enrico comenzó a tener una tenaz pesadilla en noches ulteriores. 

Soñaba con un meteorito que se estrellaba contra la tierra y se despertaba bañado en un sudor insoportable. Pese a que su madre había regresado y su padre lo veía todos los días, Enrico no pudo comentar que sus pesadillas se habían transformado. 

Soñaba que era un alfiler perseguido por un colchón siniestro que no lograba alcanzarlo y que lo hacía desear que lo alcanzase para que la angustia de la huida incesante culminase. 

Años más tarde, cuando conoció la paradoja de Aquiles y la Tortuga recordaría súbitamente una suerte de implicancia desprendida de su sueño angustiante, pero en algún momento el sueño recurrente se espació y Enrico se fue aclimatando al nuevo ambiente donde parecía predominar lo festivo.

Al fin de cuentas era la casa de sus abuelos y el barrio como otro cualquiera le brindo la posibilidad de amigarse con otros chicos y organizar una barra que incursionaba en los barrios del sur para establecer peleas que homologaban las de las revistas de aventuras. 

Entre ellas, surgió una donde reconoció a sus amigos de su antiguo barrio y que lo aquejaron con una idea que había aprendido de esas historietas, la de la traición, digamos que era una traición a su verdadero origen, a los amigos humildes que siempre padecían la exclusión. 

Por ese sentimiento, llegó a amar los relatos de Joseph Conrad, aunque fuese enemigo de su convicción anarquista, porque el tema de su literatura era la traición. 

Por suerte, ese sentimiento se atenuó con su nuevo amigo, el negro Pérez, a quien se le había muerto la madre, y con el que compartía la idea de que el mundo no correspondía a lo que esperaban o deseaban de él. 

Por distintos pormenores que no valen la pena de detallar, ambos vivían en la casa de sus respectivos abuelos y esperaban la llegada de los padres que comenzaba a ser cotidiana. 

Los jueves su padre lo buscaba hacia las cinco o seis de la tarde para llevarlo al cine que fue homologando el placer de la lectura y de la poesía que su abuelo materno le transmitía con muy pocas palabras. 

 Así comenzó a intensificar sus lecturas. Refugiarse en ellas le permitían ingresar a un mundo paralelo, un mundo ideal que sugería de por sí una conducta, para colmo acentuada por el cine que comenzaba su época más destacada y Enrico alternaba esas dos pasiones asiduamente. 

Solía esperar la hora de la siesta para ir con diferentes pretextos a los cines del barrio porque le robaba a sus tíos, que tenían un taller mecánico delante de la casa, unos billetes que dejaban en un armario, cuando el dinero que su padre semanalmente le dejaba lo había gastado con sus nuevos amigos. 

Al principio sintió temor de que lo descubriesen, pero probablemente como eran billetes de escaso valor, el robo pasaba inadvertido. Quizá sus tíos pensaban que uno u otro lo había extraído. Esa actividad clandestina incrementaba la emoción contradictoria de las funciones porque eran el fruto de una transgresión y regresaba a su casa con el temor a ser descubierto y castigado. 

Con frecuencia veía muchas veces una película, siempre con la sensación de que ese mundo de imágenes y palabras lo obligaban a pensar en cuestiones que no eran las habituales y lo que más le costaba era el hecho, incómodo a todas luces, que no podía comentar algunas películas para no ser descubierto. 

Por suerte estaban los amigos y entre ellos uno más grande, Roberto, de origen palestino, que gustaba de citar a los grandes poetas italianos “Ognuno sta sul cuor della terra trafitto da un raggio di sole: ed è súbito será”, de Salvatore Quasimodo, que ingenuamente creyó que era el personaje de Víctor Hugo. 

Meses más tarde, cuando revisó la imposibilidad de su malentendido, comprendió que es necesario mucho tiempo para comprender o creer comprender lo que un escritor pretender expresar. 

Digamos, la lectura es un proceso minucioso y complejo que implica una ética para discriminar un escribiente de un escritor. Pero, incluso en esa operación de multiple variabilidad sujeta a fines, daba por sentado la multiplicidad de interpretaciones y por consiguiente la afirmación de Nietzsche de que la verdad no designa lo contrapuesto al error sino, en los casos más fundamentales, solo la posición que mantienen entre sí diferentes errores. 

Para colmo se daba perfecta cuenta de que cuando más leía, más se alejaba de la inmediatez circundante de las vivencias que colaboraban con la construcción del mundo real, así que no tardó en aceptar un cierto descrédito del mundo. 

Muchas veces pensó en alejarse de todo y a pesar de que lo apasionaba la literatura decidió dedicarse a la Lógica porque creía que lo ajustaría más al orden del mundo imperante, al menos no tener una falsa conciencia de las cosas que suele propender con la imaginación. 

No tardó en comprender que la lógica también era incompleta, pero a pesar de que la literatura era ineficiente para mejorar el orden de las cosas e incluso impulsar una idea muchas veces errónea, comprendió que, para él, nada sería mejor. En verdad se sentía bastante torpe e inútil y no comprendía las actitudes de los seres que lo rodeaban, no comprendía el sentido de felicidad que concebían, como el hecho de acumular poder y dinero hasta el hartazgo. La falta de empatía, el recelo, la envidia, la estúpida necesidad de desear lo que tiene otro como sinónimo de la propia felicidad. 

En suma, más allá de no comprender la falta de razón que motivaba esas actitudes dio por sentado que estaba rodeado por seres extraños.

Por supuesto pensó en sus propias actitudes y llegó a entender a través de las oscuridades de otros hombres, algunas de sus propias insuficiencias que no veía, tal vez porque estaban muy cerca de sus ojos y decidió primero seguir a los hombres que vagaban en la desposesión y escuchar sus historias y comenzar a viajar haciendo dedo, al azar, incluso rechazando el dinero que le ofrecía su padre para que no padeciera lamentables contingencias. 

Viajó por muchos caminos bajo la luz de infinitas estrellas y halló que no sólo escribía con su mano sino con su pie sobre el camino y sobre el papel pocas veces. Así comprendió que nunca sería un escritor, solo un escribiente… Tardó mucho en comprenderlo, tal vez por la esencia fugitiva e incomprensible del tiempo fugitivo e incomprensible. Y sin embargo…

 

Hoy que la mayor parte de su vida es ya pasada y que dolor y error en sí contiene, aún busca y se pregunta ¿por qué busco? Y suele contestarse: Busco el porqué de este buscar perenne.