El cuento por su autor
A veces escucho una frase y no me suelta. Tira de mí hasta que logra sacar una historia completa. Una tarde dije que iba a lavar la ropa, la junté, pero la volví a dejar en el cesto y me senté a leer al sol. Al rato, se acercó mi hija y dijo algo que se me adhirió con una fuerza imprevista. Dijo así: mamá, dejá de decir que vas a hacerlo y hacelo de una vez. La expresión era común, es cierto, no tenía nada raro, solo que en sus palabras vi mi runrún mental. Dejé el libro, busqué una libretita y escribí el comienzo del cuento. Era apenas una imagen: una amenaza del agua imparable y una mujer que no se decidía a dejar su casa. Volví a guardar la libreta y fui a lavar la ropa. Los días que siguieron la imagen del agua implacable, cada vez más alta me acompañó. Claro que veía en ella eso que acecha en los lugares familiares, y cuando se revela me pone en alerta. Quiero decir, es una sensación que me asalta en los momentos más inesperados, siento que las cosas que me sostienen pueden cambiar rápido, mucho más rápido de lo que soy capaz de cambiar yo. Y de ahí en más, todo lo que hice al escribir el cuento fue buscar las escenas capaces de contener esa sensación.
Casa alta
Al principio pensé que era igual a otras veces: lluvia, crecida, bolsas de arena en la puerta, la espera, la bajada del agua hasta encontrar su nivel. Blondi me lo advirtió, hay que vender, mamá. Pensé: la casa no. Antes había otras alternativas. La habíamos construido con Julio. Vimos la casa incluso antes de conseguir el terreno. ¿Qué es una casa antes de ser una casa? Un sueño, un refugio contra el tiempo, un futuro.
Pero no hay barreras para el agua.
Blondi insistía, decía que la casa ya no era segura. Ni siquiera en la época del confinamiento me había sentido así, al contrario, en ese momento el único refugio era puertas adentro, el peligro era invisible y estaba afuera, en todos lados, menos en casa. Apenas era una nena, pero ella nos había ayudado a encontrar la forma de estar. Le gustaba hacer listas y nos dejamos llevar por ese orden. Encontramos en la rutina un modo de supervivencia. Julio armó una huerta. Ya había empezado a estar silencioso. Al principio imaginé que sería la distancia con Lina, su mamá ¿Qué más podía ser? Traté de hacerle los batidos que ella le hacía, sahumé eucaliptos, laurel. La casa olía más a ella que a nosotros. Por unos años lo consoló. Cuando nació Dante, él empezó a cantar las melodías mientras lo paseaba en brazos entre los canteros. Por primera vez, comimos tomates con gusto a tomate.
Y me acostumbré a escuchar esas canciones que él inventaba, era un modo de acompañarme mientras yo elaboraba los perfumes. A veces se sentaba al piano y lo veía escribir algunas notas en su cuaderno, eso me gustaba, pensaba que era un camino de vuelta. Fue una época de rutinas, no lo digo en el mal sentido, la rutina nos salvó. Más adelante Julio les enseño a Blondi y a Dante a acompañar los ciclos de las lluvias, construyeron canteros altos con buenos drenajes y guardaron las semillas de los tomates. Todavía le gustaba probar las fragancias nuevas que yo creaba. Ojalá hubiera seguido así, entre el piano y la huerta, pero no, el agua no se detiene. Una primavera fue distinta a las demás, Julio volvió a plantar las semillas como había hecho otras veces. Y llovió, y llovía y llovió. La huerta quedó bajo agua. No logró que sobreviviera nada, apenas el romero. A los pocos días las plantas colgaban como babosas. El jardín parecía un pantano.
***
El problema fue el olor. Empezó en el jardín, se desprendía de las cosas que quedaban bajo el agua. Las patas hinchadas de las reposteras de madera, los tallos flácidos de las plantas, el pasto gelatinoso. Con la manchas en las paredes se abrió camino hacia la casa. Empezaron como sombras imperceptibles, y de a poco, cambiaron de color hasta volverse pardas, levantaron la pintura como garrapatas gigantes. Me preocupaba Julio, dejó el piano, las partituras y empezó a idear dispositivos de drenaje, cavaba zanjas, pozos, elevaba las plantas en canteros cada vez más complejos. Y el agua no se detenía, nos abrazaba con una lengua de moho desde los cimientos. De la casa a plantarse sobre la piel, fue un salto inesperado. Yo lavaba y tendía la ropa abajo del alero, pero ni siquiera los días de sol llegaba a secarse. A lo mejor por eso no me di cuenta: Julio olía a una cueva oscura. Dejaba que su ropa se secara al viento, la rociaba con aromatizantes, pero no era la ropa, era él. Creé una fragancia nueva, con maderas y un toque de eucaliptos. Un tiempo funcionó, pero el olor salía de Julio, no hubo caso. Él se bañaba varias veces por día, andaba con zapatos, incluso en el jardín que ya estaba cubierto de agua. Se convenció de que era la comida y empezó a alimentarse a base de arroz. Pasaba mucho tiempo en el fondo, entre los canteros. Ideaba dispositivos estrafalarios para elevarlos, hizo canteros colgantes, escalonados, como torres.
Pero el agua es incesante.
No hay barreras para el agua.
Sube.
Sube.
Sube.
***
Vendé a tiempo, mamá, decía Blondi. Dudé, ¿cómo no hacerlo? Me costaba tomar la decisión, ella insistió, hizo listas con las cosas que quería para la casa nueva: cuartos separados con su hermano, una cocina grande, el jardín. Todo alto y lejos del mar. Dante dijo sí a los cuartos como si el deseo fuera de él. No estoy segura de eso. Siento que para él, Blondi es más su madre que yo. Y ella disfruta de eso. Tal vez estoy exagerando, no sé, es una sensación nada más. Soy injusta con ella, fue la única que se animó a cruzar el jardín hasta la huerta el día que Julio no quiso entrar a la casa. Ya era casi de noche cuando me di cuenta. Salí a la galería y lo vi: las manos tocaban un piano imaginario sobre los canteros enmohecidos. Mi primer impulso fue ir a buscarlo, caminé dos o tres pasos con el agua por la pantorrilla y me llegó su olor. Me detuve y sentí bajo mis pies cosas blandas que parecían moverse como gusanos. Me paralicé, no pude avanzar. Voy yo, gritó Blondi. Se arremangó los jeans hasta la rodilla y corrió hasta Julio. Lo tomó de las manos y trató de traerlo de vuelta a la casa. Dieron varios pasos, pero él se detuvo y ya no quiso seguir. Blondi tiro de la ropa, lo empujó, le gritó. Entendí que no había manera de convencerlo. Al rato la vi entrar a ella con la cabeza entre los hombros.
Al final Blondi también entendió. Julio se instaló al lado de la huerta, improvisó un cuartucho con chapas, ya no se lo veía por la casa. Cada tanto se asomaba para acomodar las bolsas de arena que formaban una barricada delante de la puerta. El agua subía indiferente. El olor se convirtió en una presencia. Aun así yo no me resignaba, la casa era un cuerpo. Mi última piel. Fue Blondi la que actuó. No me pidió permiso, no me alertó, un día apareció con un grupo de albañiles. Trabajaron hasta tarde, cuando se fueron, solo se alcanzaba a ver el techo de la casucha del otro lado de un muro. Me enojé y les grité, le dije que podría haberme consultado, que era mi decisión. Quizás era la única manera. Sí, en el fondo soy injusta con ella.
Miro el muro y tengo miedo, más miedo que antes.
Vendé, mamá.
No hay barreras para el agua.
Sube
Sube
Sube
Deja de decir que vas a hacerlo y hacelo de una vez.
Una casa es una casa.
La casa somos nosotros.
***
Me costó admitir que ella tenía razón. El tronco del almendro se había llenado de hongos, estaba bajo el agua, pero resistía y tenía una sombra suficiente para los tres. Lo que no había era sol. Pensar que era tan escuálido cuando Julio lo había plantado, un arbolito chiquito que necesitó una varilla para que el viento no lo doblara.
Pobre Julio, si supiera, pero no sabe y es mejor así.
Puse la casa en venta, me hicieron una oferta baja, pero digna. Querían el terreno para un condominio flotante. No quise saber mucho, empecé a buscar por tierras altas.
***
Decís que estás buscando, abrís las páginas de las inmobiliarias, la de dueños vende, das vueltas pero no lo hacés.
Le respondía que no fuera exagerada, que no era urgente, que basta de tanto alboroto por nada. Y veía las manchas pardas trepar por las paredes como al acecho. Ella se paraba delante de mí, con los brazos cruzados y no decía nada más, apenas me miraba con esos ojos que desde chiquita tuvieron para mí la fuerza de lo que debía hacerse. Ojos color del tiempo, tormentosos en momentos en los que no estábamos de acuerdo; en los otros, eran ojos de miel que se derramaban dentro de mí y me hacían sentir plena, serena, buenamadre.
***
El agua rebalsa, se desborda, improvisa estanques nuevos en cada hueco del terreno, en las calles, delante de la casa. Ya habría entrado si no fuera por las bolsas de arena. Y afuera el agua dibuja otra geografía. Traza líneas, surcos, caminos móviles, y sobre ellos vuelve a trazar otros. Miro por las ventanas, y no veo esos caminos, veo sí otro dibujo pasado que todavía late en mí. Pero la cartografía marrón, lodosa se ramifica sin piedad, tiende líneas y cruza los sueños, los deja atrás.
***
La mañana que encuentro la casa publicada se la muestro primero a Blondi. ¿Cómo podía ser que fuera mi hija tan práctica, tan exacta a la hora de entender lo real? En menos de cinco minutos lee el anuncio y me pasa la computadora. Escribiles ya, deciles que el fin de semana podemos visitarlos para ver la casa.
El viaje es más rápido de lo que imagino. Manejo tranquila por rutas desoladas, cada tanto hay que desviarse por los tramos inundados. Blondi ceba mate, Dante va en silencio, con los auriculares puestos. No le gusta hablar, cada tanto pregunta si falta mucho para llegar. Almorzamos en un chiringuito a la vera de un campo que parece un lago junto a la ruta. Una lástima que no se pueda comer pescado, claro que hay quienes se arriesgan, pero yo no quiero terminar con dolor de estómago. Comemos sandwiches de berenjena y remolachas, pero el puestito huele como los asados que Julio hacía los domingos. Es lindo estar los tres, al aire libre, verlos reír como si fueran nenes. Ya son más altos que yo, pero se ríen, y para mí, vuelven a ser chiquitos.
Es Dante el que pregunta.
¿Por qué a esta casa no va a llegar el agua?
Blondi me mira y yo a ella. Ninguna de las dos quiere o sabe qué contestar. Un silencio raro se llena de nuestros miedos y nos cierra la boca. Nos paramos y seguimos viaje.
El agua no va a llegar porque las tierras altas son un lugar seguro, me digo mientras manejo. Lo repito en mi cabeza tantas veces que me convenzo. Lo digo en voz alta. Y siento una esperanza nueva, quizás es el ponerme en marcha, eso que dicen, el movimiento crea movimiento. Quién sabe.
Lo primero que siento cuando bajo del auto es el olor, un aroma a viento, a monte, a tierra seca que me llena el cuerpo de alegría. La mujer de la inmobiliaria nos espera de pié, delante de la puerta. Es temprano, el barrio se ve silencioso. A los lejos el cordón de las montañas arma un abrazo. La altura imponente me saca el aire. Acaso hay otro lugar adonde ir.
Le falta pintura, dice Blondi en voz alta. Y enseguida me dice al oído, decile todo lo que no te gusta, inventá cosas, así nos baja el precio. ¿Cómo sabe mi hija esos trucos de la compraventa? Ella maquina, negocia, en cambio, yo miro el jardín a través de los ventanales del comedor, sin estanques, sin moho, sin caracoles ni babosas, sin agua marrón, solo un horizonte de montañas. Y nos imagino a los tres, las charlas, los almuerzos. El piso parece madera, pero es vinílico. Julio estaría orgulloso de mí, él se fijaba en esos detalles, le gustaban. Le daba seguridad pisar algo que no se descompusiera con el tiempo. Más allá del jardín las cimas anuncian una alternativa, un presente, una piel nueva.
A Julio no le cuento, para qué.