El cuento por su autor
Quería escribir sobre mi barrio, en el que nací y me crié: Lomas de Zamora, cerca de la estación. No sé de dónde apareció la frase que da nombre al cuento, pero desde el momento en que surgió marcó el tono y organizó todo el texto. Los mecanismos de la creación son una alquimia misteriosa entre oficio, azar y asociaciones inesperadas. Haciendo ingeniería inversa podría pensar que ponerme a escribir sobre al barrio de mi infancia y adolescencia me conectó con mi viejo y su manera de narrar historias. Mi padre era un gran contador de anécdotas. Sabía irse por las ramas y volver a la historia principal a su tiempo; pero no era de eso de lo que quería hablar: me parece verlo a mi padre en el patio de casa pronunciando esa fórmula tan usada en la oralidad y que da cuenta de ese momento en que hay que volver a retomar el hilo; entonces aparece la frase que completa el latiguillo: de lo que quería hablar… que vuelve a impulsar la historia para adelante. En ese vaivén entre la digresión y el núcleo se mueve este cuento. Y lo hace explicitando el artificio. Además, cada vez que aparece ese latiguillo, esa repetición marca un ritmo, una música que empecé a escuchar mientras escribía y que me fue marcando un camino, un fraseo que me orientaba en la escritura. Me gusta pensar que escribimos para intentar respondernos una pregunta, y que más que darnos una respuesta el texto es el registro de esa búsqueda. ¿De qué quería hablar al hablar sobre mi barrio de la infancia?, quizá quería volver a pasar por el cuerpo ese estar en mi barrio a fines de los setentas principios de los ochentas, volver a sentirme con mis amigos de entonces tomando una coca después de jugar a la pelota, quizá quería hablar sobre la dictadura que atravesó esa infancia y encarnó en esa escena de ficción en el almacén del Gallego y que recrea una época, o quizá quería hablar sobre los cambios del barrio a lo largo del tiempo, o quizá quería hablar sobre esos chicos que no entienden pero sienten en el cuerpo todo lo que pasa, toda esa paranoia y ese miedo que abrió una herida que sangra y se derrama en este presente, que obliga a esos chicos a decidir, desde entonces y hasta el día de hoy, de qué lado estar. ¿Era de eso de lo que quería hablar?
Pero no era de eso de lo que quería hablar
De lo que quería hablar era del almacén del Gallego, La Estrella Asturiana, en la esquina de Sixto Fernández e Italia, en el barrio de la casa de mis viejos, el almacén ya no existe hace añares; con cuatro, cinco años, ¿éste es el Gallego?, le pregunto a mi vieja que me sostiene de la mano y yo veo que al Gallego se le sube la sangre a la cabeza. Pero no era de eso de lo que quería hablar, de lo que quería hablar era de los partidos de fútbol en el terreno baldío que estaba en diagonal al almacén, había un alambrado simbólico que daba a la vereda, todo agujereado, porque el barrio en esos años, segunda mitad de los setentas, tenía un salpicón de casas abandonadas y terrenos baldíos y un aire de pueblo grande, de casas bajas sin rejas; y el tablón sobre caballetes que el Gallego armaba en el almacén, despacho de bebidas y sánguches, la máquina de fetear fiambre a manivela, todo eso a medio camino entre pulpería y negocio moderno, bisagra entre el campo y esa ciudad que era Lomas; Pueblo de la Paz le pusieron en el cartel a la estación en los noventas y la gente se pasaba de largo en el tren y preguntaba, ¿y Lomas?, ¿qué pasó?, ¿ya pasó Lomas?, y a bajarse en Temperley a las puteadas y a pegar la vuelta al Pueblo de la Paz, nombre destinado al olvido, porque al poco tiempo el cartel de la estación volvió a decir como dios manda que aquellas tierras eran las lomas de un tal Zamora donde supieron ranchear Sandro, Cortázar y Maradona. Pero no era de eso de lo que quería hablar, de lo que quería hablar era de esa tarde después del picadito, meta Coca del pico que va y viene en el almacén del Gallego, apaga el fuego de las gargantas y todos transpirados, con el Topo y el Pipa alrededor del tablón hay rememoración de jugadas, hay ganas de que algunos goles que no se hicieron se hubieran hecho, hay ganas de seguir el partido en esa charla; el Topo está encendido y larga un latigazo de burla para el Pipa: dale con esa calesita vos, años de potrero se asientan en ese comentario, el gol del campeonato querés hacer siempre vos, cosas de chicos que sueñan con jugar en la selección; y entonces entra un tipo, vestido raro para mi mirada de chico, no era el traje de mi viejo cuando volvía de la oficina ni mameluco de obrero de la construcción, era un sobretodo negro, de detective de alguna serie de la tele, anteojos culo de botella, pelado totalmente, al ras, pasa a nuestro lado sin mirarnos, como quien pasa al lado de un estorbo, y se le planta de frente al Gallego, de nuestro lado del mostrador; esos mostradores de madera antigua, las alacenas cargadas de frascos de aceitunas, tarros de galletitas con agujeros vidriados al frente, como había en la feria de la estación de Temperley a la que iba con mi abuela, frascos de vidrio con caramelos, elegí, decía la abuela, agarrate un puñadito, unos caramelos redondos, como bolones. Pero no era de eso de lo que quería hablar, de lo que quería hablar era de la cara que le puso el Gallego a este tipo que de pronto es un fantasma, un pavor, un miedo todo metido en la cara de terror del Gallego, algún reclamo hay en esa forma rígida de estar del extraño que yo veo de espaldas como un poste de la luz, de esos postes de la luz por los que nos trepábamos con los pibes para ver desde allá arriba hasta donde daba la vista, la Avenida Irigoyen, el caminito de la vía, el descampado de la laguna de Finky atrás de las canchas de tenis del club Temperley, allá donde había un cementerio de máquinas y pedazos de trenes del ferrocarril, montañas de engranajes que bordeaban esa lagunita, el croar de las ranas una tarde de calor, el tren que pasaba levantando polvareda, una pelota de tenis perdida entre los yuyos, y nosotros, los pibes del barrio, caminando hacia el borde de los cambios de vías como hacia una gruta en el centro de la tierra. Pero no era de eso de lo que quería hablar, de lo que quería hablar era de ese reclamo que hay en ese estarse quieto del extraño y el Gallego que le dice que no con la mirada, y en esa mirada un gesto que nos incluye, un gesto que hace que el extraño gire y por primera vez nos registre, seres abisales venidos desde alguna gruta en el centro de la tierra, niños de rodillas machucadas y costras de porrazos, manchas de barro en los cachetes; nenes, nos dice el extraño, van a guardar el secreto, es ahora o nunca, nos mira a nosotros pero esto se lo dice al Gallego, al que vuelve a mirar fijo, la nuca ahora de nuevo mira hacia nosotros, y algo en la urgencia de esas palabras pone al Gallego en guardia: si es nunca a mí me matan, y esas palabras son como un disparo en la frente del Gallego que tambalea hacia atrás acusando el impacto, apoya la espalda contra las alacenas, en esa trinchera que era el pasillo entre el mostrador y las mercaderías, el olor a yerba, el olor a los jamones ahumados envueltos en arpillera que cuelgan del techo como víctimas de algún tipo de tortura; no recuerdo otra vez que estuviéramos tan callados: el Topo, ojos abiertos bajo las cejas finitas que miran todo con urgencia de rata; el Pipa, dedos sobre el tablón que no pueden estarse quietos y manosean las miguitas; por algún motivo que nunca supe explicarme me pongo de pie como un resorte, el tipo mete la mano en el sobretodo y aparece un arma, me apunta a la frente, perdón dice, perdón, nene, sentate, y vos y ustedes, nunca vieron nada de esto, nada de esto le van a contar a nadie, lo peor en esta vida es ser buchón, dice; y el Gallego rodea el mostrador y pasa para nuestro lado, la cabeza gacha, ayúdame la san puta, le dice al tipo, por mi hija y mi nieta lo hago, le dice al tipo, ayúdame, qué cojones, y entre los dos empujan una alacena que estaba contra la pared al costado de la puerta lateral que daba a Sixto Fernández, por donde a la noche, si le tocabas timbre y estaba con ganas, como farmacia de turno, el Gallego te atendía, apúrate, le dice al tipo y desde donde estoy puedo verle una herida en el costado, entre el cuello y la frente tiene un tajo recién hecho con costrones de sangre a medio coagular; corrida la alacena, el Gallego se acuclilla y abre en el piso una puerta trampa, como si hubiera sido una señal de largada el tipo se lanza de cabeza al agujero que ahí se abría, una bodega que alguna vez yo había visto, como la bodeguita que había en el piso del living de la casa chorizo donde había nacido mi abuelo y sus once hermanos, casa familiar de esos tanos muertos de hambre venidos de la Campania que armaron un tambo en la Calle Brandsen, a fines del siglo diecinueve Temperley era puro campo y esa casa chorizo que conocí con piso de madera por el que a veces había que caminar con patines de franela, allá abajo en aquella otra bodega, una vez había entrado con mi tío a buscar unas botellas de vino para una fiesta de año nuevo, y después de las doce salimos con los pibes del barrio a tirar petardos por las calles, rompeportones en los buzones de las casas, en banda por las calles empedradas, pequeños drogos bonaerenses, terror de las chicas en carnaval, bombitas de agua que amenazaban con transparentar vestidos y blusas, saqueadores de casas abandonadas, husmeadores del cañaveral del terreno baldío al lado del taller de La 51 donde ahora hay un barrio cerrado, y en vez de baldíos hay cervecerías artesanales y en vez del almacén del Gallego un restorán paquete con pretensiones. Pero no era de eso de lo que quería hablar, de lo que quería hablar era de la forma en que el Gallego nos mira y más que pedirnos nos ordena, ayuden, qué coños es lo que están mirando, ayuden, y ahí con el Topo y el Pipa saltamos hasta donde está el Gallego y empujamos entre todos la alacena sobre la puerta trampa, y vos no digas nada a nadie que a vos nadie no te dijo nada, qué les sirvo, nos pregunta el Gallego, la casa invita, agrega, y con los pibes nos miramos y pedimos maní salado, otra Coca grande y un sánguche en pan francés de jamón y queso para cada uno que el Gallego nos sirve mientras nos dice, de todo esto nada a nadie, me lo juran, asunto de vida o muerte; y como si con esa sentencia hubiera llamado a la desgracia entran al almacén tres tipos como salidos de abajo de las baldosas, pensé que se trataba de cieguitos, anteojos negros llevaban los tres, esas canciones que escuchaba en la radio, trepado a la pared del fondo de la casa de mis viejos, donde daba la parra de la Tana y yo comía uva chinche hasta llenarme como me llenaba de duraznos en el patio de la casa de Brandsen con mi viejo trepado a una escalera llenando canastos y canastos y el dulce que hacía mi abuela y llevó de regalo para todos en esa navidad en que somos como treinta, están todos mis abuelos, tíos primos y entenados, y mi padrino trajo cohetes y cañitas voladoras y la vida parece que va a ser así de feliz por siempre; y la casa de mis viejos a lo largo de los años, primero hay una parecita, apenas una cosita de nada que divide el jardín de la vereda, después hay una reja decorativa, de adorno, hasta la altura de la cintura, después la reja es de dos metros y con pinches, después hay también una cámara de seguridad y el campo de Finky que pasó de ser descampado y lagunita y cementerio de trenes a un parque bien delimitado por el alumbrado municipal, canteritos, senderos, juegos para chicos. Pero no era de eso de lo que quería hablar, de lo que quería hablar era de la traza de esos tres tipos, para qué esos anteojos negros si están adentro, si no hay tanto sol; buenas tardes, sírvase acompañarnos, señor, le dicen al Gallego, fijate que decirle señor al Gallego, y más que acompañarlo lo agarran del cogote y se van dos con él para atrás de las alacenas, para esa parte de atrás donde el Gallego vivía con su familia y nadie nunca pudo ver salvo esos dos tipos que ahora lo arrastran y el tercero que se sienta en la punta del tablón, nos mira, ahora sí se saca los lentes, nos estudia, ¿me convidan Coca?, pregunta y está claro que es una orden y el Topo, siempre culo inquieto, esa manera tan suya de ir para adelante cuando la cosa se pone dura, es el Topo el que se para y le lleva la botella, ¿es policía?, se anima a preguntarle mientras le deja la botella y vuelve calladito a su lugar, y el tipo sin contestar se sirve un vaso despacito, parece que estudiara cada burbuja, parece que las contara o conociera el nombre de cada una de esas burbujas que buscan la superficie queriendo salvarse y revientan, como reventamos de tanto bailar en el salón de la Sociedad Italiana, fiesta de egresados de la secundaria, esas molduras y ese espejo monumental que ocupaba toda una pared y que reflejó nuestro bailar desaforado de diecisiete años, estoy verde no me dejan salir y hey ho let´s go con las primeras borracheras en el cordón de la vereda de la puerta de los boliches de Meeks y las grescas que se armaban en la plaza y mi primera novia que me escribió su teléfono con lápiz labial en el dorso de la invitación a la fiesta de egresados en la Sociedad italiana, ese salón que estaba en el piso de arriba del teatro Coliseo, joyita de los tanos, palcos con firuletes de ebanista. Pero no era de eso de lo que quería hablar, de lo que quería hablar era de ese silencio que acompaña a la pregunta del tipo de los lentes negros subidos a la cabeza: si ustedes quisieran esconder a alguien acá en el almacén, ¿dónde lo esconderían?, porque acá hay alguien escondido, ¿o no?, ese silencio nos corre de cuerpo a cuerpo al Pipa al Topo y a mí, va ese silencio como una sangre por un torrente que nos une con el tipo que está escondido ahí abajo en la bodega y hasta un nene de diez años como nosotros sabe de qué lado hay que estar en esta gresca, y por eso ninguno mira para el lado de la alacena; yo tomo un sorbo de Coca para que no se me note el nervio, el Pipa trata de matar una mosca de un manotazo, el Topo dice: acá está nada más que el Gallego y nosotros; vinimos hace un rato de jugar a la pelota, suma el Pipa; estamos entrenando para ganar el campeonato del colegio, sigo diciendo, vamos a competir en los torneos provinciales, le ganamos cinco a dos a los pibes de Molina Arrotea; y seguiría contando detalles de todo eso porque la mejor mentira es la que tiene un noventa y cinco por ciento de verdad, como ese verso que trajeron estos tipos de anteojos negros que la mano invisible de la libertad de mercado, que el derrame de la copa de la prosperidad de estos hijos de mil puta de lentes negros les arda bien en el infierno de sus tripas. Pero no era de eso de lo que quería hablar, de lo que quería hablar era de la manera en que este tipo ahora nos calla con un gesto de la mano, no sé si lo convencimos o sigue dudando, algo debe maliciar porque se ha quedado con el vaso de Coca detenido, a punto de darle un sorbo y nos mira, a punto de dar su sentencia, cuando entra al almacén el Lagartija, ese tipo que había comprado la casa de la Tana, levantado la pared como diez metros, portón eléctrico, y olvidate de las uvas chinches; le decíamos el Lagartija porque se movía así como nervioso, como escapando siempre, sin saludar a nadie, rareza en esos años que ahora en cambio es rareza que alguien te salude en este barrio de hoy de la casa de mis viejos donde hay grupos de wasapp por si algún vecino ve algo raro. Pero no era de eso de lo que quería hablar, de lo que quería hablar era de la forma en que el tipo de los lentes se para, una reverencia le hace al Lagartija, y los dos parecen entenderse en un idioma que a mí se me escapa, aunque lo que no se me escapa es que del fondo de las alacenas donde lo llevaron al Gallego llegan ruidos de cosas que se rompen, y desde la bodega un corazón que late, un tell-tale heart que me late en la cabeza y por eso no quiero ver, ni quiero escuchar cuando por fin el hombre larga una sarta de cosas que recién entendí años más tarde, que el Gallego, que la guerra civil, que esas cosas no se curan con los años, usted me entiende y que si usted tuviera que esconder a alguien en este lugar, ¿dónde lo escondería?, porque usted conoce, señor, y el tipo tenía razón porque todos en el barrio sabíamos de esa bodeguita, hasta el Lagartija que ahora se sienta a la mesa y pide le sirvamos un vaso de Coca y yo veo que el Lagartija señala donde no tenía que señalar; y denme una mano, mocosos, y en lugar de ayudar al buchoneo que no puede traer sino desgracias lo que hacemos los tres es salir corriendo, somos tres delanteros que corremos por la línea lateral buscando un pase en profundidad hacia ese gol que nos va a dar la victoria en los torneos provinciales que ya no se llamarán Evita y el almacén del Gallego que no volvió a abrir hasta que pusieron ese restorán bien de bien en la esquina de Sixto Fernández e Italia, pero no era de eso de lo que quería hablar.