“Mis últimas películas han estado influidas por mi situación personal. Desde hace ya quince años que me veo enfrentado a la censura, me han entregado a fuerzas de seguridad estatal. Todo ese proceso que implica ser arrestado e interrogado bajo presión, que puede verse en los films, tiene un origen muy real. Es entonces cuando comenzás a preguntarte quién es toda ese gente. ¿Quién es ese interrogador que está detrás tuyo interrogándote mientras permanecés con los ojos vendados? ¿Cuál es la diferencia entre él y yo? ¿Tenemos cerebros diferentes, existe una diferencia biológica? ¿Qué hace que yo esté donde estoy y él esté donde está? Esa curiosidad que he tenido por esa gente fue imponiéndose a la hora de contar estas historias”. Las palabras, claras y directas, del realizador iraní Mohammad Rasoulof remiten puntualmente a sus dos últimos largometrajes, La vida de los demás (There is no Evil), ganadora del Oso de Oro en el Festival de Berlín 2020, y su más reciente largometraje, La semilla del fruto sagrado, que luego de recibir un Premio Especial en el Festival de Cannes y una nominación al Oscar a la Mejor Película Internacional, llegará finalmente este jueves 27 a las salas de cine argentinas.
La conversación gira alrededor de cuestiones cinematográficas, pero teniendo en cuenta la delicada situación del cineasta en su país de origen, obligado a filmar de manera clandestina y sin autorización formal del estado, necesariamente se detiene también en el particular método de rodaje y la situación del equipo técnico y el reparto de la película. En La semilla del fruto sagrado, cuya historia transcurre durante los primeros días del movimiento Mujeres, Vida, Libertad –surgido en 2022 a raíz de la muerte de la joven Mahsa Amini luego de ser detenida por la policía moral al no utilizar correctamente el hiyab–, una familia acomodada cuyo pater familias acaba de ser nombrado investigador gubernamental ve cómo su mundo comienza a sufrir un auténtico terremoto. Basta con que una amiga de la hija mayor sea lastimada durante una manifestación callejera en Teherán para que el equilibrio de ese clan tradicional se sacuda hasta límites insospechados, en particular el de Iman, un hombre de carrera que por primera vez debe llevar en su cintura un arma de fuego para su protección y la de los suyos.
LA MALDAD SÍ EXISTE
Iman camina por el pasillo central del edificio al cual va a trabajar todos los días, sabedor de que a partir de ese momento su vida ha cambiado: el nuevo escalafón laboral le permitirá acceder a un departamento más grande en el cual sus hijas –una de ellas adolescente, la otra ya mayor de edad– puedan tener su cuarto propio. Incluso tal vez pueda finalmente comprarle a su esposa el ansiado lavavajillas. El pasillo está decorado con imágenes en cartón de tamaño natural de los grandes líderes del estado, y al tiempo que el hombre avanza hacia el exterior, un puñado de detenidos son trasladados de una oficina a otra para ser interrogados. En casa, Najmeh lava los platos antes de salir con sus hijas Sana y Rezvan a hacer las compras. La menor sueña con teñirse el pelo de algún color chillón y pintarse las uñas, deseos prohibidos por el tradicional padre. Junto a Rezvan, observa detenidamente una serie de videos publicados en redes sociales que grafican a la perfección la brutal represión estatal a los manifestantes que día tras día y noche tras noche salen a las calles en protesta por el estado de las cosas. Ninguna de las chicas sabe exactamente cuál es el trabajo del padre, pero pronto tendrán una idea cabal y definitiva.
Mohammad Rasoulof no ha regresado a su país desde el estreno de La semilla del fruto sagrado en Cannes el pasado mes de mayo, y afirma sin pelos en la lengua que “siempre hay un riesgo al hacer una película como esta, porque el régimen iraní no tiene moral ni límites en el tratamiento que le da a sus oponentes. Pero no puedo concentrarme en eso, y en lugar de preguntarme qué harán ellos debo insistir en preguntarme qué quiero hacer yo. Aquello que le da sentido a mi vida, seguir expresándome y haciendo mis películas, más allá de las consecuencias que ello pueda traer aparejado”. Acusado, como el resto del equipo, de hacer propaganda en contra del régimen, una acusación tan grave como flexible a la hora de perseguir voces críticas, el realizador admite que “es todo muy complejo, porque lo que suelen hacer te impide reaccionar. Así actúan: mezclan las cosas de manera tan oscura que resulta imposible saber cómo defenderte. El asesinato de Dariush Mehrjui, un director que ha influido en todos los cineastas de mi generación, la muerte del realizador Kiumars Pourahmad en circunstancias sospechosas... realmente te rompe el corazón. Es imposible saber si el estado estuvo involucrado directa o indirectamente en esos hechos. Lo que hacen es crear un estado de confusión y miedo en los directores de cine, los artistas y la población en general. Así funcionan los regímenes totalitarios: es como si estuvieras en un espacio enorme y oscuro y escucharas sonidos cada vez más aterradores. En lugar de descubrir el origen de esos sonidos, lo mejor que se puede hacer es intentar echar un poco de luz en el lugar”.
Najmeh (la experimentada actriz Soheila Golestani, impedida hace algunas semanas de viajar al Festival de Rotterdam, donde fue invitada como parte del jurado oficial) no logra comprender la razón por la cual su hija mayor insiste en traer a su casa a una compañera de estudios recién llegada de una pequeña ciudad del interior. Dice y vuelve a repetir que ahora que su padre ha escalado en la estructura del estado, deben ser muy cuidadosos con quién hablan y entablan relación. Su nuevo trabajo es muy importante e implica ciertos riesgos. Pero Iman descubre rápidamente que las nuevas faenas no serán sencillas, en particular dado el estados de las cosas, con la sociedad transformada en un polvorín y los cientos de detenidos que todos los días son trasladados para ser interrogados y acusados por el estado. Su primera tarea lo pone contra la espada y la pared: firmar la sentencia de muerte de un acusado, un caso del cual ni siquiera pudo interiorizarse mínimamente. La presión es casi intolerable y en casa las cosas no andan mucho mejor: la rebeldía de las chicas es cada vez más intensa. “En la televisión mienten todo el tiempo”, dice con mirada atrevida Rezvan, y es en ese momento cuando Iman entiende que no hay marcha atrás. La misteriosa desaparición de la pistola a su cargo es la gota que termina de volcar el contenido del vaso. Es el final de la primera parte de La semilla del fruto sagrado, la más cercana al drama familiar con altas dosis de contenido político. A partir de ese momento, el guion pega un giro inesperado y el film ingresa a terrenos más cercanos al thriller, una fuerte apuesta de Rasoulof, que utiliza algunos mecanismos del cine de género para construir una parábola de la situación en su país.
LAS MUJERES SEAN UNIDAS
“La división generacional es un hecho en estos tiempos, no solamente en Irán. En cualquier país los jóvenes viven en un mundo que ha cambiado de manera dramática, sobre todo a la hora del acceso a la información y la forma en la cual se comunican con los demás. Creo que eso es algo general, pero en Irán específicamente se viene dando desde hace muchos años una batalla entre la tradición y la modernidad. El sistema de represión del estado pertenece claramente a las viejas generaciones, por lo que a la usual brecha debe sumársele el cuestionamiento muy duro de los jóvenes a la estructura tradicional de sus padres”. Rasoulof va más allá al afirmar que el sistema ideológico totalitario “tiene su propia estética, y como parte de la estética del régimen islámico de Irán están estos personajes, los héroes, estas figuras de cartón que he visto cuando me llevaron detenido a estos lugares. La trayectoria, el mundo del personaje del padre, se fundamenta en tres pilares. La primera es la doctrina, la cual lo lleva al fanatismo y de allí al tercer pilar, la violencia”. El cambio de registro que atraviesa La semilla del fruto sagrado es, para el realizador, “una paradoja típica por el hecho de haberse filmado de manera clandestina. Al trabajar bajo presión, por un lado hay que ser muy preciso y no salir a ver qué ocurre delante de la cámara. Todo debe estar escrito y organizado de antemano. Pero por el otro, cuando estás filmando y surgen situaciones difíciles o cosas que no habías previsto, no hay manera de volver a la idea original, y se hace necesario cambiar de decisión. La estructura general de la película no mutó demasiado y así estaba planeado desde el principio, pero en términos de ejecución de las ideas narrativas tuvimos que hacer cambios de último minuto”.
Una de las escenas más intensas, una instancia central en la evolución de la relación entre los personajes, tiene lugar antes de la mudanza de Teherán a un ambiente rural: la casa paterna de Iman. La idea del enemigo dentro del hogar, en el seno de lo más íntimo que pueda imaginarse, lleva el relato hacia terrenos imprevistos. El trasfondo de un antiquísimo sitio de visita turístico como escenografía del clímax no hace más que reforzar las ideas del film. “La actitud de total obediencia a la doctrina de la madre, el hecho de dejar que esta tome un control absoluto de tu vida, no ocurre en todas las personas. Esta es gente que tiene cierta preparación para ello, una tendencia personal a dejarse dominar por completo por un sistema. A medida que la película avanza, vamos descubriendo más cosas sobre el pasado del personaje del padre, de dónde viene”. Rasoulof piensa en el futuro y reflexiona. “Es un proceso muy lento. Pensemos que existió una revolución en mi país hace cuarenta y cinco años, luego una guerra sangrienta y una recesión económica, la represión. Fueron cuatro décadas muy difíciles para la población iraní. Hay mucha esperanza en las generaciones jóvenes, piensan que lograrán sus objetivos. Lo que más deseo es que la película sirva para esa causa, aunque todo este camino que comenzó en Cannes y llegó hasta esta nominación a los premios Oscar es totalmente novedoso para mí. Finalmente, no puedo dejar de decir que las mujeres iraníes son extremadamente fuertes y valientes, y están dispuestas a expresar sus deseos y aspiraciones. Esto no es algo nuevo, siempre ha sido así, y probablemente tenga que ver con una larga historia de opresión. Tres de las actrices jóvenes de la película, Setareh Maleki , Mahsa Rostami y Niousha Akhshi, que interpretan a las dos hijas y a la amiga universitaria, respectivamente, abandonaron Irán antes del estreno mundial en Cannes. Diría que incluso antes de que la información de que la película existía se diera a conocer. Quien decidió quedarse en el país fue Soheila Golestani, quien está atravesando el mismo caso judicial que el resto de nosotros, acusados de un cargo muy específico, típico de la jerga islámica: ataques a la seguridad del estado, propaganda contra el régimen y difundir ideas inmorales. Veremos dónde termina todo esto. El exilio para estas chicas tan jóvenes es algo muy difícil, pero al menos están a salvo”.