El cuento por su autor

El modo en que aparece un cuento siempre es misterioso, hay algo concreto y algo un poco inventado. Creemos que fue así, pero también estamos dispuestos a desmentirlo. Este cuento apareció con la primera frase de Myrna, y después lentamente se fue corriendo el cortinado del teatro donde viven estas hermanas. Algunas cosas se repiten: ya no puedo escapar de contar vínculos, relaciones; si son familiares, mejor. Qué se arma (o no) con otros es una pregunta que no dejo de hacerme. Le di el soporte biográfico de un viaje a Santo Domingo y de la fascinación que me produce la puesta en escena de los realities.

Charlie Luxton

Las personas piensan en la muerte, dijo Myrna. Los motores en el carreteo del despegue no lograron tapar su voz. Los tres de la fila del medio la miraron al mismo tiempo. Celia apretó la mano de su hermana y le dijo mientras ganaban altura que hay palabras prohibidas adentro de un avión.

Myrna es muy dada a ciertas frases que una vez dichas solo producen silencio. En Celia aún repercutía la del cementerio: No hay manera de detener el caballo. Ahora en el avión, esa que acababa de escuchar le provocó el deseo repentino de hacerla callar, pero no lo hizo.

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¿De dónde había venido esa frase, las dos sentadas a punto de despegar? El repertorio de Myrna se activó en Celia como un archivo revelado.

Ahora ya nadie se muere, ¿vieron?, había dicho Myrna en los velatorios discretos que organizaron. Estaba ante una audiencia chica, de conocidos cercanos, alguna que otra prima había hecho los kilómetros necesarios para abrazarlas e irse. A ese grupo que la rodeaba le habló: Ya nadie se muere, ahora parten, se van, pasan a otro plano. El verbo no es el mismo. Vos, por ejemplo (señaló a una que en horas nomás subiría al micro que la llevaría de vuelta), vos también te vas, también vas a partir cuando el chofer arranque y deje atrás la terminal.

Todo aquello ya había pasado, si es que el pasado puede pasar. Un día te das cuenta de que sigue ahí, como una llave que no abre ni cierra.

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Después, durante casi año y medio, enredadas las dos en conversaciones a las que no les encontraban la vuelta. No porque se enfrentaran, sino porque se desdecían. Cumplir con los que ya no están y se fueron sin pedir nada, o lo pidieron pero no fueron claros; creer que en las últimas conversaciones hubo claves. ¿Las hubo o querían encontrarlas? Qué hacer con lo que queda era una pregunta para la que ni Myrna había encontrado respuesta.

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Las vitrinas, por ejemplo. Testigos de una vida, decían las hermanas merodeando. Y aunque veían la acumulación de recuerditos -el diminutivo les trajo la voz de la madre, más bien el espíritu de la voz de la madre-, también veían lo pendiente, ese lugar al que los padres no viajaron y del que habían hablado tanto que terminaron por empañar al resto con su hueco, su falta inolvidable. ¿Y si al final se fueron sin apreciar todo lo que habían tenido? Celia no se atrevía a soltar su congoja en voz alta, porque ahí estaba Myrna para hacerla callar con sus frases veloces, de despacho eficiente.

En el hueco de la vitrina vivía una preocupación; había que repararla de algún modo.

Todo fue a la beneficencia porque a ellas, ni mu las chucherías. No porque no tuvieran belleza, sino porque eran los recuerdos de otros. Los muertos se llevan sus cosas, dijo Myrna, mientras las envolvía una a una con delicadeza. Esa frase sí que le había gustado a Celia.

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En los meses de duelo, todas las tardecitas y las noches las hermanas frente al televisor; sus favoritos: los programas de casas, mansiones o cabañas, lo que fuera. La cámara entra y revela los rincones, las habitaciones, el patio trasero. Pronto serán otra cosa, van a remodelarlas, es el viaje posible de una casa inmóvil. Celia dijo una noche que ver una casa era verlas todas. Es por la luz disolvente de las estaciones del norte, dijo Myrna. Celia siguió sentada, como quien cumple con una asistencia.

De esos programas, les había quedado una expresión: crear recuerdos. En boca de todos estaba: los anfitriones, los constructores, las decoradoras, los diseñadores de jardines, los propietarios, los aspirantes a serlo. Todo se trataba de eso, al final. Vivir para crear recuerdos. Las hermanas se pusieron a pensar que para ellas no había sido así. Tenían recuerdos, pero no recordaban haberlos creado.

Decidieron, al fin, viajar a ese lugar que por una cosa o por otra se les había negado a los padres.

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Fue un poco irreal cruzar la pista bajo las estrellas y entrar al aeropuerto abierto como un quincho, con un tramado de hojas de palma en el techo. Las hermanas se miraban como si fueran otras, partes de una fantasía. No importaba el hervor del aire, ni la oscuridad tan completa que les impedía ver el mar. Todo relucía.

Llegaron al complejo y enseguida perdieron el brillo de la expectativa. Olían mal, tenían hambre y la ropa pegada, querían una cama. Hicieron fila frente a la recepción para recibir la llave y entre el atropello de los recién llegados, Myrna le dijo por lo bajo: Tu sueño de comer langosta cayó al mar, splash, splash. Apenas cerró los ojos, Celia olvidó todo. No hay como dormir y seguir soñando.

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Los primeros días tuvieron el efecto de una siesta larga, de esas que no diferencian descanso de enfermedad. De las tumbonas sobre la arena iban a la habitación helada por los aires, bajaban las persianas y se echaban como elefantas.

Yo no sé si esto es disfrutar, dijo Myrna, una tarde en que el despertar coincidió con nubarrones y el aire se cargó de presagios. Discutieron si los presagios son siempre malos o también pueden ser buenos. Lo que sea que anunciaran, el aire no les caía bien. Dieron vueltas por los senderos como encerradas, hasta que se les pasó cuando escucharon a un chico con una guitarra en una de las terracitas, las canciones tan desabridas les dieron más ganas de reír que de llorar. Las hermanas se preguntaron qué gracia tenía cantar para esos viajeros que, como ellas, habían perdido contacto con el resto del mundo. Acá sos pura indiferencia, ¿te das cuenta?, dijo Myrna. Y sí, ¿qué otra cosa puede ser una isla?

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Al otro día, los nubarrones ya no estaban. Myrna recorría las mesas del buffet y con un golpecito al lado de las fuentes repetía los nombres de las comidas. Repetía los nombres del almuerzo y de las mesas dispuestas para merendar. Repetía los nombres de los tragos en las barras al paso. El menú de los recuerdos, decía, y Celia le sonreía. Escuchaba el sonido de su voz cantante cada vez más lejano porque se sentía vaciada, como si de tanto meterse comida la hubieran abandonado otras funciones.

Estudiaron ofertas de excursiones y eligieron una cueva cerca de la capital, la de los tres ojos se llama porque tres agujeros en la piedra dejan entrar la luz muy en lo alto mientras la cueva baja y baja como si quisiera llegar al centro de la tierra. Las fotos deslumbraban y daban miedo. Durante el trayecto fueron entrando una y otra vez a buscar más turistas a complejos más grandes, más lujosos, con canchas de golf y orquídeas colgantes. Myrna dijo algo sobre la belleza, pero a Celia se le perdió la frase porque en la fila para abordar el bus vio a Charlie Luxton.

***

A la medianoche de los viernes, cuando ya no hay mucho, por no decir nada, para hacer salvo irse a dormir, pasan el programa de un hombre que viaja por distintos mares, distintas costas, como un marino moderno, un capitán solitario, buscando casas frente al mar. En todas partes le abren la puerta. Hay alegría en el recibimiento, aunque también un poco de distancia, esa que deja el tiempo largo de no verse o la que se toma frente a un desconocido. Charlie Luxton sonríe siempre, sin miedo a no ser bienvenido porque su encanto atraviesa los muros, empuja todas las puertas y, al final, se une a los dueños de casa, una copa en la mano, mirando, con ellos, la costa infinita. Myrna ya duerme cuando el programa empieza, Celia se queda sola y entra a todas las casas con el anfitrión, contenta y segura, y no puede dejar de pensar en esa vida, en todos los recuerdos que habrá creado Charlie Luxton mezclados con los recuerdos de otros.

Desde la ventanilla, creyó por momentos que no era él, que era uno de esos tantos extranjeros idénticos. Estaba enrojecido por el sol y sonreía como en televisión.

Charlie Luxton se ofrecía al paisaje como una playa de arena fina. Y Celia encontró un sentido en todo, de golpe, como un legado, una herencia secreta. Como si el hueco de la vitrina le estuviera reservado. Sobre el vidrio y reflejada en el espejo quedaría estampada la visión para siempre.

Myrna le sacudió el hombro y le indicó con las cejas un foco de atención en el pasillo. Sí, claro, Charlie Luxton. Pero le dijo por lo bajo: El del gorrito a cuadros es el hombre del pantano, ¿te acordás? El que compró la casa y por el jardín se paseaban los alligators. Y el rubiecito, ¿no es el de la medianoche? ¿El del mar que te gusta?

¿Se conocerían esos dos? Como si ella pudiera saberlo.

La vida es un permanente cruce de portal, dijo Myrna, y la sacó a la rastra de donde Celia quería quedarse. Como cuando eran chicas.

Antes de vender la casa, Myrna propuso un juego, el juego de las urnas. Sortearon a quién le tocaría cuál. El número mayor del dado elegía. Ganó Celia, cosa rara pensó, y eligió la de la madre. Cada una guardaría la que le tocó, bien escondida, en un lugar al que no pudieran acceder los nuevos dueños a menos que quisieran remodelarla. Aquí se quedan los únicos, los verdaderos, para siempre, dijo Myrna.

La casa que vendieron está en Belgrano. El frente es falso Tudor, un entramado de madera y mucho ladrillo. Adentro, bauleras profundas a ras del piso en el bajo escalera, recovecos de guardado, armarios trampa, puertas para perros chicos. Era un mapa perfecto para el escondite. Dónde las dejemos será el secreto que nunca vamos a compartir, dijo Myrna.

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¿Qué estará haciendo acá solo? ¿Te acordás que tenía esposa el hombre del pantano? Una gordita, bastante agraciada. Se notaba que ella era de otro lugar. Que dos se junten es un misterio.

Pero Celia no le contestó, siguió mirando el reflejo de Charlie Luxton impreso en el vidrio.

***

Al llegar, se pusieron unas fundas sobre los zapatos para no resbalar en el descenso por la escalinata, muy empinada; si querían subir al bote, que allá abajo era un dedal aplastado, tenían que pagar por los salvavidas.

En el techo de piedra, los tres ojos de la cueva dejaban entrar un poco de cielo. Celia miró a lo alto y respiró.

Detrás de ella, Charlie. Mientras todos parecían animales desgraciados por el calor y la humedad, él estaba un poco más colorado que de costumbre, nada más. Y sonreía. No dejaba de sonreír. Celia se detuvo de golpe, a propósito, para que la chocara y cuando sucedió, le dijo Sorry, pero él miró por encima y a lo lejos y siguió sonriendo. Un rayo de luz desde lo alto le borró los rasgos.

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Entraban lentamente en un clima todavía más espeso que ni la sombra atenuaba. Celia se aferró de la correa del bolso de su hermana y ella le dijo que la soltara, que era la regla de oro de los alpinistas. Perdió a Charlie Luxton, como si se lo hubiera tragado la cueva o quizá había sido ese rayo. La atmósfera daba para cualquier cosa.

***

Al final de todo, bajo el muelle precario, las aguas apenas agitadas por los remos del botero. Un tramo más y estarían listas para subir al bote, adentrarse sin la luz de esos ojos que todavía las conectaba con el exterior. Celia no estaba segura de querer, pero Myrna ya había pagado: los padres, de haber hecho ese viaje, estarían allí, dispuestos. El vientre de la ballena, dijo. Celia chasqueó la lengua, harta de sus adivinanzas. Vio a Charlie Luxton y al hombre del pantano, con su sombrero a cuadros encajado hasta las orejas, ya sentados en el bote.

El rubio sonreía y seguía siendo una transparencia aun en la penumbra. El otro se quitó el sombrero. Tenía unos pelos ralos, aplastados por la humedad. Las paredes se angostaban y la cercanía con la piedra mostraba vetas coloridas, parecían incrustaciones de ámbar y cristal, turquesas y aguamarinas. Respiraban lento como criaturas que no salen al sol. Myrna apretó la mano de Celia. Beautiful, dijo el hombre del pantano. Very, dijo Myrna. Hicieron contacto visual por primera vez.

Se detuvieron en un rincón donde el cauce de agua navegable moría y ya no se veía el muelle ni el techo con los tres ojos. De ese centro último salían galerías finitas, como algas perdidas. Sin embargo, todavía algo destellaba, salido de la misma piedra. Estaban en el reverso del acantilado y se escuchaba el ruido del mar. Golpeaba. Quién sabe desde qué tiempos hacía lo mismo, paciente y sin resultados. La pared seguía en pie. El botero dijo que con los ojos cerrados sentirían el sonido de un caracol en todo el cuerpo. Lo dijo primero en español y luego en inglés, como un folleto. Celia cerró los ojos y pensó cosas que no se atrevería a contar nunca, y también en catástrofes esperadas y queridas desde hace años. Se vio al fin cara a cara con esos pensamientos. Quiso volver de pronto para ahuyentarlos, pero también quería quedarse allí con Charlie Luxton, que creciera el recuerdo de ese día juntos, que se hiciera grande. El bote empezó a moverse y rezó como hacía años no rezaba, sin saber qué pedir.