En el año 1999 tenía 13 años y nunca había ido a la cancha. Mi familia es poco futbolera por lo que ni era una opción. Ese año a Central se le ocurrió pelear el torneo Apertura. Yo soñaba con ser jugador del canaya y moría por conocer el Gigante de Arroyito.

Esa campaña la seguí por la radio, una Spica eléctrica y a pila que embellecía mi mesita de luz. Exceptuando los partidos contra Boca, River y el clásico que los sufrí en bares con amigos. Eran tiempos de fútbol codificado, había que reservar mesa con anticipación y gastar determinada cantidad de plata por persona. Algunos bares colocaban cortinas para que no vean desde la vereda quienes no tenían esa posibilidad.

A medida que las fechas pasaban y continuábamos con chances, iba tanteando el terreno:

-Pá, el último partido es acá, andá ahorrando guita que vamos sí o sí.

-Vemos. Es mucha plata y es peligroso, si llegamos a perder se puede armar quilombo.

El equipo del Patón Bauza hizo lo suyo. Llego al último partido con chances de ser campeón. Ahora era mi turno. No me lo iba a perder por nada del mundo.

-Maxi, yo no voy. ¿Querés ir con mi amigo Pepe?

-Buenísimo. Me cae bien. Vos te lo perdés.

-El jueves te viene a buscar y van a sacar las entradas.

Todo marchaba sobre ruedas y la ansiedad, de a poco, se iba adueñando de mí.

Cuando llegamos al estadio de básquet, donde vendían las entradas, no lo podía creer. Había cinco cuadras de cola para las populares y media cuadra para la platea. Todos estaban cantando y revoleando sus remeras. Era una verdadera fiesta pese a los 40 grados a la sombra a los que nos tenía acostumbrado ese diciembre.

Para mi sorpresa nos ubicamos en la fila que correspondía a la platea.

-Mirá que mi viejo no me dió tanta plata -le advertí preocupado.

-Cállate boludo.

Una vez dentro del estadio sacamos populares y en 20 minutos ya estábamos en el auto.

-En la cancha tenés que ser pillo pibe, sino te pasan por arriba.

No entendí nada pero estaba feliz. Al fin iba a vivir un partido de fútbol.

El viernes, en el colegio Padre Claret, no se hablaba de otra cosa. Felices los que habíamos conseguido entradas y amargados los que no lo lograron.

Yo estaba viviendo un sueño. Imaginaba jugadas que iban a ocurrir el domingo. Estrategias tácticas para que Pizzi quedara solo con el arquero y nos haga delirar a todos. Hasta que escuché una voz que preguntaba: 

-Abaz ¿y su trabajo práctico?.

-No lo hice profe. No tuve tiempo. Perdón.

-Ya es el segundo consecutivo que no haces. Alcánzame una hoja que le voy a escribir a tus padres.

Del sueño a la pesadilla en un segundo.

No iba a conocer el gigante de Arroyito. Central no iba a salir campeón, y yo nunca iba a jugar en primera. Todo por no haber hecho ese maldito trabajo práctico. El llanto fue ensordecedor. La hoja llegó llena de lágrimas. La apoyé sobre su escritorio mientras suplicaba:

-Déjamela pasar y te prometo que me pongo las pilas.

-¿Por qué lloras? ¿Nunca te ponés así? ¿Tenés algún problema en tu familia?

-No. El domingo voy por primera vez a la cancha. Si San Lorenzo le gana River y nosotros a Vélez somos campeones. Si mis viejos leen esa nota ni un milagro va a hacer que me dejen ir.

Sonó la campana.

-Andá al recreo, Maxi. Te dejo la nota en tu carpeta.

Lloré todo el recreo. Mis amigos no lograron consolarme. Algunos ofertaban buena guita para quedarse con mi entrada. Cuando abrí la carpeta, la hoja estaba en blanco. ¿Quién dijo que una hoja en blanco no dice nada? Era una señal. El domingo dábamos la vuelta. Y yo iba a estar ahí.

Fuimos a la popular de Regatas, a la parte de abajo para no sufrir tanto el calor, no entraba un alfiler. Por suerte teníamos buena visión. Partido horrible. Los nervios querían aguar la fiesta. Hasta que apareció Maximiliano Cuberas y con su zurdazo decreto la victoria. Otra señal, un tocayo nos hacía delirar. En unos años sería yo. Nunca tuve límites a la hora de soñar.

En el 2010 mientras hacía de esclavo en un comercio de calle San Luis, ingresó por la puerta principal, Pepe. Le di un abrazo y recordamos ese partido. Ambos guardábamos buenas sensaciones. Me encargué de asesorarlo bien y eligió el mejor microondas. Abonó con tarjeta de crédito en 12 cuotas.

Busque una soga para atárselo pero mi jefe ordenó: “Que se lo lleve así”.

-Es un amigo y acaba de comprar el más caro -respondí mientras terminaba de hacer el doble nudo.

No sé si fue su reloj de oro o el tijeretazo pero la soga que recién terminaba de atar cayó al piso. Mientras lo amenazaba y recordada a toda su familia. Pepe intentaba calmarme.

-Maxi, hace 20 años que trabajo con tipos así, calmáte que te van a rajar.

-Qué me va a rajar este viejo miserable, no quiere gastar un poco de soga… Me va a pagar la indemnización.

O se lo lleva atado o me voy, sentencié.

Cargamos el microondas hasta su auto y me alcanzó hasta mi casa. En el camino me dió varios consejos sobre cómo lidiar con nuestros jefes.

-Ellos la tienen más grande, no vayas al choque, aprendé a negociar.

Al otro día… Sermón y castigo. Durante un mes debía dejar el baño limpio como un espejo y el muy asqueroso se las ingeniaba para ensuciarlo a cada rato. No entraré en detalles por si están comiendo.

No volví a saber de estos dos héroes sin capa. Me avergüenza no recordar el nombre ni la materia que enseñaba esa profe a la cual tanto le debo. Ojalá le lleguen estas palabras y sepa que mi viaje por la escritura comenzó con aquella hoja en blanco llena de lágrimas.

San Lorenzo empató con River y no pudimos dar la vuelta. Tampoco llegué a primera.