El cuento por su autor
Creo que es lo último que escribí y por lo tanto permanece inédito. La idea tal vez haya nacido de lo que veo cuando camino por el barrio; gente pobre tirada sobre colchones en los huecos de los bancos, la mole del Instituto Ameghino, en Córdoba y Agüero, que se ocupa de problemas psiquiátricos.
Hace poco leí el cuento de un autor que no recuerdo, porque el libro era prestado, y en esa historia algo kafkiana, un pobre tipo es internado en el piso superior, donde instalaban a los enfermos leves. La inquietud surge de que, sin mayores explicaciones, lo van bajando de piso y él sabe que en la planta baja están los moribundos sin esperanza. Dije que es algo kafkiana porque el checo nos tiene acostumbrados a poderes misteriosos que se adueñan de nuestra vida y de nuestra muerte.
Cuando lo leí yo ya había escrito “Hospital”, y aunque mi historia es menos trágica, me causó alguna gracia que alguien llegara a pensar en un plagio. Me ha sucedido otras veces, he plagiado cosas que nunca había leído.
Me permito pensar que, como marcha el mundo, nadie está exento de quedar absolutamente solo e indefenso. Preferí que mi personaje no explicara cómo llegó a eso.
Hospital
No sé muy bien cómo he llegado a esto. O sí, ¿pero a quién le interesa? Soy uno más en esas estadísticas que antes leía, nos llamaban “indigentes”. No siempre fue así; hice el secundario, empecé una universidad, tuve varios trabajos. Pero ya no.
Dormía, con otros, en el hall de un banco. Sí, ese lugar cercano a las veredas pero algo separado de los cajeros automáticos. Nos echaron, seguramente se quejaron los clientes. Por eso me metí en este hospital. Es inmenso y por algunos deterioros imaginé que era público. Tenía hambre. Ése era mi principal problema. En el banco no me iba bien con las limosnas porque mi aspecto todavía no las estimulaba, mi ropa conservaba alguna dignidad y sólo yo sabía de mi falta de higiene. A decir verdad, tampoco me gusta pedir, eso de estirar la mano y decir algo acorde. Nunca pude pronunciar la palabra Dios. Recorrí algunos pasillos que me llevaron a un patio sombrío y húmedo. Había algunos árboles muy gruesos y el nacimiento de los tallos (formado por muchos tallos menores) estaba rodeado de un bordillo de cemento, casi todos resquebrajados, con manchones de verdín. Junto a uno de ellos (creo que era un gomero) había un enorme tacho para residuos. Busqué algo para comer y por suerte encontré. Más de lo que necesitaba. Elegí media tortilla y un bife, ya frío, por supuesto, que comí con placer. Pasó un tipo de maestranza pero casi no se fijó en mí, siguió concentrado en tratar de entender un aparato que sostenía con las dos manos. Me di cuenta de que dudaba si una manguera transparente iba enchufada en alguna parte del aparato.
En una de las caras del patio se levantaban unas construcciones sin mantenimiento. Dos o tres puertas estaban cerradas con llave pero una cedió al movimiento del picaporte. Se acercaba la noche y necesitaba un rincón para dormir. Entre los objetos abandonados había dos camillas apiladas. Eso me dio una alegría inmensa pero enseguida la achiqué en mi cabeza; está claro de que no soy un tipo con suerte. Pensé que sería maravilloso poder poner mi frazada sobre una de ellas, sin que nadie me molestara.
Estuve un rato largo sentado en una banqueta. No puedo decir que “pensando” porque un par de imágenes borrosas, una nada de futuro, algunas preguntas, no creo que lleguen a la categoría de pensamiento. Más bien me recuerdan un epíteto que me dedicaba un amigo en mi otra vida; me decía “catatónico” cuando me veía callado. Anochecía, se encendieron algunos faroles del patio y luces en las ventanas del edificio, busqué y encontré el interruptor que le dio vida a una lamparita que colgaba de una pared. Separé una de las camillas, dispuse mi frazada y me quedé dormido en mi flamante casa.
Unos golpes de martillo me despertaron temprano, hice pis en un rincón y me senté en el patio, sobre uno de los bordes ruinosos que rodean a los árboles. El frío del verdín traspasó mi pantalón. Aparecieron dos enfermeras, que me saludaron, amables y abrieron una de las puertas vedadas para mí. Después de retirar algo se alejaron por donde habían venido. Me alegré de que no me preguntaran nada. El lugar no parece contar con personal de seguridad. Decidí recorrer esa inmensidad, a la que le calculé un cuarto de manzana, por lo menos. Caminé por los anchos pasillos, a veces por galerías exteriores, otros patios, pabellones. Una escalera de mármol blanco me llevó al primer piso, donde se disponían, aparentemente, habitaciones de internación. Abrí varias puertas. En la cuarta habitación vi una cama libre, algunos viejos me miraron desde sus camas de hierro; uno levantó un vaso con agua, como festejando mi llegada. No lo pensé demasiado, nunca pienso mucho las cosas que hago. El asunto es que me saqué la ropa y me metí desnudo bajo unas sábanas muy duras. Una mujer delgada, teñida de un rubio que estaba dejando paso a su cabellera cenicienta, giró en su cama, como ofendida y dijo: Hay que ver…
Contando a la rubia éramos cinco. El más alejado de mi lugar balbuceó algo, empujó con la mano huesuda una bolsa de suero, suspendida de un caño cromado. Creo que pretendía algo de mí pero decidí ignorarlo, no quería llamar la atención y menos que una enfermera me sorprendiera desnudo fuera de mi cama. A la noche nos sirvieron la cena, frugal por supuesto. Buen apetito, Gustavo, me dijo la camarera. Supuse que me confundía con el legítimo ocupante de esa cama. Pero ¿qué había pasado con ese hombre?, ¿éramos parecidos?
A la madrugada salí a caminar, deseé fervientemente un cigarrillo y sirvieron algunas colillas no consumidas del todo que encontré en unos ceniceros con arena, en uno de los pasillos. Le pedí fuego a un gordo que pasaba un escobillón anchísimo con aserrín y querosén por los baldosones y fumé sentado junto al gomero en el patio inicial, me pregunté cuánto duraría esa bonanza.
Tuve la respuesta a la mañana siguiente. Me hacía el dormido y pude escuchar lo que le decía un médico joven a la enfermera al pie de mi cama. Hay que afeitarlo, Carmen, la operación está programada mañana a las 14. Y no se olvide de la enema, el recto debe estar limpio. ¿Recto limpio?, ¿afeitarme? Sonreí sobre la almohada cuando me di cuenta que se trataba de dejar sin pelos mi pelvis. Estaba claro que Gustavo tenía algún tema en su aparato digestivo.
Confiar en que, al abrir el cirujano descubriera que una falla de diagnóstico convirtiera en innecesaria la operación, era arriesgado y tardío. Necesitaba buscar una solución. Ya no podía quedarme ahí. El viejito al que le gustaba homenajearme con sus brindis me dedicó, además, una sonrisa. La rubia teñida seguía sin ganas de hacerse amiga, ahora repetía, de vez en cuando: va de Dios. De madrugada, salí nuevamente a caminar, me gustaba hacerlo con un pijama y unas pantuflas que habían puesto al pie de mi cama el día siguiente al de mi arribo. Lo encontré al barrendero y lo saludé. El gordo se apoyó en la pared fría pintada con sintético y me ofreció un cigarrillo. Por lo visto, había decidido hacer una pausa.
-Le gusta caminar…
Bajé la cabeza, asintiendo.
-Quieren operarme mañana.
-Difícil. Hay quilombo con el personal de quirófanos.
El gordo dio una pitada larga.
-Un anestesista me contó que van a manifestar en la calle. Les deben como tres meses de sueldo. ¿Y de qué lo quieren operar?
Dudé en decirle la verdad o inventar algo. Pero en ese instante me di cuenta de que necesitaba un amigo.
-Es un error. Ocupo la cama de un tal Gustavo que sí parece que está jodido.
-¿Y qué pasó con el tipo?
-No sé. Dejó la cama y la ocupé yo.
-Suele pasar -condescendió el gordo.
¿Suele pasar?, ¿qué clase de hospital era ése? Terminó el cigarrillo y continuó con su tarea sin despedirse. El gordo no me cerraba como nuevo amigo; había algo en su mirada o en la forma que adoptaba su boca cuando hablaba.
A la mañana siguiente, después del desayuno, apareció la enfermera con una mesita con ruedas, sobre la que había varios implementos como para rasurarme. La operación, dijo, el cirujano necesita campo despejado. El gordo me había mentido o estaba mal informado. Carmen era bonita, aunque sería más preciso decir sexy, esas cualidades que tienen algunas mujeres a su pesar, un perfume, gestos, ciertas inflexiones de la voz. Me pidió que me baje el pantalón del pijama, sumergió la brocha en agua y después en un bol que contenía una crema. No puedo decir que el resultado de las maniobras siguientes me produjeran una erección pero sí que mi amigo creció bastante. Ella dijo “tranquilo”. No fue un reto, supongo que sería parte del protocolo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que tuve sexo. ¿Mi esposa?, ¿una indigente? No sé, tengo algunos agujeros negros en mi cabeza. Carmen terminó su tarea con un trapo húmedo y se llevó sus cosas. Supe que debía abandonar la cama del tal Gustavo antes del mediodía. Y antes de la enema.
Puse la almohada a lo largo y la cubrí con el cobertor; eso me daría un poco de tiempo. El viejito de los brindis me saludó con el pulgar hacia arriba, tal vez se haya dado cuenta de mi plan de fuga. Caminé por los anchos pasillos en una dirección que no conocía, bajé por una escalera, caminé por una galería cuyo techo estaba sostenido por delgadas y oscuras columnas de hierro. Me di cuenta, por los ruidos, que estaba cerca de una calle o de una avenida. Dudaba sobre qué hacer, apoyados mis codos en la balaustrada, cuando escuché la voz de alguien a mis espaldas.
-Afuera no están mejor -dijo.
No supe qué responder, tampoco parecía esperar una respuesta. Le calculé entre 45 y 50 años.
-Yo también fui un Gustavo -continuó.
-¿Un Gustavo?
-Todos los que usan ese pijama son Gustavos.
También se apoyó en la balaustrada. Me convidó un cigarrillo y fumamos, con las miradas apuntando a la calle virtual, al mundo. Me explicó que los Gustavos son los candidatos a cirugías, que el hospital los necesita por algún tema que se le escapaba, que por eso no eran rigurosos con las identidades.
-¿Y ahora, qué?, ¿qué hace usted aquí?
-Me quedo, cambio de pabellón de vez en cuando. Cada vez que me quieren operar de algo No hay nadie afuera que pregunte por mí.
-Cirujas para los cirujanos -intenté un chiste.
-No se me había ocurrido, pero sí…
Conversamos un largo rato, aunque en realidad, sería más justo decir que compartimos silencios. Él parecía recordar más cosas de su vida que yo de la mía. Cuando estamos solos el pasado se desdibuja, primero dejamos de hablar de nuestros padres, de hijos si los hubiera, de nuestros trabajos, de nuestros proyectos. Y después, simplemente, desaparecen.
-Es mediodía –dijo-. Vamos a un bufé para pacientes ambulatorios que hay en el tercer piso. Y no se preocupe, nadie le va a preguntar nada.
Caminamos por el pasillo como viejos amigos. El gordo del escobillón gigantesco hacía su trabajo. Creo que me reconoció, pero se hizo el tonto.