El cuento por su autor

Este cuento surge, como suele suceder, de una serie de impresiones, inquietudes y experiencias disímiles. Desde hace un tiempo suelo visitar reservas ecológicas urbanas. Mientras recorro esas áreas de exuberante vegetación, con cientos de especies de aves, reptiles, anfibios e insectos, a la sombra de imponentes rascacielos, me pregunto qué significan esos reductos en los que el ser humano se abstiene de intervenir para brindarle un espacio a la naturaleza. ¿Qué nos dicen esos lugares sobre el contrato unilateral que establecimos con la naturaleza y qué tendría para decir esta última si le dieran voz y voto en la discusión?

Por otra parte, me interesaba jugar con la escritura de un relato de ciencia ficción que prescindiera de las marcas más obvias del género: los avances tecnológicos. Hace tiempo que tengo la convicción que ya no se puede escribir ciencia ficción porque vivimos inmersos en el mundo que ese género imaginó décadas atrás, interactuado con sus objetos y experimentando (y sufriendo) sus efectos. Me interesaba también que cierta tecnología anacrónica mezclada con otros elementos funcionara como una intriga en lugar de una señal de época.

Finalmente, siempre me gustaron las historias de padres e hijos, como La carretera, de Cormac McCarthy, o “Últimos atardeceres en la tierra”, de Roberto Bolaño; ese tipo de relación de intimidad y cariño tenso que se establece entre un padre y un hijo y que los conduce, juntos, hasta el desenlace.

Reserva

Terminó de escribir su columna para el diario en el preciso momento en que escuchó abrirse la puerta de calle y el estrépito de su hijo que entraba corriendo en la casa, llevándose todo por delante, llamándolo a los gritos. Tiró del papel y arrancó la última hoja de la vieja y fiel Olivetti. Le echó una mirada: el último párrafo era apenas legible, tenía que cambiarle la cinta a la máquina y comprar dos repuestos, porque ya no le quedaban y no podía sentarse a escribir sin tener la certeza de que en el cajón había al menos una cinta de repuesto y un paquete de cigarrillos.

-¡Papá, papá!

Su hijo irrumpió en el estudio, blandiendo una cartulina gris en su mano derecha.

-Entregaron los boletines, papá, mirá las notas, me tenés que llevar, me lo prometiste.

Besó a su hijo, lo abrazó y le acarició la cabeza para tratar de atemperarlo. Después tomó el boletín, se calzó los anteojos y fingió estudiarlo como si se tratara de un documento de Estado. Su hijo estaba en lo cierto: había mejorado sus calificaciones. El tirón de la manga de su saco lo arrancó de sus cavilaciones:

-Me tenés que llevar, papá, me prometiste que si subía las notas me ibas a llevar.

Resopló, resignado, calculó el tiempo de viaje, quizá buscaba algún motivo para postergar la excursión, pero acababa de concluir el artículo; tenía el resto del día libre.

-Bueno, está bien, lo prometido es deuda. Acompañame a dejar esto en la redacción y después vamos.

Su hijo lanzó un grito y empezó a correr en círculos por toda la casa. No entendía su entusiasmo, o en todo caso era incapaz de compartirlo. Durante esos años, especialmente los últimos tiempos, había intentado ahorrarle esa visión, quería protegerlo ¿o protegerse? El chico estaba auténticamente entusiasmado con ese viaje, tal vez incluso lo disfrutara, él veía todo con otros ojos. Había que reconocer que hacían un gran trabajo en esas escuelas, después de todo, ¿qué ganaba él con esa amargura que lo carcomía a diario?

Su hijo se sentó a ver un episodio de “Los tres chiflados” mientras él preparaba todo. Le dijo que se sacara el guardapolvo y que buscara ropa de abrigo por si refrescaba. Pensó si debía llevar algo de comer, abrió la heladera: tres rodajas de pan lactal, un queso de cáscara amarillenta y unos cuantos limones le recordaron que ya no podría postergar más la visita al supermercado. Comerían en algún parador del camino, tal vez en una ciudad vecina, alguna de esas tantas que nunca había visitado. Cargó en una mochila una botella de agua para él y otra de jugo de naranja para su hijo. Mientras cerraba la puerta de calle apreció el descuido de su jardín delantero, cuya colección de malezas, pastos irregulares y flores mustias contrastaba con el esmero cuidado de sus vecinos, tan adaptados, tan agradecidos y pensó en llamar al jardinero u ocuparse él mismo ese fin de semana, ya decían que trabajar la tierra era una especie de terapia. Tenía que arreglar su jardín o terminaría llamando demasiado la atención.

Tuvo que volver a entrar porque se había olvidado el artículo para el diario, nada menos. Pensó en enviarlo por correo exprés, llegaría a la tarde, con tiempo de sobra para el cierre, pero prefirió desviarse un poco y alcanzarlo en persona. Puso en marcha el Ford Fairline, sintió la vibración que sacudía el habitáculo y el sordo ronquido del motor; qué maravilla de máquina, pensó, tan dócil y poderosa. Apenas arrancaron su hijo le preguntó si podría ver más horas de dibujos animados. La restricción de la tevé había sido parte de las sanciones por las bajas notas.

-Vamos a ver, vamos a ver —aplazó una respuesta definitiva. Así era con su hijo: premios y castigos. Sentía el peso de criarlo solo, que a veces lo abrumaba. Otras veces, en cambio, se decía que era lo único que tenía (lo único que le quedaba) que debía aferrarse a él, a los momentos compartidos, “incluso este -se dijo- que estamos compartiendo ahora”.

Estacionó el Fairline en la puerta del diario y le pidió a su hijo que lo esperara ahí sentado, que no tardaría; era una coartada perfecta para no ser interceptado con algún pedido de último momento. De todas formas, por las dudas, dejó el artículo en recepción y le pidió al muchacho de entradas que diera aviso al jefe de redacción y que le dijera que él lo llamaría más tarde por si había que hacer alguna modificación (y de seguro habría: a su jefe le sobraba astucia para leer entre las líneas del fingido optimismo de sus columnas). Volvió al Fairline, cerró la puerta algo más fuerte de lo necesario y el auto se sacudió un poco. Su hijo se entretenía con una historieta de Superman y ni siquiera levantó la vista, pero apenas se encendió el motor pegó los ojos a la ventanilla: quería verlo y absorberlo todo “Sus compañeros lo interrogarían sin escrúpulos -pensó el padre- querrían saber si de verdad había ido o si les estaba mintiendo”. Corroboró que hacía esto por él y que tenía que abstenerse por todos los medios de transmitirle lo que pensaba del asunto, al menos él se merecía una oportunidad. Tomó el camino de circunvalación y muy pronto estuvieron fuera de la ciudad. La ruta se abría a un cielo inmenso y celeste; bajó la ventanilla y un aire frío y limpio se filtró en el auto y le sacudió el pelo: al menos era un buen día. A su derecha e izquierda, los inmensos galpones de las unidades productivas de alimentos, más allá, montes de bosques nativos, pastizales, arroyos, ríos. Su hijo había conocido algunos a través de las excursiones que organizaba la escuela, donde se estimulaba el contacto con la naturaleza y muchas familias desbordaban esos paseos los fines de semana. Él nunca lo había llevado: odiaba salir de la ciudad. Rodearon otra zona urbana, más pequeña, seguramente donde vivían los operarios de las unidades productivas con sus familias y después atravesaron un polo industrial, con sus torres de alta tensión y chimeneas de fumatas blancas, vaporosas. Después su hijo se quejó de que tenía hambre. Como había previsto, no había paradores en el camino y tuvo que entrar a una ciudad donde se detuvieron para almorzar unas hamburguesas en un comedor al paso. Aunque tenía la batería a la mitad, aprovechó para dejar cargando el auto, no sabía calcular bien el consumo en distancias tan largas y no quería sorpresas desagradables. En esa ciudad abundaban los cines, que se repartían por décadas y proyectaban clásicos en continuado -se tentó con la primera Jurassic Park, que había visto a la edad de su hijo-, también se multiplicaban los parques de diversiones, las carpas de feria y los circos. Su hijo le hizo prometer que volverían. Siguieron viaje y atravesaron otras unidades productivas de alimentos, una zona boscosa, tal vez una unidad forestal, después una pradera y más allá divisaron el contorno de unas sierras. De pronto un cartel vial en letras grandes les anunció que se encontraban a veinticuatro kilómetros, su hijo lanzó un grito de alegría y a él un estremecimiento le recorrió la espina dorsal.

Recorrieron esos últimos kilómetros en silencio, su hijo expectante, él ensimismado en sus pensamientos. Sintonizó una estación que pasaba música de la década del setenta y la voz cascada de John Fogerty entonando la letra de Someday never comes logró tranquilizarlo en lo poco que les quedaba del viaje. Cuando dejó el auto en el playón de estacionamiento advirtió que había muchos vehículos para ser un día de semana, aunque muchos menos que las aglomeraciones que se producían los sábados y domingos. No podía entender la obsesión de la gente por visitar ese lugar, ¿nostalgia?, ¿tedio?, ¿culpa?, ¿la insistencia de sus hijos? Cada uno tendría sus motivos. Por un momento pensó que podría aprovechar la visita para convertirla en tema de una de sus columnas, viejo vicio del escritor: facturar la experiencia, pero lo desestimó en el acto; por mucho empeño que pusiera le sería imposible disimular lo que ese lugar le producía. Tomó a su hijo de la mano y avanzaron por un camino de grava, flanqueado de cipreses. El sitio parecía haber sido diseñado como un memorial. Dieron unos pasos más hasta que su hijo, sin poder contenerse más, se soltó de su mano y salió corriendo. Lo llamó con un grito, le dijo que lo esperara, sabía que no había peligro, tal vez fuera él quien necesitaba el sostén de esa mano diminuta sobre la suya. Avanzó hasta ponerse al lado de su hijo, que pegaba la cara al muro de acrílico, hasta que se empañaba con su propio aliento y se corría a un costado. Observó, más allá, la franja de tierra negra, la “tierra de nadie”, aunque en este caso cabía más la fórmula del inglés “no man’s land” y más allá se vio a sí mismo al lado de su hijo, reflejado en el espejo, o la superficie reflectante que se extendía hasta el cielo y lo reflejaba todo sin dejar ver nada de lo que había más allá. Y entonces todos sus recuerdos se le vinieron encima: todo lo que había intentado olvidar en los últimos años: el progreso exponencial de la inteligencia artificial, su control de los medios de producción, como dirían los marxistas, sobre todo de la nanotecnología. Ese día, un catorce de julio, en el que se anunció a todos los seres humanos el “plan de contingencia global”. Muy lejos de la imaginación humana, que había fantaseado con cataclismos y terminators, la IA había instalado nanorobots en todos los cuerpos humanos a través de las nuevas generaciones de medicamentos inteligentes. Los recursos se agotaban, el calentamiento global llegaba a su punto de no retorno, la IA había desarrollado una solución: provocaría un genocidio para evitar la catástrofe, salvaría al ser humano de sí mismo. La decisión de quién viviría y quién sería sacrificado ya estaba tomada y se ejecutaría cinco minutos después del anuncio “Será una suspensión de tareas vitales incruenta e indolora”, decía el comunicado. Quienes continuaran con sus funciones vitales activas serían reasignados a reservas donde podrían conservar y evocar el estilo de vida, la cultura, los hábitos y costumbres de las últimas décadas, en un nivel de tecnología que no comprometiera su existencia y que no afectara al medio ambiente. Había una promesa, latente, de que las reservas se abrirían cuando el planeta recuperara, naturalmente y a través de los desarrollos de la IA, su equilibrio natural, pero él pensaba que solo estaban dorándole la píldora que le harían tragar a la humanidad. Los transportes pasarían a recoger a los seres activos diez minutos después del anuncio y quienes no los abordaran serían eliminados. No tuvo tiempo de pensar en todo lo que estaba sucediendo: su esposa se desvaneció en sus brazos. Lloró con su cuerpo en su regazo hasta que escuchó el llanto de su bebé desde la cuna, que reclamaba alimento, calor, vida y el rumor lejano del transporte que iba recolectando a los seleccionados. Recordaría por siempre la cara de los otros pasajeros cuando abordó el transporte: zombis con miradas perdidas, incapaces como él de procesar todo lo que les estaba pasando. Había muchos lugares vacíos y le alegró constatar esa última muestra de dignidad humana. Trató de borrar el pensamiento que le atravesó la cabeza en ese momento, en el que lamentaba la existencia de su hijo, tener un motivo para subirse a ese ómnibus sin chofer y sin destino.

Su hijo lo trajo de vuelta al presente tirándole del brazo.

-Papá, ¿del otro lado vive mamá?

Se pasó el dorso de la mano por la cara y ensayó una sonrisa que le salió en forma de mueca. Vio al otro lado su reflejo invertido y el de su hijo tomado de su mano, en el espejo.

-Sí, hijo, del otro lado vive mamá.